Entrevista a Isidro García Cigüenza, maestro rural
Gustavo Duch
Que un maestro rural hable de cerrar las escuelas, de eliminar los planes educativos y ‘secuestrar’ al alumnado nos puede generar rechazo, pero ¿por qué lo dice? ¿Qué atesora este medio maestro medio campesino de su larga experiencia?
Isidro en su casa en la Serranía de Ronda. Foto: Revista SABC
Llegar al pueblo donde habitan Isidro y su mujer, la ceramista María Guillén, ya es un adelanto, una metáfora, de lo que él nos va a contar a partir de su trayectoria de maestro rural. Agua (vida) y alcornoques (sabiduría), dominados por unas montañas (fuerza), son las señas de identidad de la Serranía de Ronda (Málaga) donde, ya jubilado, sigue disfrutando no tanto de enseñar, sino sobre todo de aprender. Porque así fue desde su primer empleo cuando, originario de la Rioja burgalesa, fue destinado a una aldea cerca de Lekeitio, el corazón de Euskadi, en tiempos donde aún tuvo que jurar los principios del movimiento fascista.
Mi forma de entender la escuela realmente nace de la necesidad de no ser un colonizador.
«Llegué a un colegio público donde gran parte del profesorado era colonizador, o sea, iban allí a colonizar. Pero como yo al principio necesitaba intérpretes para trabajar con los niños, pues en sus baserris no se hablaba castellano, empecé a relacionarme con los mayores que ya conocían a través de la televisión el castellano, y los papeles se intercambiaron. El primero que aprendí fui yo, y no solamente el idioma, también las costumbres, las relaciones, todo el sistema etnográfico que funcionaba allí. Además, fue muy curioso, porque al cabo de un año y medio aparece allí mi madre trayendo oficios de costura y otros oficios profesionales y luego aparece María trayendo la cerámica, con lo cual, la escuela, abierta a todas horas para pequeños y mayores, se convirtió en el núcleo de toda la comunidad. Mi forma de entender la escuela realmente nace de la necesidad de no ser un colonizador, de saber que eres el último mono que ha llegado y necesitas aprender todo de todos y para eso los mejores maisuak (maestros en euskera) son los niños».
De hecho, como observaremos durante toda la conversación, Isidro, más que hablar de educar, enseñar, instruir o formar, defiende el término aprendizaje, «como una actitud ante la vida y ante las cosas y ante los muchachos de moverse para aprender juntos».
Para mí, ser buen maestro consiste en aprender con el otro.
Su socia, la burra Molinera
Encontrarnos con él en su casa y sentarnos tranquilamente en el jardín a tomar un café es una cosa rara. Con su burra Molinera, Isidro está siempre recorriendo las tierras andaluzas, donde ha vivido gran parte de su vida, a la búsqueda de nuevos aprendizajes que le puedan inspirar propuestas o proyectos. Con entusiasmo y en plural, porque incluye a Molinera, nos cuenta de la iniciativa a la que estos últimos años están dedicando más energía: dar a conocer la Ruta Romántica como potencial turístico para la zona, «porque los viajeros románticos eran precisamente extranjeros en su mayoría que vinieron en el siglo xix y descubrieron todo esto», pero también «para engatusar al profesorado y que me dejen sacar a los niños de los edificios y llevárnoslos a caminar. Es como un secuestro de los niños aunque, como les digo a ellos, vamos a volver sabiendo que ustedes saben más que yo y que ustedes me han dado la lección a mí».
«Para mí, ser buen maestro consiste en aprender con el otro. Ya sé que hay quien dice que educar es amar. O que hay que educar para la felicidad. Yo digo que no, que esas cosas no se tocan. Es afuera, con otros, donde ellos maman y desarrollan su capacidad intelectual, su capacidad memorística. La capacidad de ir más allá está en el entorno. Ahí es donde está el secreto, da igual que interactúen con un carpintero, los alcornoques o un bibliotecario, da igual que sea en el mundo rural o en el mundo urbano…».
Los planes educativos
Al aludir a lo rural y lo urbano, la pregunta siguiente nace sola. Si, tal como dice, los aprendizajes están fuera de las aulas, ¿necesitamos, entonces, planes educativos diferentes entre la escuela rural y la escuela urbana? A lo que contesta, descolocándonos otra vez, que lo que no tienen que existir son los planes educativos.
«Es que eso es absurdo, estamos dando por bueno un sistema que no solamente es obsoleto y fracasado, es que es una puñetera copia de la enseñanza monacal. Cogemos a los niños de la calle, que es el infierno, y los metemos en un aula, que es el cielo. Los educamos, les reeducamos, les amaestramos. ¿A quién se le ocurre que a los niños hay que traerles el pienso hasta el pesebre y que no se muevan? Se les da de comer saberes en formato de libro, en formato de tutorial de internet, en el formato de profesor magistral, en formato de museo… cuando el aprendizaje lo que requiere es una actitud expectante y activa en pro del saber, de la experiencia que pretendemos».
Las cosas se aprenden a medida que te acercas a ellas. Para reafirmar esta idea, también hace un paralelismo con la tierra. «Si vamos a un campo de garbanzos, descubrimos no solo cómo es la planta de los garbanzos, sino también cómo hay que plantarlos, saber esperar, tener paciencia, observar el cielo y, quizás, cagarte en la madre que parió al que te vendió los garbanzos tratados y por eso no nacen. Todo esto se puede aprender de esa humilde plantita».
Fragmento del cuaderno n.º 72 «Mi abuela», por 4.º y 5.º curso Gaucín (Málaga)
Fragmento del cuaderno n.º 71 «Ruta alrededor del Hacho». Gaucín (Málaga), 2023
Dice que ha fracasado
Isidro es claro y contundente cuando revisa su vida y su dedicación al aprendizaje. «No me pesa reconocer que, con todas las circunstancias que nos rodean, he fracasado. Llegué con toda la impronta de las renovaciones pedagógicas que querían cambiar el mundo y, después de 40 años, he fracasado en mis sueños de crear una sociedad asamblearia, de crear una sociedad cooperativa, de promocionar la cultura por sí misma, véase la lectura, una música determinada, el folclore popular o la potenciación del teatro popular o los juegos callejeros. Pero soy un fracasado. Ningún niño juega ya en la calle. Ningún niño canta. La gente mayor ya no me canta fandangos. Tengo la sensación, real y auténtica, de que mi sistema pedagógico como sistema ha fallado».
Interrumpe la conversación un vecino que, desde la calle, le grita algo en referencia a unas matas de vid, mientras señala como otro vecino está sacando la corcha del alcornoque que tienen presidiendo el huerto. «En los pueblos lo único que permanece vivo es la vecindad. Nuestra casa está abierta y entran vecinos a por las bellotas, otro a por las algarrobas, y siempre que vienen se van habiéndome dejado hecha una tarea en el huerto. Es una lección muy poderosa que nos entrega la gente mayor. Como aquel día que venía yo de la escuela y le pregunto a mi mujer quién había preparado todo el huerto y, burlándose, me dice: “ay, Isidro, es que te pareces a san Isidro labrador, que sus tareas se las hacían los ángeles”».
«¿No es observando este tipo de realidades como se aprende lo más valioso? Pues curiosamente no es hasta que me compré la burra, hace 15 o 16 años, que llegué a conectar con el alma más sencilla de la gente del pueblo. Hasta entonces era don Isidro».
El entorno
Para él es evidente que ese ‘fracaso’, en el fondo, no es ajeno a un entorno mucho más poderoso que sus pequeños actos. «No solo me ha derrotado la sociedad —puntualiza— también me ha derrotado el propio sistema educativo que se sostiene a partir de un supuesto estatus de superioridad, una profesión que nos hace creernos importantes. Y si bien yo me he aplicado al máximo en hacerlo lo mejor posible, he analizado los procedimientos educativos, las tendencias, las metodologías, los instrumentos…, he puesto en marcha prácticas y herramientas diferentes para que el aprendizaje sea entusiasta, cordial, afectivo, he descubierto que no es suficiente». Cuenta como ejemplo y con algo de amargura, que el otro día andaba con la burra y le paró un antiguo alumno que conducía un 4x4 lujoso y le dijo retándolo: «¡Estudia!, me decías, ¡pues, mira, trabajando en la costa, en la construcción, yo gano 4000 al mes y tú no llegas a los 2000!».
Me ha derrotado el propio sistema educativo.
Para Isidro, a todas esas dificultades del entorno se le suma que muchos maestros en los pueblos duran un año o dos. «Vienen de ciudad, sin conocimientos útiles para el mundo rural, pero es que encima no quieren aprender. Es significativo que dejen el coche aparcado mirando hacia la salida, como con ganas de acabar la jornada y volver a la ciudad. Observo muy poco interés. Por ejemplo, cuando me ofrezco a ellos para organizar salidas, resulta que ellos se ponen al final del todo jugando con sus móviles, sin enterarse de por dónde pasamos, sin integrarse, sin participar».
Admite que esta realidad también tiene que ver con el sistema de contratación pública y se muestra contrario a la contratación por parte de ministerios e instituciones del profesorado para el mundo rural. «Tenemos que volver al sistema de la República, en el que los Consejos Escolares de los pueblos, igual que los protestantes en los países anglosajones, contrataban a sus maestros, ponían sus condiciones y, sobre todo, el pueblo asumía su obligación de mantener a los maestros, de ofrecerles vivienda y de favorecerles recursos para las prácticas educativas». Cuenta que todas esas responsabilidades iban acompañadas de un reconocimiento y respeto a una profesión clave, pues al final todo el pueblo participaba en la transmisión de valores. «Pero desde que el Estado se hizo cargo de todo esto, ha quedado un funcionariado que se pasa el día pensando en las oposiciones, en rellenar papeles, en agasajar a los inspectores, sin tiempo para cuestionar nada más».
Para completar su análisis crítico y un tanto cascarrabias, Isidro comenta el rol que juegan los padres y las madres cuando los maestros toman iniciativas andariegas como las que él defiende. «Todo el rato lo comparan con la educación de los sobrinos o amigos que tienen en la ciudad o en la costa y protestan porque mientras allí ya han dado el libro entero y aquí andan callejeando todo el día. Quieren ver a sus hijos sentaditos, callados y llenando cuadernos con muchas cuentas».
Isidro y María en el taller de cerámica de María. Foto: Revista SABC
Cerremos las escuelas
Una de las paredes del jardín está llena de azulejos, cada uno de ellos representa un juego popular. Algunos, poca gente, los recuerda ya. María elabora estas cerámicas con el asesoramiento de Isidro y, según él, aún quedan muchos por añadir. Isidro también dedica mucho tiempo a investigar y documentar las tradiciones populares y los oficios de la zona.
Isidro constata que hay muchas corrientes pedagógicas con propuestas disruptoras, pero a su entender todas trabajan bajo el edificio de las escuelas, salvo algunos días que salen al campo, a un huerto, de excursión…, pero nadie tiene el valor de un planteamiento más radical. «Nadie dice basta. Nadie dice que hay que cerrar las escuelas como edificios. Es comprensible que los profesionales jóvenes no defiendan este planteamiento porque tienen miedo a perder su trabajo. Pero, con la realidad que viven los niños hoy día, siempre rodeados de tecnología, creo que la Pedagogía Andariega, educar fuera de las escuelas, es más necesaria que nunca. Son edades en que es fundamental potenciar los cinco sentidos y sobre todo el caminar a la búsqueda de saberes, experiencias y vivencias próximas, que son las que más enseñan y más nos interesan». Y, señalándose las piernas, entre risas, subraya: «que para eso tenemos estas hermosas piernas».
Para Isidro, caminar deja espacio a la mente para desarrollar ideas, estimula la psicomotricidad y también nos hace más sensibles en el plano afectivo. «Caminando siempre observo compañerismo entre el alumnado, no he visto nunca ninguna situación de violencia cuando caminamos. En la Institución Libre de Enseñanza ya defendían la necesidad de salir a buscar la información fuera porque fuera está la vida y fuera está el saber y el conocimiento».
Su provocación va más allá, para él la primera aula que habría que cerrar dentro de la escuela es la biblioteca. «Creo no hay nada más inculto que la cultura ajena. Cuando eres una niña, un niño, necesitas identificarte contigo misma a través de tu propio cuerpo, de tu propia inteligencia. Entonces, más que leer a otros, tenemos que aprender a contar o escribir nuestras propias experiencias, nuestros sentimientos. Os invito a que visitéis las bibliotecas escolares. No hay ninguna estantería con libros que recojan lo escrito por el propio alumnado. Creo que es esto lo que tenemos que potenciar. Y cuando yo o alguien lee sus textos, ellos sienten una emoción, se sienten importantes». Además de la escritura, señala que hay muchas opciones para promover esa necesidad de expresión íntima, como la pintura, la música, el teatro, el baile… «Pero tenemos que favorecer que los niños hablen y, sobre todo, que escriban. Escribo, luego existo».