Roxana D’Auro

Certamen de relato corto de Ecologistas en Acción

Los pueblos originarios vivían en armonía con la naturaleza, cada miembro era parte misma de ella. No abusaban de sus recursos, ni la explotaban hasta el agotamiento. Trabajaban diariamente por la conservación de ese maravilloso equilibrio, de tomar lo justo, de proteger y agradecer. De allí su relación espiritual con el entorno y la devoción por la Tierra, el Sol, los fenómenos naturales, los animales y las plantas. La cultura de estos grupos se forjaba en las selvas, en los bosques y en los montes, con la búsqueda de alimentos, en las jornadas de faena compartidas, en los secretos ancestrales transmitidos.

Clemencia González, de la comunidad "mbyá" ha luchado denodadamente para que su gente pueda seguir viviendo según sus pautas culturales. En esa lucha el pueblo guaraní rechazó la estigmatización de "indios", desarrolló un proyecto que promueve la capacitación y la ampliación del capital social preexistente en el territorio, tendiendo a la autogestión comunitaria de los bienes y también ha impulsado estrategias de gran importancia para la recuperación de sus costumbres alimenticias. En Misiones, (en la mayor parte de su territorio, el ancestral) el ecosistema ha sido modificado por la agresiva expansión del monocultivo, en especial la soja. La reducción, desaparición y contaminación de los espacios vitales de esta comunidad y por ende, la falta de los recursos naturales autóctonos aptos para sostener sus modos tradicionales de alimentación son motivo para la lucha consciente y participativa de cada uno de nosotros desde el lugar que ocupamos en la sociedad.

Este cuento está dedicado especialmente a Clemencia González modelo de diálogo intercultural respetuoso, y a los chicos de la "escuelita de la selva".


Chiro vive en Misiones.

Donde la tierra es colorada como el rubor que usan las tías viejas en los cachetes.

Donde los pájaros vuelan bien alto para llegar al arco iris y teñirse las plumas con sus colores.

Su casa está cerca de Takuapí, un monte lleno de cañas tacuara que, en las tardecitas de verano, bailan y soplan canciones.

Su abuela es una chamana muy amiga del Cacique del lugar.

Chiro la ayuda en su caminata diaria, a la mañana, cuando la hierba esta húmeda y los piecitos se le empapan con agua de rocío.

Piden permiso al Señor del Monte para entrar y hurgar entre sus secretos.

En unos canastos que su padre fabrica, van recolectando. La abuela gusta de comer el brote de la palmera pindó, o el fruto del guembé y la miel de la abeja negra jate'i. Él se encarga de buscar ka' a piky, la hierba tierna para bañar a los más pequeños.

Chiro no es un indio con pluma, arco y flecha como los manuales de la escuela muestran en sus láminas multicolores. No.

Le encantan los chizitos, las gaseosas, y cuando alguien trae pilas del pueblo, juega con sus hermanos en su jueguito electrónico.

Tiene las patitas largas de tero y unos ojos negros que saltan de su cara.

La "abu" ya no sabe cómo hacer para convencerlo de que coma lo que el monte le ofrece.

-Si me hiciera caso, m'hijito no tendría las tripas siempre gruñendo de hambre, rezonga la vieja. Pero Chiro sale corriendo con sus hermanos, masticando algún caramelo para entretenerse sin escucharla.

Un día, la abuela se adentró en el monte y chifló finito, muy finito como si se hubiese tragado un silbato, y salió de su madriguera una paca.

-¡Ay!, Paca, Paquita, le dijo -Ayúdame con este chango, mi nietito. La abu podía hablar con todos los animales del monte. Ellos la respetaban mucho, por eso la paca la escuchó y decidió ayudarla.

La paca era una excelente nadadora y esperó la oportunidad de acercarse al niño.

Chiro estaba junto al río, caminando solo, haciendo sapitos con las piedras.

-Chist, chist-, lo chistó el animalito.

Él no lo podía creer. Con sus ojos negros, grandes como escarabajos, la miró mientras se acercaba tímidamente.

-Hace calor, le dijo ella con soltura.- ¿Vamos a nadar juntos?

Con un poco de vergüenza, Chiro reconoció que no sabía hacerlo y se animó a preguntarle:

-¿Tú podrías enseñarme?

- Claro que sí, respondió la paca, sabiendo que el niño había caído en la trampa, aunque me parece que tus piernitas no tienen la suficiente fuerza para patalear y sostenerte flotando en el agua. Podrías ahogarte o ser llevado por la corriente hacia abajo, contra las piedras. Pero tengo algo mágico que te ayudará. Júrame que no le dirás a nadie mi secreto.

El niño asintió con la cabeza, temblando de emoción. Entonces la paca se deslizó hasta su madriguera y de allí sacó una mazorca de maíz.

Decepcionado, el muchacho le protestó:- ¡Pero esto es maíz!

-No es un maíz común, dijo ella solemnemente.

-Es el "avatí shishi", él se transforma en energía cuando lo comes y te dará el vigor necesario para que juegues una carrera conmigo en el río.

Chancleteando y levantando polvo rojo por el camino, Chiro volvía a su casa cuando se topó con un pecarí, un chancho del monte, que le dijo burlón:

- Tu enojo se puede oler a diez kilómetros de distancia, muchacho.

-Y tú qué sabes, le respondió Chiro, ya no tan sorprendido de que el rechoncho animal hablara.

-Hagamos una competencia, le sugirió el chanchito.

-Me vendas los ojos con un pañuelo y adivinaré cinco cosas que traigas del monte. Si no lo hago, seré la cena de tu familia.

Chiro recorrió las cercanías. Luego de un rato, acercó al hocico del puerco unas orquídeas, unos musgos, algunos cactus y hasta laurel y yerba mate.

Asombrosamente el pecarí adivinó sin errores cada uno de ellos.

-¿Cómo has hecho eso?, preguntó el muchacho.

-Podría ayudar mucho a mi abu, que ya no ve muy bien para elegir las plantas.

-El secreto está en el "avatí ava". Raspando con sus pezuñas en el barro, desenterró un maíz de granos muy oscuros, intercalados con algunos amarillos.

-Prueba con esto, es el secreto de mi don. En un mes, veremos quién gana. Te voy a estar esperando aquí. Y corrió a reunirse con los suyos.

Chiro guardó el segundo choclo en su alforja, pensando en los dones de los animales que él no poseía, cuando apareció sorpresivamente frente a él un venado.
-¡Hola!, dijo risueño. -¡Casi te tropiezas conmigo!

-Es que apareciste de la nada, rezongó el niño.

-El interior del monte es peligroso. Trato de caminar sigilosamente sin que nadie me vea, le explicó el animal. ¿Quieres que te muestre?

 

El venado se internó en el sombrío monte. Adentro, las plantas se abrazaban una junto a la otra tanto que no dejaban pasar el sol. Chiro caminaba tras de él, pero por momentos iba perdiendo su paso. El venadito parecía invisible, su color se confundía con el entorno. En el desorden de troncos caídos y ramas, saltaba con agilidad y gracia, mientras Chiro se tropezaba, enganchaba su remera y también su cabello entre los arbustos y cañaverales.

El animal se divertía con la torpeza del niño, hasta que lo vio completamente enredado entre lianas y toda la enmarañada vegetación y decidió ayudarlo.

El cervatillo le enseñó su danza. Cómo, solamente con las patas delanteras, se preparaba para dar cortos saltitos esquivando arbustos y mantenía el equilibrio doblando su cintura. Chiro trató de imitarlo, pero con mucha torpeza terminó con la nariz en el medio del barro.

-Necesitas algo que te ayude a concentrarte, que haga crecer tus huesos y dé fuerza a los músculos también, le sugirió.

Sí. El niño deseaba todo eso para poder danzar así, maravillosamente, en el monte.

El venado, empujando con su hocico, le trajo un "abatí morotí", un maíz de granos gigantes, blancos y amarillos.

Ya resignado y sin entender muy bien cómo todos los secretos podían estar en un grano de maíz, Chiro llegó a su casa. Cuando su abuela vio la alforja, se puso muy contenta y recordó unas ricas recetas que su tatarabuela hacía cuando ella era pequeña. Pisaron los granos juntos, cantando hermosas canciones. Luego, con agua del río formaron una masa bien húmeda e hicieron los bollos. Chiro los achataba hasta transformarlos en discos, y después en la olla caliente los cocinaron.

Mmmmmm... el olorcito era tan delicioso que todos los animales del bosque se acercaron. Muchos tímidos, como los pájaros, esperaban alguna miguita perdida. Pero había tres que sabían que recibirían una muy buena porción.

Ellos eran la paca, el pecarí y el venado.

Chiro comía con desesperación, pensando en cómo nadaría, correría por el medio del monte y olería todos sus aromas. Estaba feliz mientras comía porque al final, la abu tenía razón y esos bollos eran deliciosos.

Y aunque ahora, a veces, come papas fritas y palitos, sabe que es dueño de los secretos que esconden....... los granos del maíz.

Roxana D'Auro 

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