Las consecuencias socioambientales de la transición energética
María Paz Aedo
En el marco de la descarbonización y la transición energética, estamos presenciando una oleada de nuevos extractivismos a base de la explotación de commodities (mercancías basadas en bienes naturales comunes con escaso procesamiento) que actualiza las tendencias históricas a la subordinación y la colonialidad en las relaciones Norte-Sur. La extracción de cobre es un ejemplo y genera territorios inhabitables, «zonas de sacrificio», que se extienden por todo territorio expoliado.
Catástrofe socioambiental de Brumadinho, 2019. Foto: Vinícius Mendonça/Ibama CC-BY-SA 4.0
Expedición en Brumadinho, 2019. Foto: Diego Baravelli CC-BY-SA 4.0
Los impactos socioecológicos, políticos y económicos asociados a la explotación y comercialización de minerales para abastecer la producción de energías renovables y los procesos de electrificación son evidentes en el caso de elementos escasos, como las llamadas «tierras raras» o el litio. Sin embargo, también se acentúan los problemas asociados a la minería del cobre, metal fundamental para la conducción de electricidad y, por tanto, estratégico en el logro de las metas globales de descarbonización.
Contexto: oportunidad para unos y amenaza para otros
Aunque el World Energy Outlook (2021) ha reconocido que, incluso en el mejor escenario de transición, la electricidad representaría solo el 50 % del consumo global de energía final (y que en la actualidad se sitúa en el 20 %), se extienden por todo el planeta nuevos acuerdos de inversión para el desarrollo de energía eléctrica renovable, con la ilusión de sustituir el consumo de combustibles fósiles. Alterar el metabolismo socioeconómico vigente, esto es, la demanda sostenida y creciente de energía y materiales en un planeta limitado, no entra en los planes.
El problema del impulso a las energías renovables, en los términos actuales, es la invisibilización de los costos materiales implicados en su generación. Para producir 1 gigavatio (GW) de potencia eléctrica «se necesitan 200 aerogeneradores de 5 megavatios (MW) o bien 1000 aerogeneradores de 1 MW. Esto implica el uso de unas 160.000 toneladas de acero, 2000 de cobre, 780 de aluminio, 110 de níquel, 85 de neodimio y 7 de disprosio para su fabricación» (Valero, 2019).
En el caso del cobre, según la consultora británica CRU (2022), para abastecer la subida en la demanda de la industria de la electromovilidad, su producción debería aumentar al menos en un 15 % en el futuro inmediato, pero la oferta de este metal no crecerá a esa misma velocidad, de hecho se prevé un déficit importante a partir de 2030. Desde el punto de vista macroeconómico, esta tendencia se percibe como un desafío y una oportunidad de negocio para los grandes inversionistas globales, que buscan cómo aumentar la oferta para cubrir la demanda. Desde el punto de vista de las comunidades, los territorios, la biodiversidad, los suelos y el agua, es una amenaza: cualquier aumento de la oferta vendrá a intensificar los daños y las amenazas que ya existen en los territorios históricamente explotados por la minería. Todo ello sin mencionar que tal como está ocurriendo con el petróleo, el crecimiento sostenido de la demanda conducirá indefectiblemente al pico de la producción (peak), seguido de un declive sostenido de la disponibilidad y, por tanto, al incremento progresivo de los costos de todo tipo para su extracción y procesamiento. El pico de producción del cobre y de otros minerales relevantes para la electrificación, como el cobalto, se ha situado en un futuro no tan lejano: alrededor del año 2070 (Valero, 2019).
Gráfico 1: Picos de recursos minerales, fechas estimadas
Fuente: A. Valero y A. Valero (2014). Thanatia: the Destiny of the Earth’s mineral resources. World Scientific Publishing.
Gráfico 2: América Latina y el Caribe: Principales reservas de cobre, 2017
Fuente: Bárcena, A. Estado de situación de la minería en América Latina y el Caribe: desafíos y oportunidades para un desarrollo más sostenible. CEPAL, 2018
La minería del cobre en América Latina
Según cifras de CEPAL[1], el 39 % de las reservas de cobre en el mundo se encuentran en América Latina. Chile y Perú son los principales productores, con 118 y 82 megaproyectos en funcionamiento respectivamente, en su mayoría en manos de corporaciones transnacionales como BHP Billiton, Angloamerican, Minera Vale, Barrick Gold, entre otras. En América Latina, les siguen México con 53 proyectos, Ecuador con 36, 22 en Argentina y 17 en Brasil y Colombia. El resto se reparte entre Nicaragua, Panamá, República Dominicana, Guyana, Bolivia y Jamaica. (BNaméricas, 2022).
En Chile y Perú, los conflictos en torno a la minería del cobre representan más del 50 % de todos los conflictos socioambientales registrados en ambos países.
Durante la pandemia del COVID-19 y en el período inmediatamente posterior, la demanda creciente de energía y materiales dio un nuevo impulso a la explotación minera. Bajo la premisa de la «reactivación económica», los países de la región implementaron diversas medidas orientadas a favorecer las inversiones, partiendo por reducir las restricciones socioambientales y acelerar los trámites de evaluación ambiental. En Argentina, las autoridades de la provincia de Chubut intentaron levantar la prohibición sobre la explotación minera, vigente desde 2003[2]. En Colombia, las autoridades públicas insistieron en no reconocer el impacto sobre las comunidades kogui, malayo, arhuaco, kankuamo y wiwa por «carecer de fundamento técnico», a pesar de los procesos judiciales en que este impacto ha sido demostrado[3]. En Chile, se autorizaron proyectos de energía sin consulta ciudadana y la minería siguió avanzando sin mayores restricciones. Y así sucesivamente.
Según el Environmental Justice Atlas, América Latina es la región con mayor cantidad de conflictos socioambientales vinculados a la minería. En Chile y Perú, los conflictos en torno a la minería del cobre representan más del 50 % de todos los conflictos socioambientales registrados en ambos países. Esto se relaciona directamente con la magnitud, profundidad y perdurabilidad de sus impactos, como la contaminación atmosférica por emisiones (anhídrido sulfuroso, arsénico y material particulado); la contaminación de aguas superficiales, del borde costero y de suelos por descarga de relaves y desechos cargados de metales tóxicos, como arsénico y plomo; el uso intensivo de aguas, colapsando la disponibilidad de recursos hídricos con otros fines, como el consumo y regadío; la pérdida de biodiversidad, por destrucción del hábitat; y los daños a la salud que genera el contacto con metales pesados (Quiroga, 2003: 35). La gravedad de estos impactos y su irreversibilidad han sido ampliamente denunciados por poblaciones aledañas a los emprendimientos mineros, las cuales han presenciado el agotamiento de las aguas de las que dependen, las enfermedades causadas por el material particulado en el suelo y el aire; y la alteración de su tejido social, por las diferencias en los estándares de vida que produce la presencia de trabajadores mineros en las comunidades. El problema de estos impactos, específicamente la acumulación de metales y residuos tóxicos en las aguas, los suelos, el aire y los cuerpos, es su carácter prácticamente irreversible.
La contaminación de la Bahía de Chañaral
Un caso emblemático e histórico de los impactos de la minería de cobre es el de la bahía de Chañaral, al norte de Chile. La contaminación de este territorio comenzó en los años 50, cuando se colmataron los depósitos de relaves de la mina Potrerillos, propiedad de la empresa estadounidense Andes Copper Minning Company. La empresa procedió a vaciar estos tóxicos al mar a través del río Salado, cuya desembocadura es la bahía de Chañaral, pero aumentó a partir de 1959, con la explotación de la mina El Salvador, propiedad de la misma empresa. En los años 70, la nacionalización del cobre significó el traspaso de estas explotaciones a la empresa nacional CODELCO, quien continuó la práctica de arrojar relaves al río. Sumando el período de la empresa privada y estatal, es posible afirmar que en el curso de 52 años fueron arrojados al litoral de Chañaral más de 320 millones de toneladas de relaves mineros (Cortés, 2010). Esta práctica ilegal solo pudo detenerse gracias a las acciones legales iniciadas por actores organizados en 1988, fecha en que la Corte Suprema obligó a CODELCO a poner fin a los derrames y a construir un tranque de relaves. Sin embargo, nada se realizó para reparar los daños causados. Con una extensión de casi dos kilómetros mar adentro, los materiales que se aposentan en el borde costero son básicamente residuos tóxicos como arsénico, plomo y otros metales pesados, superando los estándares internacionalmente aceptados por la Organización Mundial de la Salud (Cortés, 2010). El daño causado a la bahía es irreversible; y sus habitantes hasta hoy padecen las consecuencias en sus cuerpos, agua y alimentos. A pesar de los más de veinte años de lucha organizada para visibilizar los daños y exigir justicia, denuncian que han recibido de las autoridades un bloqueo sistemático a la información y persistente falta de voluntad política para abordar el conflicto (Aedo, 2019; Cortés, 2010).
Los impactos de la minería sobre las economías locales, los ecosistemas y las formas de vida no se limitan al desierto o la alta montaña en la zona andina. El daño es lento y acumulativo, pero también violento y disruptivo. Un caso emblemático ocurrió en 2019, en el municipio de Minas Gerais, Brasil, cuando una represa que contenía los desechos de la minera Vale, se derrumbó y derramó miles de litros cúbicos de agua, mató directamente a más de 300 personas y dejó el lugar inhabitable. El evento obligó al desplazamiento de comunidades empobrecidas y enfermas a causa de los tóxicos. Este episodio fue conocido como el «desastre de Brumadinho» (Kokke, 2019).
El control público o la pequeña escala de la minería tampoco parece resolver el problema, por la persistencia del enfoque extractivista. Bolivia, por ejemplo, cuenta con un amplio sector de minería artesanal o pequeña, denominada «minería cooperativizada», pero sigue la pauta de la producción intensiva propia de la gran minería (Padilla, 2011). La mina Huanuni, privatizada en tiempos de gobiernos neoliberales y nacionalizada en el gobierno de Evo Morales, «en términos socioambientales, resulta idéntica a cualquier actividad minera transnacional» (Padilla, ibíd.). Así lo denuncian las comunidades de la ribera del río Huanuni o de los lagos Uru Uru y Poopo, que sufren vertidos de desechos mineros a su cauce y cuenca, vertidos que afectan la actividad agrícola tradicional o la pesca artesanal. San Cristóbal y la disputa por el agua muestra un fenómeno similar en Potosí (Padilla, ibíd.).
¿Exportación de minerales para la financiación de políticas sociales?
Desde el enfoque neoextractivista, se justifica la expansión de la megaminería por su capacidad de generar empleo directo. Sin embargo, en un país como Chile, altamente dependiente de la exportación de cobre (reconocido como «el sueldo de Chile»), la principal empresa extractiva, la estatal CODELCO, cuenta con «apenas 50.000 trabajadores (en) el empleo directo de las minas de cobre, esto es, menos del 0,8 % del empleo nacional» (Arellano, 2011: 3). Además, la volatilidad de los precios en el mercado de metales genera fuertes impactos en los ingresos fiscales de los países que de ellos dependen, afectando su estabilidad y las posibilidades de financiamiento de políticas públicas. Esta incertidumbre del mercado de las commodities vuelve imposible de cumplir la promesa de los gobiernos que apuestan por un mejor posicionamiento global de sus productos «estrella» para el financiamiento de políticas sociales. Mientras persistan las dinámicas colonialistas, mercantilizadoras y expoliadoras de territorios, la riqueza esperada a partir de la explotación de materias primas no es más que una ilusión, sostenida por la narrativa incuestionable del crecimiento sostenido, como sinónimo de un bienestar que llega en forma de privilegios para algunos y costos invisibilizados e irreparables para otros.
La emancipación de la vida contra el poder
En toda América Latina existen experiencias de comunidades y organizaciones que luchan por visibilizar los impactos de la gran minería, exigir justicia y reparación de daños. Además, buscan posicionar otras maneras de entender el bienestar, basadas en los cuidados de las personas, los seres vivos y los territorios. «En cada ocasión que se piense en el poder, se estará pensando, inconscientemente, en resistencia; y cada vez que se piense en resistencia, se pensará en vida. De esta manera, vida y poder no pueden, jamás, quedar disociados (...) Están constituidos para no detenerse, por lo cual la resistencia nunca tendrá fin (…) Por lo tanto, la biorresistencia, es la resistencia y al mismo tiempo la emancipación que la vida misma hace contra el poder» (Sánchez, 2019: 62). Los ejemplos son muchos, prácticamente tantos como megaproyetos extractivos existen[4].
A ello hay que agregar la criminalización de las protestas y resistencias. Esta criminalización puede traducirse en enjuiciamientos y detenciones, muchas veces irregulares y desproporcionadas, contra activistas y defensores ambientales. También existe violencia directa contra los pueblos que resisten, «generalmente a manos de grupos irregulares o de sicarios al servicio de intereses transnacionales o de sus aliados nacionales. La ausencia, negligencia o inoperancia del Estado también debe considerarse, en estos casos, una forma indirecta de criminalización». (Padilla, 2011).
Gran parte de los proyectos extractivistas se superponen con territorios ancestrales, históricamente pertenecientes a pueblos indígenas. Esto es lo que se denomina «racismo ambiental». En la dinámica colonial y extractivista, las comunidades indígenas han jugado un rol central en la defensa de los ecosistemas y la vida; pero al mismo tiempo, son las más afectadas por la criminalización, la invisibilización y la subordinación. Así lo evidencian luchas como las de Bagua, Perú; la resistencia en la Amazonía ecuatoriana; la lucha indígena en Guatemala y Panamá, entre muchas otras (Padilla, 2011).
Es muy importante tener en cuenta que el territorio y las especies afectadas por los daños están entramados con el cuerpo, las memorias y los sueños de las comunidades humanas
Frente a los impactos de la minería y los extractivismos, emergen resistencias comunitarias que pulsan y avanzan, aunque no linealmente, porque «los cuerpos se agotan, dudan, temen, se indignan, se encantan, se esperanzan y vuelven a empezar» (Aedo, 2019: 97). Los cuerpos y los ecosistemas contaminados por los desechos de la minería del cobre conforman entramados dinámicos, donde se manifiestan opresiones y resistencias, hegemonías y fuerzas transformadoras. Conversar, pero sobre todo escuchar y acoger, es lo que permite poner en común «la fuerza de su dolor y la energía de su indignación, de aprender a sorprenderse ante todo aquello contra lo que nos sentimos enfrentadas; a través de todo esto, se forma un «nosotras» y se establece un vínculo» (Ahmed, 205:285), aun con todas las fuerzas de la institucionalidad y del modelo económico en contra. Las resistencias son «fisuras» dentro de la hegemonía, emergentes precisamente por la construcción del «otro» subordinado. El «otro» no desaparece, resiste y moviliza los límites de lo posible.
Para entender las resistencias en su complejidad es muy importante tener en cuenta que el territorio y las especies afectadas por los daños están entramados con el cuerpo, las memorias y los sueños de las comunidades humanas. El desierto, las aguas y los bosques también «hablan» de los daños junto con y a través de las personas con quienes coexisten. Por esto decimos que, las resistencias conforman «enjambres» donde se entrecruzan cuerpos y territorios afectados, miradas del mundo, afectos, memoria, sueños y deseos, sin bordes rígidos ni pautas predeterminadas.
La puesta en común de la memoria, los daños, los miedos y las esperanzas están en la base de las acciones y del sentido de comunidad en lucha. Así lo comparten las mujeres de la bahía de Chañaral, quienes afirman que se quedan y resisten, porque hay otras como ellas que también se quedan y resisten. Mientras quede una, nos quedamos todas, dicen. La fuerza de esta resistencia está en el entrelazamiento de las diversidades, en la fortaleza y complejidad del tejido que conforman. Esto es lo que hace posible, en toda América Latina, que los pueblos sigan existiendo, exigiendo justicia y luchando por la defensa de otras maneras de habitar el mundo, pese a los impactos y los avances del extractivismo.
[1] Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), sobre la base USGS Mineral commodity summaries 2018.
[2] Fuente: https://www.dw.com/es/en-am%C3%A9rica-latina-se-intensific%C3%B3-la-explotaci%C3%B3n-minera-durante-la-pandemia/a-62016775
[3] Fuente: https://es.mongabay.com/2019/11/mineria-sierra-nevada-colombia-impacto-ambiental-cultural-wiwa/
[4] Fuente: https://cerosetenta.uniandes.edu.co/resistencia-territorio-mineria-liga/
María Paz Aedo
Centro de Análisis Socioambiental
Referencias:
Aedo, M. (2019). Afectos y resistencias de las mujeres de Chañaral frente a los impactos de la minería estatal en Chile. Revista Sustentabilidad(es) vol. 10, n. 20: 87-103
Ahmed, S. (2015). La política cultural de las emociones. UNAM, México.
Bárcena, A. (2017). Estado de situación de la minería en América Latina y el Caribe: desafíos y oportunidades para un desarrollo más sostenible. CEPAL, 2017. Disponible en: https://www.cepal.org/sites/default/files/presentation/files/181116_extendidafinalconferencia_a_los_ministros_mineria_lima.pdf
Blanco, M. (2012). ¿Autobiografía o autoetnografía? Revista Desacatos, n.º 38, pp. 169-178.
Cortés, M. (2010). La muerte gris de Chañaral: El libro negro de la División Salvador de CODELCO Chile. Fundación Heinrich Böell Stiftung, Oficina Cono Sur, Santiago de Chile.
Kokke, Marcelo (2019). Responsabilidade civil e dano ambiental individual no desastre de Brumadinho. IBERC, 2 (1). 1-16. DOI: https://doi.org/10.37963/iberc.v2i1.19
Holifield, R. y M. Day (2017). A framework for a critical physical geography of ‘sacrifice zones’: Physical landscapes and discursive spaces of frac sand mining in western Wisconsin. Geoforum, 85, 269-279.
Marín, A. y M. Gnazo (2021). Minería: ¿Qué entendemos por «sustentable»?. Revista Anfibia, Universidad Nacional de San Martín, Argentina. Disponible en: https://www.cetri.be/Mineria-y-resistencias?lang=fr
Padilla, C. (2011). América Latina: Minería y resistencias. CETRI. Centre Tricontinental. Disponible en: https://www.cetri.be/Mineria-y-resistencias?lang=fr
Quijano, A. (2000). Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. En Edgardo Lander (comp.) La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. CLACSO, Buenos Aires.
Quiroga, R. (2003). Comercio y Sustentabilidad en Chile. Programa Chile Sustentable y Fundación Heinrich Böell, Santiago.
Swampa, M. (2013). Consenso de los «commodities» y lenguajes de valoración en América Latina. Revista Nueva Sociedad n.º 244. Buenos Aires.
Valero, A. (2019). Límites minerales de la transición energética. Universidad de Zaragoza: Instituto CIRCE. Disponible https://www.researchgate.net/publication/334480232_Limites_minerales_de_la_transicion_energetica