Pau Agost Andreu
En el verano del 2018, empecé a trabajar en el estudio y la recuperación de las variedades frutales tradicionales de la sierra de Espadán, junto con sus conocimientos asociados. En esta sierra encontré un escenario propicio para descubrir la gran presencia que tuvo y todavía tiene la cultura árabe en los paisajes, la agricultura y la cultura valenciana. Estos y otros valles del País Valencià estuvieron habitados por los mahometanos andalusíes durante casi nueve siglos, hasta su expulsión hace unos 414 años.
Voluntariado de plantación en la colección de variedades frutales del valle de Xinquer. Al fondo se ve el castillo de origen árabe. Foto: Mónica Segarra
El levante andalusí
La cultura árabe se instala en el levante de Hispania durante el primer tercio del siglo viii, con la conquista Omeya de esta región. Cinco siglos más tarde, Jaume I se apropia de este territorio. La población musulmana que pasa a formar parte del nuevo reino cristiano habita aproximadamente un tercio del territorio valenciano; pero relegada, generalmente, a vivir en las zonas montañosas más abruptas y en los valles del interior, con tierras consideradas más pobres o difíciles de cultivar. Conservan sus costumbres, sus leyes, su cultura y su religión. A cambio, tienen que pagar tributos a los nuevos señores cristianos, que se reparten el derecho de avasallar económicamente estos territorios.
A pesar de la ofensa que suponía para la Iglesia católica la presencia musulmana en territorio cristiano, esta connivencia compartimentalizada entre población árabe y cristiana se mantuvo con altibajos hasta el 1525, cuando se inició una campaña de bautismo forzado para convertir a la sociedad musulmana, adoctrinarla y asimilarla. La conversión forzada suscitó revueltas armadas que, en territorios montañosos como la sierra de Espadán, consiguieron hacer frente durante meses a las autoridades cristianas, incapaces de someter a los habitantes de un territorio que les resultaba desconocido e impracticable. Finalmente, tras un gran esfuerzo militar, las autoridades cristianas sofocan la revuelta y fuerzan la conversión de todos los supervivientes, que pasan a considerarse cristianos nuevos o moriscos, obligados a aprender los principios básicos del cristianismo y a fingir que los practican en la vida pública.
Estas revueltas alarman a las cortes cristianas sobre el peligro de albergar territorios profundamente árabes dentro sus fronteras, en un contexto en que el imperio otomano y los piratas del Magreb son una amenaza creciente. Preocupa que estas zonas, especialmente las próximas a la costa, puedan servir de enlace para una posible invasión. La idea de una expulsión total y definitiva de la población nativa árabe se empieza a debatir en la calle y en las cortes, con valedores y detractores por igual.
Los nobles que controlaban estos territorios se oponían a la expulsión de los moriscos que trabajaban sus tierras. Las hábiles manos de estos campesinos se defendían de su expulsión más con la azada y el legón que con la espada y el arcabuz. Habían sido los arquitectos creadores de aquellos paisajes agroforestales, moldeando tierras que las culturas que los precedieron habían considerado demasiado hostiles para su aprovechamiento agrario. Estaban profundamente conectados con aquellos valles tras haberlos cultivado durante siglos. Expulsarlos suponía degradar su valor productivo.
Finalmente, la política se impone a la cordura de la tierra. El 4 de agosto de 1609, Felipe III decreta la expulsión de la población nativa musulmana. Los comisarios enviados por el rey les informaban de que disponían de solo tres días para dejar sus casas y embarcar hacia el Magreb. Tres días para despedirse de la tierra que era suya por el derecho que confiere el esfuerzo y el trabajo de generaciones. Tres días para marchar de los valles que sus antepasados convirtieron en jardín y despensa para su pueblo.
Según se recoge en el libro Secrets d’Espadà, [1] de Òscar Pérez, una tercera parte de la población valenciana, unas 118.000 personas, fueron expulsadas. El autor estima que, de estos, unos 19.000 vivían en la sierra de Espadán, con lo que sus pueblos y paisajes quedaron abandonados y desolados. El mapa «Los moriscos del reino de Valencia en 1609» ilustra la gravedad de aquella tragedia.
Como cuenta Òscar Pérez, fue despacio y con mucho esfuerzo como estas zonas se fueron poblando con familias cristianas llegadas de varios territorios peninsulares. Nuevos habitantes que se asentaron sobre una base musulmana de siglos que perduraría en la agricultura, la gastronomía, el vocabulario, etc.
El campesinado andalusí de la sierra de Espadán
Esta cadena montañosa, situada en el sur de las comarcas castellonenses, se extiende desde el litoral hasta los inicios de la meseta turolense, formando un gran número de valles escarpados, separados por crestas de rodeno y molas calcáreas. Tierra de fuentes, bosques y cultivos.
La sierra de Espadán y la sierra de Bèrnia (Alicante) fueron los dos territorios que preocupaban más a los gobernantes cristianos. Ambas habían sido esculpidas y cultivadas por la población árabe durante siglos y estaban muy cerca de la costa. Por este motivo, Felipe II encomendó al ingeniero Giovanni Battista Antonelli un estudio de los dos territorios. Òscar Pérez analiza en su libro este informe desde un punto de vista agroecológico; podemos destacar algunos aspectos.
Los pobladores de la sierra se describen como un pueblo puramente campesino, labradores y labradoras que sobrevivían cultivando la tierra.
En primer lugar, en la sierra de Espadán se contabilizaron 2995 casas o núcleos familiares musulmanes, agrupados en varias poblaciones. Este número contrasta con los 4000 núcleos familiares cristianos que se censan rodeando la sierra, hasta los confines del reino de València. Por lo tanto, los angostos y empinados valles, mediante la ordenación territorial y las técnicas de cultivo árabes, sostenían tan solo a 1005 familias menos que las grandes llanuras que la rodeaban, más fértiles y propicias para la agricultura. Los pobladores de la sierra se describen como un pueblo puramente campesino, labradores y labradoras que sobrevivían cultivando la tierra.
Según el informe, en el paisaje espadánico se cultivaba «maíz, mijo, higos, uva, algunas olivas, miel, algarrobas y tanta fruta que basta para su subsistencia, y alfalfa…» y pacían en él principalmente cabras.
Por otro lado, se describen numerosas acequias kilométricas que recogen el agua de sus respectivas fuentes para transportarla entre varios pueblos, moviendo a su paso múltiples molinos. Muchas de ellas han continuado dando servicio hasta la actualidad.
Los sistemas de irrigación fragmentaban el agua de las fuentes y la distribuían por lugares por donde antes no corría si no llovía. Los bancales ganados a la empinada montaña con muros de mampostería multiplicaban la tierra fértil y cultivable, tanto en regadío como en secano. Ambos elementos, combinados, incrementaron exponencialmente el aprovechamiento agrícola de la sierra de Espadán y constituirán la base del rico mosaico agroforestal que caracteriza su paisaje que, construido y cuidado por los árabes, sustentó a la mayoría de la población espadánica hasta hace cinco décadas, cuando empezó el abandono de la agricultura de montaña en pro de la citricultura y la industria, ubicadas en las planicies litorales.
La herencia agrícola árabe
El rico mosaico paisajístico de la sierra de Espadán ha propiciado que tradicionalmente se hayan cultivado, e incluso originado, un gran número de variedades locales de frutales y hortalizas. En Connecta Natura hemos identificado 64 de estas variedades frutales, a saber: 6 variedades de ciruelo, 7 de albaricoquero, 7 de higuera, 8 de melocotonero, 9 de manzana, 10 de peral y 17 de cerezo. También hemos empezado a localizar variedades de uva y granadas.
Según las entrevistas desarrolladas durante las prospecciones, la mayoría de estas variedades ya se cultivaban en la sierra antes del siglo xx; algunas de ellas se originaron en sus tierras y otras llegaron durante la primera mitad del siglo xx, fruto del intercambio con el campesinado de otros territorios. Esta riqueza varietal está muy vinculada con la herencia árabe.
A pesar de que la sierra de Espadán no es la región de origen de ninguna de las especies mencionadas, que llegaron por el Mediterráneo de la mano de fenicios, griegos, romanos y árabes, estas se cultivaron aquí y se adaptaron y, con el tiempo, se fueron diversificando hasta originar nuevos ecotipos y nuevas variedades.
El proyecto divulgativo Artanapèdia ha identificado 21 variedades de algarrobas de la sierra de Artana. Este cultivo, fundamental para la agricultura tradicional como alimento básico de los equinos empleados para trabajar en el campo, habría sido introducido en la península por los árabes, según un estudio de 2004. [2]
La llegada a la península de los pueblos del norte de África vino acompañada por la introducción de un gran número de cultivos, conocimientos, técnicas e ingenios agrícolas e hidráulicos que estos habían ido recogiendo de diferentes culturas y refinando en sus centros de estudio. Un ejemplo de esta riqueza lo encontramos en El libro de agricultura de Al Awan, extenso tratado que recoge y divulga el conocimiento agrícola andalusí. La combinación de estos conocimientos con las condiciones del paisaje levantino supuso una revolución agrícola y cultural que cambió el territorio y que llega hasta la actualidad. Este bagaje dio a los campesinos andalusíes la habilidad para incorporar y adaptar nuevos cultivos en el territorio y, a la inversa, generar condiciones de cultivo adecuadas donde antes no existían, creando un mosaico de espacios agrícolas con múltiples condiciones de suelo y clima que favorecieron la diversidad.
Una de las artes agrícolas estudiadas y perfeccionadas por los andalusíes que ha influido más en la riqueza varietal frutal, tanto espadánica como mundial, ha sido el injerto. Esta técnica de reproducción asexual favoreció la dispersión de variedades de otros territorios, su adaptación a las condiciones locales y la multiplicación y expansión de las nuevas variedades que se originaban en la sierra.
Variedades locales
Cuando hablamos de variedades locales, nos referimos a variedades de cultivo, tanto frutales como hortícolas, que han sido cultivadas, adaptadas y conservadas en un territorio por sus habitantes, generación tras generación, acompañadas de un legado cultural asociado, agronómico, gastronómico y folclórico.
La mayoría de las variedades identificadas en la sierra de Espadán se han recogido en un catálogo que podéis consultar en la web de Connecta Natura y que está vinculado a un proyecto de multiplicación y distribución de estas variedades, para fomentar su cultivo y su conservación. Algunas de ellas se han citado en otras zonas del levante y la península, pues históricamente ha habido mucho intercambio y movilidad entre familias campesinas de territorios próximos.
El Mediterráneo, un tejido que nos hermana
En 1609 expulsaron a los andalusíes musulmanes del levante, pero su cultura dejó una huella profunda hasta los huesos de esta tierra y quienes la habitan. Al amar y habitar un paisaje tantos siglos, se genera un intercambio inevitable. Una parte del alma del paisaje se amalgama con la de sus pobladores y pasa, de forma sutil y profunda, a su descendencia. Una parte igual del alma del pueblo, y de cada uno de sus individuos, queda aferrada, por siempre jamás, a la esencia de este paisaje. Quienes poblaron después los territorios musulmanes cuidaron y amaron aquellas tierras, su alma y la del paisaje se confundieron y se mezclaron generación tras generación. Y, por lo tanto, en el proceso, parte del alma de ese pueblo andalusí pasó a formar parte del alma de los nuevos pobladores; y así, sutilmente, a sus descendientes, hasta llegar a nosotros.
Quizás este es el motivo de mi aprecio instintivo por todo aquello que resuena a árabe, de mi tierra y de mi historia. El origen de un anhelo de identificarme con esta cultura y sus costumbres, de mantener vivo el recuerdo de su herencia en esta tierra.
En un contexto de desertificación, cuando el decrecimiento se hace imprescindible, resulta más lógico buscar las respuestas en los territorios y las culturas más próximas al desierto.
El pasado, el presente y el futuro de los paisajes agrícolas del este y el sur de la península Ibérica tiene más que ver con el norte de África que con el centro y norte de Europa. Sin embargo, continuamos mirando hacia las regiones del norte para encontrar ejemplos de sostenibilidad. En un contexto de desertificación, cuando el decrecimiento se hace imprescindible, resulta más lógico buscar las respuestas en los territorios y las culturas más próximas al desierto, desde donde vino la innovación que revolucionó la agricultura y el paisaje de nuestras tierras hace siglos.
El primer paso debería ser un acto de agradecimiento, tanto individual como colectivo, y una reconciliación con la profunda deuda histórica de nuestro territorio con los pueblos norteafricanos, pasados y actuales. Dejar de percibir el Mediterráneo como una frontera para comprenderlo como un tejido que nos hermana.
Pau Agost Andreu
Connecta Natura
[1] Pérez Silvestre, O. (2023), Secrets d’Espadà. Divulgacions i una coda. Ajuntament de Castelló de la Plana.
[2] Ramón-Laca L. y Mabberly D. J. (2004). The ecological status of the carob-tree (Ceratonia siliqua, Leguminosae) in the Mediterranean, Botanical Journal of the Linnean Society, 144(4), 431-436.