El verano pasado, a medida que el incendio de Santa Coloma de Queralt avanzaba por la sierra de Queralt hasta atravesar todo el término de Bellprat, una tormenta de lágrimas encharcaba las casas y los patios del vecindario de esa zona. Con las llamas ardía el bosque que era hogar de los zorros que nos comen las gallinas y de los ciervos y jabalíes que cuando pisotean los huertos nos hacen enfadar. Con las llamas se desnudaba impúdicamente la ermita de Sant Jaume, último campamento base antes de ascender, tomando a las niñas y niños de la mano, hasta las ruinas del Castell de Queralt donde, sentados bajo una senyera que indica por donde llega el viento mientras se observan, abajo, pueblos en cualquier punto cardinal, se merendaba coca de forner relatando imposibles batallas entre condes catalanes y orcos de Mordor. Con las llamas y un milagro sobrevivió huérfana de bosque la encina al pie del castillo donde, bajo su sombra, los mayores esperaban pacientes la vuelta de los excursionistas para, juntos, compartir una paella campestre…
Sé de muchas personas que, paralizadas por un sentimiento de solastalgia —profundo dolor por la destrucción de la naturaleza a manos del humano—, no han podido volver allí. Sé de otras que nunca se plantearon irse porque allí decidieron vivir. En boca de todas ellas, el verano pasado se repitió una frase, la única que contenía cierto alivio: «al menos ya no se podrá volver a quemar; por un tiempo ya no nos tendremos que preocupar». Un mantra necesario para encontrar la paz y la energía para volver a empezar.
Pero en este capitaloceno que vivimos somos capaces de quemar sobre incendiado, derrotando todas las leyes de la naturaleza que parecemos despreciar a lomos de nuestra soberbia. La devastación puede volver a prender sobre las cenizas si salen adelante los proyectos previstos sobre las tierras del municipio de Bellprat y sus 50 hogares. A solo unos metros del casco urbano, está proyectado el paso de una línea de muy alta tensión (MAT) y sus torreones de hierro gruñendo todo el día con un zumbido que causará cefaleas crónicas y psicosis agudas, que espantará las abejas y aterrorizará para siempre a abejarucos y golondrinas que nunca más volverán. Para dar de comer kilovatios a los coches ecológicos de la ciudad, también está previsto, junto al pueblo, levantar 10 aerogeneradores de 200 metros de altura que ridiculizarán con su gigantismo al Castell de Queralt y toda la memoria que se resguarda allí. Ya no serán sagradas ruinas, serán los desechos de un pasado vencido al que no venerar.
Pero las que allí decidieron vivir como hicieron sus antepasados, o revivir saliendo de vidas urbanomedicalizadas, han dicho que se plantan. Que se declaran aldea en resistencia. Que rescatan de sus cellers (bodegas) la poción de la insurrección para mantener los accesos al pueblo «cerrados a los proyectos especulativos y destructivos en nombre de las energías renovables». Sabiendo que llegarán los jueces y la policía con la ley Mordaza en una mano y la ley antiterrorista en la otra, se plantan con el convencimiento de que, como dijo el poeta Ernesto Cardenal, se plantan porque son semilla.
Gustavo Duch