Victoria CORONADO
En este artículo nos acercamos a la economía feminista y sus planteamientos, a tener muy en cuenta para construir una nueva forma de entender la agricultura y la alimentación, la economía y la vida. La soberanía alimentaria puede aprender mucho de ella en cuestiones clave como dar valor a los cuidados.
Foto: Diputación provincial de Huesca
Imaginemos tres personajes. Mario es un investigador sobre transgénicos, Candela es ama de casa y Lola, campesina. Me pregunto sobre sus días y sus semanas, qué hacen y qué no hacen.
Mario se dedica a encontrar una semilla transgénica, de donde salga una planta —con un gen extraído de una rata— capaz de segregar un líquido para acabar con un bichito, pongamos un pulgón que la hace enfermar. Cuando regresa a casa, de noche, sus hijas, tres, ya están cenadas. Su esposa las duchó después de haberles dado la cena preparada por otra mujer, que se encarga de las tareas cotidianas de la casa. Con ellos también vive la madre de Mario, a la que da un beso en la frente cada vez que llega de su jornada laboral. Ella le sonríe, porque lo agradece de veras, pero echa de menos una charla y un paseo con él y contarle que su hermano le va a regalar otro sobrino y que está preocupada por la cara de enfadado con la que siempre llega a casa después del trabajo. Lo piensa, pero no lo dice.
Mario sabe de semillas, de ratas y de otros bichos pero no sabe de cuidar a su familia en lo cotidiano. No sabría ni hacer un huevo frito, salvo la paella de los domingos. Sus amistades fuertes se quedaron en el pasado, las conversaciones y las risas con su mujer, olvidadas. Las gripes y resfriados de sus hijas quedan solucionadas por las atenciones de la abuela y la madre. Y, aunque sabe de semillas, nunca plantó ninguna. Nunca tuvo su huerto con sus verduras ni hizo pan, que para eso ya estaba el supermercado y la mujer a la que pagaba.
Candela, a diario, se pone la radio en la cocina y, entre fogones, canturrea y corta cebolla. Su marido y tres hijos llegarán en poco más de una hora. Ya hizo las camas, limpió el salón, compró lo que faltaba de comida. También había duchado ya a su padre. Mientras pone el ajo en la sartén empieza a recordar que mañana termina el plazo para entrar en ese curso de modista, a ver si le da tiempo de ir... Antes de su primera hija, cosía en casa por encargo y quería retomarlo ahora que ya estaban todos creciditos. Echa de menos aprender, a veces la casa se le cae encima y estaría bien ganar un poco de dinero, que lo que entra en casa, tampoco da para mucho.
Lola tiene una huerta. Está mirando las varias hectáreas que tiene cultivadas de maíz. Tiempo atrás, la vida de agricultora era distinta. Ya no guarda las semillas que le dan las plantas, porque su maíz es transgénico. Está preparado para matar un bichito —el taladro—, lo que no quita para tener que usar herbicidas y plaguicidas. Las semillas que le venden son de un solo uso y, cada año, vuelve a comprarlas, junto con el resto de químicos para que la cosecha sea óptima. Antes, se paró a pensar, se producía algo menos, sí, pero también tenían menos gastos, con lo que los beneficios para ella, son similares. Ahora, además, cultivando sólo maíz, ya no tomaban esos ricos tomates, calabazas y berenjenas de cuando producían un poco de todo y se intercambiaban con otras personas del pueblo, de las que cada vez ya quedan menos. A sus hijas, por ir más cerca, no les interesa la agricultura. Prefieren vivir independientes en una ciudad.
¿QUÉ VEMOS CUANDO MIRAMOS?
La idea de independencia recorre los principios económicos convencionales, pero desde nuevas y viejas miradas se mantiene que todas las personas somos interdependientes. Mario depende de los cuidados que le prestan en su hogar, Candela depende del salario que trae su marido a casa, Lola depende de las empresas a las que compra las semillas, y sus hijas, y muchos de nosotras y nosotros, de los alimentos que ella produce. Dependemos mutuamente, pero en esta sociedad en que vivimos, centrada en el mercado y el beneficio empresarial, hay quien tiene más privilegios. Esta sociedad valora más a Mario, aún cuando el trabajo que Lola y Candela realizan es fundamental para todas las personas. Gran parte de las tareas que son imprescindibles para la vida humana se realizan de manera especialmente precaria. Y, en muchos casos, las tenemos tan naturalizadas, que no siempre somos conscientes de que están ahí y de su importancia.
Desde la economía feminista, a través de la figura del iceberg, se visibilizan parte de estos trabajos que no suelen tenerse en cuenta. Se ha calculado que dos tercios de los trabajos que sostienen la vida no están remunerados, son invisibles, están infravalorados y se realizan mayoritariamente por mujeres. La punta del iceberg visible son los trabajos remunerados en el mercado, que salen a flote gracias a todo ese trabajo gratuito que lo sostiene. Sólo es posible saltar al mercado laboral cuando se tienen cubiertas necesidades fundamentales.
El grueso de estas tareas que no están en el mercado son los cuidados, que entrañan actividades como la limpieza, preparar la comida y el mantenimiento general del hogar, los cuidados afectivos y emocionales de las personas del entorno y las relacionadas con las personas dependientes.
Por personas dependientes suelen nombrarse las que están enfermas, los ancianos, los niños y las niñas. Las estadísticas del tiempo, que son las que visibilizan todo este trabajo oculto, muestran que la carga de este trabajo recae sobre las mujeres, con independencia de si trabajan en el mercado laboral o no. Las hijas de Mario o el padre de Candela reciben las atenciones de las personas de su entorno porque hay una serie de necesidades que no pueden realizar por sí mismas y que son imprescindibles para su vida.
Al sacarse a la luz el trabajo de cuidados no remunerado aparecen también los llamados dependientes sociales. Éstas son personas que, aún teniendo capacidad para responsabilizarse de cuidarse a sí mismas y al entorno, no lo hacen. La mayoría de los dependientes sociales son hombres, y son las mujeres quienes se encargan de la mayoría de estas tareas, con independencia de si trabajan también dentro del mercado laboral. Esto implica un reparto injusto del trabajo de cuidados y una sobrecarga para quien las realiza.
Los dependientes sociales pueden acceder al mercado como trabajadores champiñones. Es decir, responden casi como por arte de magia a las exigencias del mercado laboral. La flexibilidad laboral tiende a adaptarse a los intereses de las empresas y no a la vida y circunstancias de sus trabajadores y trabajadoras. De esta manera, sólo es posible plegarse a sus exigencias si hay toda una organización —del trabajo de cuidados— detrás que permita saltar al mercado según las demandas de las empresas.
DESGRANANDO EN PROFUNDIDAD
Los cuidados están tan naturalizados, los damos tan por hecho, son tan cotidianos, que para ponerlos en el lugar que se merecen en el sostenimiento de la vida humana, es necesario pararse y desgranarlos más en profundidad.
Entre las tareas afectivas están la resolución de conflictos personales, el apoyo en los momentos de alegría y tristeza y también en los procesos de enfermedad. Un enfermo, tiene atenciones específicas, como hacer el seguimiento de las medicinas, limpiar un culo, dar de comer o acompañar en los procesos de dolor. Cuidar a las personas que cuidan en estos procesos tan duros es algo importante que aún queda pendiente resolver.
Si entendemos la economía en un sentido amplio que incluya los trabajos que satisfacen las necesidades humanas -cuáles son, quiénes y cómo se realizan-, todas las tareas de cuidados nombradas, son actividades económicas fundamentales.
Las tareas asociadas a la alimentación también requieren de trabajos de cuidados. Suelen visibilizarse las actividades de producción de alimentos y su distribución, que habitualmente están dentro del mercado, pero además está la gestión de la lista de la compra, ir a la tienda, guardar los alimentos y cocinarlos. Estas actividades son tan cotidianas, están tan integradas en nuestras vidas, que suelen pasarse por alto, pero pueden necesitar más de una hora diaria.
Los cuidados, en su mayoría, requieren un tiempo y un ritmo propio, y una dedicación física y emocional específica. Muchos cuidados se realizan a caballo entre la satisfacción de cuidar a un ser querido y la obligación de cubrir una necesidad de la que otras personas no se ocupan. Candela se encarga de limpiar a su padre. Supongamos que una parte de ella se siente bien al tenerle atendido. Otra parte siente que se le cae la casa encima, pues muchos cuidados, si no se reparten, implican no desconectar, no tener vacaciones, no tener tiempo para estudiar y tener que estar disponible veinticuatro horas al día si, por ejemplo, alguien cae enfermo.
Que los cuidados no estén remunerados implica que las personas que los realizan, ya sean mujeres u hombres, tienen una situación especialmente precaria. Volvamos al ejemplo de Lola ¿qué pasa con sus vacaciones o si enferma? ¿Seguirá la casa limpia, habrá platos sabrosos preparados diariamente?
El grueso de todas estas actividades suele realizarse de manera separada en cada uno de los hogares, normalmente familias, y suelen recaer sobre las mujeres. Según las estadísticas del tiempo, en el Estado español, las mujeres dedican tres horas más al día de media que los hombres a los cuidados.
Algunas consecuencias importantes de este panorama son la pérdida de derechos sociales asociados a las cotizaciones, el menor prestigio social de estas actividades casi invisibles y la sobrecarga de trabajo. Esta sobrecarga dificulta el acceso al mercado laboral, ya que no se tiene la disponibilidad que, cada vez más, el mercado exige.
Esta situación injusta y precaria necesita ser cambiada. Ya existen distintas maneras que permiten un reparto más justo y equitativo de los cuidados, unas se están inventando, otras se están recuperando de prácticas tradicionales.
La primera posibilidad que brota es el reparto equitativo dentro de las familias entre hombres y mujeres, asumiendo éstos la parte de trabajo que les corresponden. Junto a esta hay muchas más, como que el Estado las asuma como derechos sociales, a través de guarderías, atención a personas enfermas, etc. Otra opción es que sean remuneradas y que se adquieran a través del mercado.
Desde los ámbitos cercanos también podemos organizarnos recuperando prácticas que se habían perdido o creando nuevas fórmulas, por ejemplo los grupos de madres y padres que se están uniendo para aprender y compartir juntos el aprendizaje y las tareas de crianza, o grupos de consumo y producción que se organizan colectivamente para la gestión de la compra. Cada vez más, hay colectivos que ven importante la resolución de conflictos internos y se ocupan de darle prioridad y tiempos adecuados a través de facilitaciones y procesos de organización más lentos e integradores.
¿CÓMO SON ÚTILES ESTAS REFLEXIONES DENTRO DEL COOPERATIVISMO?
¿Pueden ser atravesadas los colectivos desde esta perspectiva? En esta línea, la reflexión puede ir en dos sentidos.
Por un lado, esta perspectiva permite conocer en qué situación están las personas que participan en la cooperativa y si tienen la posibilidad de implicarse en la misma en igualdad de condiciones. Con el ejemplo del trabajador champiñón, se ejemplifica que no todas las personas tienen las mismas facilidades para acceder al mercado laboral. ¿Se tienen estas circunstancias presentes? ¿Los ritmos de los horarios se adaptan a las vidas de las personas o no se tienen en cuenta? ¿Se introducen dentro de los espacios posibilidades de asumir esas tareas, como guarderías o integrar las comidas como parte del trabajo colectivo?
Por otro lado, esta perspectiva aporta claves para la propia organización interna. Las cooperativas también caminan a lomos de ese iceberg, al ser personas quienes participan en ellas. Así, muchas de las actividades de cuidados que se cubren en el ámbito privado son también necesarias dentro de las organizaciones, como la limpieza y el mantenimiento de los espacios, el cuidado de las relaciones interpersonales, la resolución de conflictos, la facilitación de reuniones, etc. ¿son visibles todas las tareas? ¿Se valoran de la misma manera? ¿Hay un reparto equitativo de las mismas?
Entre las propuestas que se están llevando a cabo está la elaboración de cuadrantes que visibilicen todas las tareas y los tiempos que necesitan. Y una vez hecho, repartirlas de manera equitativa. También se está optando por dedicarle tiempos concretos a la resolución de conflictos y a las relaciones personales, asumir la comida como una tarea colectiva, crear espacios de ludoteca y guarderías, establecer horarios compatibles con la crianza y otros trabajos de cuidados personales.
Incorporar este prisma en las organizaciones genera un giro importante en las mismas, que ya no pueden ser vistas de la misma manera. Colocar en el centro aspectos antes invisibles pero que son intrínsecos a las mismas facilita la resolución de muchos nudos internos que suelen generar conflictos. Esta mirada integradora permite una imagen más amplia de la realidad en la que estamos inmersas todas las personas.
Y esto supone un aprendizaje interno, ensayos y viajes de ida y vuelta, hasta que cada organización incorpore las propuestas necesarias. Visibilizar en lo público estos esfuerzos, compartirlos y debatirlos colectivamente puede facilitar que se vayan extendiendo e incorporando cada vez más y mejor.
Pararnos a mirar lo que representa la figura del iceberg es como colocarnos delante de un elefante, de un enorme animal que siempre había estado ahí, pero que, aún con su tamaño y su presencia, raramente se nombra. En realidad, este elefante no está delante nuestro, sino que vivimos sobre su lomo, y es él quien nos lleva. Más aún, somos personas quienes nos dedicamos y disfrutamos de los cuidados y formamos parte de él. Es por esto que integrar el trabajo de cuidados en nuestras organizaciones y en nuestras vidas con el valor que se merece es una responsabilidad compartida de primera magnitud.