Ignacio Abella
La abuela Fulgencia se acerca como todos los días a mirar la enorme trinchera que ha partido por la mitad los mejores prados, creando una frontera infranqueable en el pueblo. Con la puntualidad del ángelus, ve pasar el AVE, ese tren de alta velocidad que vuela por raíles. Va tan rápido que tiene que sujetarse el pañuelo que lleva en el pelo. Tan rápido, que la abuela no alcanza a ver a esos ejecutivos y turistas que viajan tan rápido que tampoco pueden ver a la abuela Fulgencia. Cuanto más rápido viajan, más aumenta su distancia con la gente de a pie. Desgraciadamente, son esas pocas personas quienes deciden y edifican nuestro futuro, y lo hacen a la medida de quien, como ellas, nunca pisan la tierra. Esa clase política, funcionaria y empresarial, se ha convertido en extraterrestre, invasora de un planeta que es territorio de paso, de conquista y especulación. La forma en que los seres humanos, indígenas y nativos por naturaleza, se convierten en mutantes y parásitos, saqueadores sin escrúpulos que atentan contra el propio paisaje y la Tierra que les da asilo, es un terrible y verdadero misterio…
Fue en 1997 cuando un grupo de aborígenes Ngarinyin, Australia, viajó a Europa bajo los auspicios de la UNESCO. Trataban de demostrar su pertenencia a los territorios ancestrales que habitan desde tiempo inmemorial, para hacer frente a las compañías turísticas, ganaderas y mineras que pretenden explotar la región. Presentaron los títulos que los avalan: pinturas rupestres de miles de años de antigüedad y canciones y relatos tradicionales que las interpretan. Contaron cómo las raíces de este pueblo y su cultura están basadas en la ley Wunam que se estableció “al principio de los tiempos” y rige las relaciones entre todos los seres vivos que compartimos este mundo. En aquel tiempo remoto, los clanes acordaron asignar las tierras y los pozos de agua e instaurar un procedimiento de iniciación y transmisión, capaz de perpetuar la ley y la tradición. Pero en modo alguno asumían la propiedad, sino la pertenencia a sus respectivos territorios. “Es el ser humano el que pertenece a la Tierra” dice el proverbio africano y mientras no lo comprendamos estaremos condenados a la miseria y el sufrimiento de los más para el obsceno beneficio de los menos.
Es bajo la mirada indígena –presente también en gentes como Fulgencia- que podemos ver y sentir como una entidad viva esa tierra, ese país o paisaje que de algún modo nos comprende y contiene. Pero hoy los gobiernos son cómplices, cuando no promotores, de toda suerte de atentados contra el paisaje local y global. Son los extraterrestres que invaden la Tierra: acaparan la energía, el agua y los recursos y destruyen la belleza y la vitalidad de este planeta en el que la humanidad está cada vez más esclavizada, creando un omnipotente sistema que controla una economía ajena a los intereses de las personas y del territorio.
Un nuevo paradigma de justicia y respeto hacia la tierra se instaurará cuando entendamos que las verdaderas dignatarias son las personas humildes, las que cultivan huertos, las gentes de a pie. Que el prestigio y la respetabilidad de una persona o un grupo debe emanar de la solidaridad y la humildad en vez de en la ostentación. La hora de la dignidad humana en el más amplio sentido, ha llegado.
Ignacio Abella
Divulgador y agricultor. Asturias