Elisa OTEROS-ROZAS
Manifestación contra la despoblación en Madrid, marzo de 2019. Foto: Irene Díez Miguel
El pasado 6 de mayo, la Plataforma Intergubernamental de Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), una organización hermana del Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC), auspiciada por Naciones Unidas, publicó su Evaluación Global, en la que han participado 150 personas expertas de todo el mundo. Las conclusiones no son nuevas en su contenido, pero sí muy desalentadoras. Tres pinceladas: el 75 % de la superficie del planeta está alterada por la actividad humana; desde 1990 la abundancia media de especies nativas en la mayor parte de biomasa terrestre ha descendido al menos un 20 %, afectando potencialmente a los procesos ecológicos; y, de media, un 25 % de las especies evaluadas en animales y plantas —en torno a 1 millón— está en peligro de extinción en las próximas décadas, a menos que tomemos medidas rápidas para frenar la pérdida de biodiversidad.
Los cambios en los usos del suelo y de los mares y océanos por la sobrexplotación agraria y pesquera, el cambio climático, la contaminación y la invasión por especies exóticas son los principales motores de esta deriva. Tras ellos, subyacen cambios sociales, como los patrones de producción y consumo, las dinámicas poblacionales, el comercio, las innovaciones tecnológicas y la gobernanza a todas las escalas. En los movimientos sociales ecologistas, ecofeministas y por la soberanía alimentaria lo sabemos bien y por eso luchamos diariamente desde los campos hasta nuestros platos, pasando por queserías, obradores y mercados, entre otros espacios, para que las personas productoras y consumidoras podamos decidir sobre nuestros sistemas alimentarios y estos se reacoplen a los territorios y las culturas que los sustentan.
Restaurar los ecosistemas a su estado original
Frente a la urgencia de medidas para frenar y revertir la pérdida de biodiversidad, desde el ámbito científico de la biología de la conservación, surge la propuesta de resilvestrar (más conocida por su término en inglés como rewilding). Su objetivo es la restauración de estados y procesos ecológicos cercanos a los «originales» (entendidos como previos a la actividad humana) a través de «las tres C»: (1) núcleos silvestres (áreas Centrales), (2) debidamente Conectados entre sí y (3) en los que se protegería o reintroducirían Carnívoros y otras especies clave para el funcionamiento supuestamente prístino y autorregulado de los ecosistemas. Según un artículo científico publicado recientemente en Science, se trata de liberar a los ecosistemas de la presión humana y dejar que la naturaleza se cuide a sí misma.
Entre los argumentos de quienes defienden este paradigma (fundamentalmente personas de la academia y el conservacionismo), hay cuatro que se repiten con frecuencia:
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- En primer lugar, si dejamos que los ecosistemas evolucionen solos (sucesión ecológica), estos tienden, en el caso de ecosistemas terrestres, a matorralizarse y luego reforestarse, y en el caso de ecosistemas fluviales o costeros, a restaurar la vegetación, esto es, aumentar la complejidad ecológica.
- Derivado de lo anterior, mejoraría el funcionamiento de los ecosistemas y, por tanto, su capacidad de hacer frente a perturbaciones como las inundaciones o las riadas.
- Además, atraerían «nuevas» especies, o sea, se recuperaría biodiversidad al restablecerse equilibrios dinámicos entre ellas.
- Por último, en el caso de ecosistemas terrestres, al almacenarse más carbono en las plantas (y en algunos suelos) se podría contribuir a mitigar el cambio climático.
Al preguntarles por el papel de las poblaciones humanas en este cuadro, quienes defienden este paradigma reconocen que siempre debe hacerse con la participación de la población local y que puede generar muchos beneficios económicos por el turismo de naturaleza. De dónde vienen los bocatas de los turistas o la comida de esas poblaciones locales no es algo que suelan comentar quienes defienden esta propuesta. Pero cuando se les pregunta, suelen argumentar a favor de ese otro concepto, el del «uso diferenciado de tierras» (land sparing, en inglés), en otras palabras, separar las zonas de producción de alimentos u otros usos humanos de aquellas orientadas a la conservación, frente al «uso compartido de tierras» (land sharing) o multifuncionalidad de los territorios con distintos usos intercalados en forma de mosaico.
Algunas dudas
Como bióloga y amante de la naturaleza, consciente de la importancia de la restauración de las funciones ecológicas y la detención de la pérdida de la biodiversidad, entiendo que en un mundo ideal (por ejemplo, no capitalista) algunos de los argumentos expuestos tengan cierto interés. Pero desde las miradas de la ecología política y la soberanía alimentaria, desde lo que conozco de ejemplos socialmente no muy exitosos como el de la restauración del río Guadiamar tras el vertido de Aznalcóllar y, sobre todo, desde el arraigo por nuestros paisajes culturales mediterráneos, me surgen grandes dudas sobre esto de resilvestrar.
En primer lugar, es importante recordar que los agroecosistemas, es decir, los ecosistemas modificados y gestionados por los seres humanos con el objetivo de obtener alimentos, fibras u otros materiales de origen biótico, ocupan un 38 % de la superficie terrestre libre de hielo en el mundo, un 45 % de la europea y entre un 47 % y un 60 % en el Estado español. Las funciones ecológicas de estos ecosistemas están ampliamente descritas en la literatura científica: hábitat para especies, absorción de CO2, reducción del riesgo y de la extensión de incendios o regulación de los ciclos biogeoquímicos…, además de, evidentemente, la producción de alimento. Por desgracia, en este momento la globalización del sistema alimentario ha llevado a queestos sistemas se estén gestionando, cada vez más, con prácticas que merman esa funcionalidad ecológica; pero bien sabemos a estas alturas (y así lo refrenda IPBES) que ese es un problema político.
En segundo lugar, hay investigaciones en ecosistemas mediterráneos —pero no solo en ellos— que han demostrado la hipótesis de la perturbación intermedia, que explica cómo la mayor biodiversidad se da en contextos bajo determinadas perturbaciones. Así que lo que sabemos por ahora es que ni siquiera hay una receta única para «maximizar» la biodiversidad.
Además, la propuesta para resilvestrar tampoco menciona la pérdida de agrobiodiversidad asociada: globalmente, en 2016, 559 de las 6190 razas ganaderas se han extinguido y otras 1000 están amenazadas. Esta pérdida de diversidad biocultural conlleva un riesgo serio para la seguridad y la soberanía alimentaria global y la resiliencia frente a patógenos, plagas o el cambio climático, también en palabras del grupo experto del IPBES. Lo que estamos viendo en el ámbito mediterráneo es que el abandono de la ganadería extensiva está contribuyendo al aumento de la frecuencia e intensidad de los incendios, lo cual en ocasiones tiene efectos nefastos para el funcionamiento de los ecosistemas. En algunos casos es precisamente la conectividad entre áreas más silvestres (por ejemplo, bosques), junto a la homogeneidad paisajística, la que aumenta la vulnerabilidad de las regiones frente a las perturbaciones, al contrario que en los paisajes «en mosaico».
¿Territorios vaciados de personas?
Pero, al margen de los debates académicos de tipo ecológico, hay varias preguntas clave, de corte político, que nos surgen: ¿a qué peligros se exponen los territorios si se vacían de personas que los defiendan del productivismo y el extractivismo, por desgracia, imperante? ¿Qué impactos tiene la propuesta de sistema agroalimentario que subyace al proceso de resilvestrar? Frente a las causas primeras del deterioro de la naturaleza, ¿es esta La Solución? Y, sobre todo, ¿quién decide qué y dónde conservar y quién paga las consecuencias sociales y económicas?
Lo que proponen los defensores de resilvestrar para producir alimentos es algo llamado «intensificación sostenible», un oxímoron y otro ejemplo más de la retórica del sistema. Lo que en realidad estamos viendo en la «España vaciada» es el desembarco de la ganadería industrial con todas sus caras (macroexplotaciones ganaderas, macromataderos, macrosalas de engorde…) y el retorno de la megaminería. Así que es poco creíble que dejar esos territorios para que sean hipotéticamente colonizados por otras especies diferentes del homo economicus vaya a resultar positivo para la biodiversidad. Este discurso huele demasiado a aquel que nos enseñan en las facultades de Biología sobre los transgénicos: «son buenos, pueden acabar con el hambre en el mundo», sin atender al contexto sociopolítico y económico. Y el contexto es que todas necesitamos comer y queremos decidir cómo hacerlo y que sea de la manera más ambientalmente acoplada al entorno cercano, socialmente justa y culturalmente apropiada. En la cuenca mediterránea, durante milenios, mediante la agricultura, la ganadería y la pesca, los seres humanos han generado y sostenido una de las zonas con mayor biodiversidad del mundo, así que la pregunta sería: ¿qué ser humano queremos: el economicus o el campesinus? Resilvestrar parece implicar inherentemente la concentración e intensificación de la producción agropecuaria, lo cual evidentemente incrementa los impactos por preservación y transporte de los alimentos. Se pide a las poblaciones rurales que se desplacen o limiten sus usos del territorio, seas cuales sean, para dar «soluciones» locales al cáncer global del modelo capitalista imperante. Por mucho que nos gusten y valoremos la importancia ecológica de los depredadores y los ecosistemas maduros, detener la pérdida de biodiversidad es un reto global que no se solucionará dibujando bosques prístinos en un mapa y llenándolos de osos y lobos, sino con una profunda transformación del modelo socioeconómico.
Elisa Oteros-Rozas
Colectivo FRACTAL
Cátedra de Agroecología y Sistemas Alimentarios UVic