Ángel Calle Collado
En estos meses, la propuesta de Ley de Restauración de la Naturaleza que se debate en la Comisión Europea está trayendo de nuevo a las mesas el debate de la renaturalización o, como se conoce en inglés, rewilding. ¿Cómo se analiza este concepto desde la agroecología?
La conversación agroganadera con la naturaleza
Resilvestrar, renaturalizar: rewilding. Tres conceptos en uno, donde sobrevuela la idea de «no intervenir» en un entorno ambiental, o donde se sugiere la capacidad del ser humano de hacer florecer una naturaleza prístina. Pero ¿es posible o deseable devolver a un estado «salvaje» un territorio?, ¿qué efectos directos puede tener esta propuesta en términos de apuestas agroecológicas? La investigadora Elisa Oteros nos introducía en estas cuestiones en el número 35 de esta revista. La preocupación lógica por la biodiversidad vuelve, pero también planteamientos conservacionistas que, a nuestro juicio, pueden sembrar aún más incendios.
La ganadería extensiva puede ser un excelente sumidero de carbono. Fotos: David Guillén
Efectivamente, «abandonar» humanamente ecosistemas produce un aumento de complejidades ecológicas. Abre la posibilidad de que vuelvan especies necesarias que, a su vez, estimulen la biodiversidad salvaje. Hay ejemplos claros que apuntan a ello en los parques naturales. Pero la realidad nos dice que apenas un 3 % del territorio planetario no ha sido perturbado de forma directa por la especie humana. Hace 12 000 años iniciamos un diálogo entre agricultura y naturaleza mediado por la domesticación animal. Somos, sostenemos cuerpos y construimos lazos merced a esa conversación que, sin embargo, una civilización petrolera ha puesto a arder, literalmente. Buena parte de las vías, los asentamientos, la gastronomía o incluso las expresiones culturales de nuestros territorios se han ido cimentando bajo siglos de dinámicas ganaderas trashumantes. Los manejos agroganaderos han sido, hasta hace bien poco para la historia del Homo sapiens, reproducibles y han servido para reproducir bienes básicos, bienes fondo (agua, fertilidad, biodiversidad, suelos vivos) imprescindibles para la supervivencia de una especie en expansión. En demasiada expansión quizás. Apenas unos cientos de años de economía capitalista, aderezados en el último siglo con una revolución verde y un poquito de mundialización financiera, han bastado para llevarnos a un colapso también existencial y de pensamiento de alternativas.
Hace 12 000 años iniciamos un diálogo entre agricultura y naturaleza mediado por la domesticación animal.
La especie humana, dentro o fuera
La acción de nuestra especie se ha fundamentado durante miles de años en la siembra de aguas en campos, en la integración de agricultura y ganadería, en la expansión de una genética y unas lenguas que la han acompañado, tal y como recoge el libro La memoria biocultural, de Víctor Toledo y Narciso Barrera-Bassols; y ha sido para nuestro beneficio, aunque en su devenir haya cimentado una idea de dominación naturaleza-mujer por parte del hombre, como critica el ecofeminismo. Eso no impide constatar que incluso ecosistemas altamente diversos y complejos como la Amazonía pueden considerarse «plantados por jardineros agroforestales», como describe el agroecólogo Omar Felipe Giraldo en su libro Multitudes agroecológicas. Tales bosques y selvas, como los conocemos hoy, no existían antes que esas culturalezas, esos seres humanos que trabajaban para su supervivencia y desde la reposición de fertilidades, manteniendo las relaciones entre la biodiversidad no domesticada y la cultivada. Ocho millones de personas formaban parte de esa expansión de lenguas y biodiversidades antes de la llegada de la colonización española y portuguesa.
Infelizmente, cuando en la civilización occidental pensamos en la Amazonía, mayoritariamente lo hacemos en clave de un territorio sin gente, sin historias humanas pisando y cultivando su suelo. Y aquí es donde, a mi entender, lejos de florecer una sociedad más conectada con los ciclos de materiales, de agua o de transformación de materia orgánica y energía, el concepto de renaturalización (o determinadas visiones de esta) puede dar lugar a mayores insostenibilidades agroalimentarias. Algunas de ellas trufadas con elementos colonialistas propios del tecnosolucionismo o de quien no vive en territorios destinados al sacrificio y trata de defender su «modo de vida». Aquí pueden aparecer planteamientos donde la biodiversidad y la relación humano-animal se reducen a ciertas especies de gran tamaño que consideramos cercanas, como algunos mamíferos. Aquí pueden comenzar las propuestas en favor de intervenciones de laboratorio en todo el planeta para producir proteína. Las multinacionales agroquímicas se frotan las manos. Aparte de un naufragio colectivo, sin duda poco se beneficiarán quienes más sufren hambrunas o las consecuencias del vuelco climático.
«No hay transgénico ni tecnología concentrada que sea socialista, especialmente para el mundo campesino y para las clases más pobres», nos recordaba el agroecólogo cubano Fernando Funes en su libro Transgénicos. ¿Qué se gana? ¿Qué se pierde?. Si los argumentos no se acompañan, si no se contextualizan, podríamos caer en un claro colonialismo elitista-urbano para clases pudientes: salven mi mundo y mis formas de consumismo, da igual que las nuevas cuentas metabólicas apunten a que el resto se tiene que morir, o que muchos territorios tengan que ser nuevamente sacrificados.
La Ganadería, dentro o fuera
En medio de dicho colapso, difícilmente pueden «abandonarse» territorios. Estaremos interviniendo en ellos por acción o por omisión con respecto a medidas que introduzcan una descarbonización acelerada de nuestras economías capitalistas. Entre ellas, sin duda, la Ganadería (con mayúsculas) que, como demuestran investigaciones como las de Gerardo Moreno (plasmadas en el número 39 de esta revista), a poco que observemos la regulación de dehesas y bosques en territorios mediterráneos, es un sumidero de CO₂. Otra cosa es llamar ganadería a la producción intensiva de proteína animal en granjas industriales que, efectivamente, es una productora neta de gases de efecto invernadero.
La historia de la agricultura, explicada diáfanamente por Jan Douwe Van der Ploeg, se resume en tres palabras: «estiércol, estiércol y estiércol». Estamos aquí porque hemos convivido con animales. Se trata de aprender a saber estar sin esquilmar territorios, mientras compartimos con animales, como explica la ensayista y veterinaria francesa Jocelyn Porcher, en su libro Vivir con los animales: Contra la ganadería industrial y la «liberación animal». Dicha convivencia ha sido fuente de bienestar para ambos y no el sufrimiento, el desquicio y la inviabilidad planetaria que ha traído la mal llamada «ganadería industrial», un sinsentido metabólico y un auténtico desprecio a la vida, como argumenta el sector animalista. Pero nos es imposible entender la agricultura, la alimentación, nuestros paisajes y nuestras dinámicas nutricionales sin la presencia fundante de los animales en nuestros sistemas agroalimentarios.
Determinadas propuestas impulsadas a partir del debate de la renaturalización merecen ser trabajadas.
Lo que sí resulta pertinente, en línea con las premisas próximas a la renaturalización o desde perspectivas animalistas, es parar la degradación creciente de la biodiversidad planetaria, la espiral de voracidad metabólica, la expoliación territorial y el maltrato generalizado que encierra una dieta rica en carne estabulada. Al consumir proteína de otros países (cárnica o vegetal), o incluso de proximidad si supera la capacidad de carga de nuestras biorregiones, estamos trasladando nuestras huellas ecológica e hídrica y nuestra depredación hacia otros territorios. Imponiendo, colonizando, erosionando. Ciertamente, no es posible mantener unas estadísticas que hablan de un consumo procedente de macrogranjas de carne de cerdo y de aves de corral próximo al 95 % y una importación creciente de toneladas de soja para diversos destinos (cárnico, pero también vegano) que llega a los 6 millones de toneladas para el caso de España. Solo desde un enfoque integral que aborde los distintos sectores agroganaderos y la dieta será viable el objetivo de un sistema alimentario sostenible.
Asimismo, determinadas propuestas impulsadas a partir del debate de la renaturalización merecen ser trabajadas, pero sin asumir que en los territorios no hay gentes, o que son voces incomprensibles que pueden obviarse, o sin reflexionar que las apuestas tecnosolucionistas las carga Monsanto. Ahí está por ejemplo la idea de impulsar corredores conectados donde se retorne a una ganadería extensiva, con una capacidad de carga adecuada y para un manejo agroecológico de los agroecosistemas. Corredores que, a su vez, refuercen la llegada natural de especies, el dejar estar (de forma industrial) para retomar diálogos agroecológicos que impulsen la biodiversidad. Pero siempre que se mantengan las tres claves primordiales de una agroecología transformadora, las 3 C que nos hablan de cuidados de personas y lazos, de cierre de ciclos (agua, materia orgánica, energía endógena) en un ecosistema dado, y del impulso del contagio cooperativo como herramienta básica para un decrecimiento con justicia.
Bien por todo debate. Mejor aún si evitamos simplificaciones y colonialismos que hagan el juego a las industrias agroalimentarias globalizantes y a los grandes procesos de expoliación material y cultural que padece el sur global, que imposibilitan la emergencia de mundos rurales vivos y fértiles.