Mar CALVET NOGUÉS

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Líder campesino en el Catatumbo, Colombia. Foto: Sara Abril

Antes de pisar territorio colombiano no me había parado a pensar con suficiente detenimiento a qué tipo de sujetos identificaba como campesinos y campesinas. En una Europa cada vez más urbanizada y dada a las lógicas neoliberales, que devora ferozmente sin remordimientos cualquier pizca de soberanía y resistencia, el movimiento campesino latinoamericano se mostraba como una referencia que debía conocer. Cuando se habla de campesinado, inevitablemente una lo asocia a unos saberes y prácticas que han ido evolucionando con el territorio y basando sus dinámicas productivas en una interdependencia que blinda la sostenibilidad de comunidades y naturaleza.

Pero ¿qué pasa con esas prácticas y dónde queda el campesinado en un contexto tan violento como un conflicto armado que se lleva perpetuando más de 50 años?

¿Campesino o colono?

Cuando llegué a Colombia, me imaginaba un campesinado trabajando en resistencia para seguir desarrollando prácticas ancestrales locales que podían ser una referencia para refrescar la memoria sobre la importancia del respeto hacia el territorio, una relación ya en vías de extinción en occidente. Pero al llegar debí situarme y, primero, entender cómo era el mundo rural colombiano, la región, como allí se le denomina: la zona donde el conflicto armado colombiano se ha sentido con mayor violencia, puesto que es su lugar de origen. El reparto más equitativo de los recursos es una lucha histórica del campesinado. La respuesta de los distintos gobiernos en confluencia con la oligarquía y grandes latifundistas del país ha sido la persecución, el asesinato y el despojo de la clase campesina. La disputa por el control y la propiedad de la tierra es una de las causas estructurales del conflicto, las zonas rurales han estado controladas por distintos grupos armados y siguen siendo foco de violencia, con un Estado que solo está presente a través de la militarización de los territorios. En la actualidad, después de la firma de los acuerdos de paz entre las FARC-EP y el gobierno de Juan Manuel Santos en 2016, el acceso a servicios básicos que garanticen una calidad de vida digna es escaso o nulo, y cuando existe, se debe a la autogestión de las propias comunidades.

Por otro lado, la lucha por el control de los recursos naturales ha comportado históricamente que algunos grupos armados fuercen violentamente el desplazamiento de las comunidades campesinas, justificándolo como estrategia de guerra, para despojarlas de sus tierras. Así, el sujeto campesino se identifica como colono, ya que tradicionalmente —huyendo de la violencia— se ha visto obligado a colonizar zonas vírgenes de selva donde volver a asentar sus comunidades.

La coca como imposición

El mundo rural colombiano, como tantas otras regiones del planeta, ha sido saqueado y olvidado, de manera que permanecer en él y garantizar ingresos para poder subsistir acaba derivando en actividades alejadas del idealismo que traje conmigo. Empezando por el cultivo de coca que, intentando superar el estereotipo y la trivialidad que se le asocia, sigue siendo una realidad en muchas zonas rurales y genera grandes conflictos territoriales y desigualdades sociales. Corresponde a una cultura impuesta, introducida en Colombia a gran escala alrededor de los años 70 y que a largo plazo, entre otras cuestiones, ha permitido la intervención de potencias internacionales en la denominada lucha contra el narcotráfico, como por ejemplo, el Plan Colombia ejecutado por Estados Unidos y el gobierno de Andrés Pastrana en la primera década de 2000, que comportó una alta militarización del territorio y el recrudecimiento del conflicto armado, ya que se aprovechó para tratar de debilitar la estructura de la guerrilla de las FARC-EP.

Lo sustancial, desde mi punto de vista, es entender que el cultivo de la coca también ha contribuido a destruir la identidad campesina ya que ha comportado el abandono de cultivos tradicionales y la pérdida de soberanía alimentaria, debido a la facilidad de venta del producto y la posibilidad de cultivo en áreas difíciles de trabajar, como las zonas selváticas donde fueron desplazadas las comunidades campesinas.

Esta economía ilícita —tal como la denomina el gobierno colombiano— es castigada usando medidas aberrantes, como la fumigación de los cultivos con glifosato; pero en lo práctico está avalada por las mismas potencias que la condenan. Este hecho se corrobora analizando el estado de implementación de los acuerdos de paz, donde los puntos 1 y 4, es decir: la Reforma Rural Integral y la Solución al Problema de Drogas Ilícitas, que deberían dar una respuesta estructural con planes de desarrollo territorial y proyectos productivos viables para que las comunidades pudieran sustituir los cultivos de coca, no están siendo prácticamente ejecutados,[1] después de haberse cumplido más de dos años de la firma. No solo eso; las dinámicas del cultivo de la coca replican lógicas patriarcales de invisibilización de la economía reproductiva desarrollada por las mujeres que se encargan de todas las actividades de cuidados de los empleados en los cultivos, así como otros factores que perpetúan las desigualdades y la subordinación de las clases más vulnerables, como el empleo de migrantes o jóvenes para las tareas más pesadas. Todo esto, en un contexto de presiones violentas por parte de diferentes actores armados que se disputan el control del mercado del narcotráfico.

 
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Exguerrilleros de las FARC-EP elaboran un sancocho comunitario con alimentos autoproducidos, durante una audiencia pública en La Uribe, Meta, Colombia. Foto: Mar Calvet

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Campesina prepara el cuido para las gallinas en el proyecto comunitario agroecológico de La Bufalera en la Zona de Reserva Campesina del Valle del Río Cimitarra, Magadalena Medio, Colombia. Foto: Mar Calvet

 

El campesinado liderando el desarrollo

A pesar de que a escala internacional se habla de la llegada de paz a Colombia, las cifras de asesinatos muestran lo contrario; 702 personas, líderes sociales y defensoras de derechos humanos, han sido asesinadas desde la firma de los acuerdos.[2]

La no-presencia del Estado en muchas zonas ha comportado que sean las propias comunidades las que gestionen su territorio y se organicen para garantizar los servicios básicos. Por eso, la cotidianidad del mundo rural va más allá del trabajo de la tierra. El día a día campesino gira en torno a la defensa de los derechos humanos y el bienestar colectivo, lo que implica un activismo que han debido adoptar sin tener alternativa y que los expone como diana de ataques de aquellos que buscan el poder y el control de las comunidades y sus tierras. El sujeto campesino en Colombia tiene un rol político determinante, que el sistema imperante se ha encargado de invisibilizar, banalizando su acción de protección de los recursos, de gestión territorial y de organización social.

Es de vital importancia apoyar estas resistencias y ampliar las concepciones con las que crecemos en occidente sobre qué tipo de sujetos articulan los movimientos sociales en el mundo rural. Asimismo, se deben proteger sus derechos fundamentales, como a finales de 2018 reconoció la Asamblea General de la ONU mediante la aprobación de la Declaración de los Derechos Campesinos (con las abstenciones en la votación de España y Colombia); ya que, sin garantías de justicia social es imposible que puedan desarrollar una vida más allá de la pura resistencia, que acaba limitando todas las otras acciones relacionadas con una buena gestión del territorio y la provisión de alimentos de calidad que sustentan a toda la sociedad. Aun así, no debemos olvidarnos de que muchas de estas comunidades, a pesar de los hostigamientos, han desarrollado una resiliencia que les ha permitido ir mucho más allá de la mera subsistencia, para implementar referencias de desarrollo comunitario y soberanía alimentaria, con muchas mujeres como protagonistas.

Solidarizarnos en nuestras luchas y visibilizar la importancia del campesinado, así como nuestra interdependencia, puede ser el primer paso para avanzar hacia la paz positiva, donde no solo se haya dejado atrás el conflicto armado, sino que se haya alcanzado la justicia social. Una condición que deberían poder gozar todas las comunidades.

Mar Calvet Nogués

Voluntaria en terreno de IAP-International Action for Peace


[1] Instituto Kroc de Estudios Internacionales de Paz, febrero 2019: Estado de la Implementación del Acuerdo Final

[2] Instituto para el desarrollo y la paz, mayo 2019: Informe Todas las voces, todos los rostros

 

Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo

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