Patricia Dopazo Gallego, Irene y Olga García Roces
Miedo a la precariedad: montañas, dineros, triángulos invertidos y estrellas. Autora: Bitxo
No puedo dormir.
Todo el día hemos estado impactadas por la noticia. Al principio no parecía verdad. Todas las informaciones venían de personas extrañas, de medios de comunicación extraños. Hemos tardado mucho en poder contactar con las compañeras de Honduras. Y al final nos lo han dicho: la han matado.
Ahora me doy cuenta de cuánto me ha aliviado haber vivido ese primer momento acompañada, haber compartido hoy en la oficina juntas la angustia y la incredulidad. Ella ya no vendrá a contarnos su lucha.
Cuando me he quedado sola, mientras caminaba hacia casa, esta pérdida se ha ido abriendo paso en mi interior y ahora la siento clavada en mis entrañas. La han matado mientras dormía, en su cama, así, como estoy yo ahora; bajo una oscuridad como esta, que me inquieta y me remueve. Fuera empieza a llover. Me pregunto si habrá sentido miedo. Me pregunto si esa noche también llovía. Cientos de imágenes se enredan en mi mente...
La veo hablando con su río. Me mira de vez en cuando como si yo pudiera entender, haciéndome partícipe de su conversación. Y sí, es cierto que, al mismo tiempo que percibo con fuerza la tierra bajo mis pies descalzos, entiendo de qué habla ella con su río. Y también sé lo que el río le contesta, lo que el río le canta. Me sumerjo en el agua negra transparente y me estremezco.
Al rato un calor me envuelve. Estoy prácticamente desnuda. Un murmullo de voces suaves me rodea mientras observo a mi alrededor a otras mujeres sentadas. Hay maíz en el suelo, como recién cosechado, y estamos en una cocina comunitaria. El espacio es amplio y abierto, con un techo de paja de palmera cuidadosamente tejido y rodeado de árboles tropicales de verdes intensos. Me encuentro sentada en el suelo de madera con ellas mientras desgranan las mazorcas y charlan, ríen, algunas también cantan y otras se pintan el cuerpo con un tinte negro. Parece como si estuvieran preparando una fiesta... Alrededor toda una aldea de casas de paja, rodeada de un bosque lleno de fruta, de pájaros de mil colores y mariposas.
De repente todo cambia... aparecen hombres extraños vestidos con trajes grises y hablan de dinero, de leyes, de burocracia, de títulos de propiedad y de negocios, les acompañan policías armados. Dicen que todo les pertenece y muestran papeles llenos de textos ininteligibles, en una lengua extraña. Sus miradas son frías...
Disparos. Después, gritos, llantos, confusión, tiros, más tiros, llamas, fuego... El miedo me invade, un miedo que se apodera de mi cuerpo a la vez que lo hace del territorio en el que mi vida cobra sentido.
La luz del sol entra por mi ventana. Ya es de día. Ya no llueve. Solo ha pasado un día y ya está en marcha una reacción contundente y coordinada frente a su asesinato: homenajes, concentraciones, manifiestos, presión a organismos internacionales. Trabajamos en tejer y extender la respuesta a ese crimen, en explicar lo que significa, en extrapolar aquel suceso concreto a la realidad que nos rodea, esa en la que el beneficio económico vale más que la vida.
La noticia de su asesinato aparece en todos los medios de comunicación, sin embargo, al salir del entorno en el que habitualmente me muevo y caminar por las calles de la ciudad, percibo indiferencia, resignación, alienación.
Me paro y me siento en uno de los bancos de la calle con la mirada perdida. Justo aquí estuvo el solar donde solía jugar cuando era niña, uno de aquellos que iban quedando perdidos en medio de la urbanización de los barrios. Recuerdo el improvisado campo de fútbol, el grupo de árboles en el que jugábamos, la música del organillo y la cabra, el banco de la esquina lleno de batas y rulos por la mañana y por la noche de tacones y minifaldas. La mesa en la que los viejos jugaban al ajedrez, las huertas... Recuerdo pasar mucho tiempo allí bajo el cuidado de alguna vecina o de Juan, que nos echaba un ojo mientras atendía en la tienda... Nos conocíamos todas, yo sabía quién vivía en cada una de aquellas casas. En las fiestas del barrio montábamos una cocina improvisada al aire libre, decorábamos el espacio con banderitas de colores y bailábamos toda la noche al son de alguna orquesta. Me cuesta pensar en mi infancia fuera de aquel solar. Hoy ese espacio ya no existe, el ayuntamiento se lo vendió al centro comercial que lo ocupa todo, alegaban que estaba lleno de putas y drogas y que la rehabilitación mejoraría los negocios en el barrio. Sin embargo, Juan cerró la tienda y, como él, los otros pequeños comercios. Hoy solo hay un enorme edificio de cemento y cristal rodeado de bloques de pisos que fueron surgiendo con la revalorización de los terrenos. Y está este pequeño parque, pero las niñas ya no bajan a jugar, ahora se quedan en sus casas. La gente ya no se conoce y además desconfía, tiene miedo. Ya no hay huertas ni árboles y los bancos que colocó el ayuntamiento son fijos y están separados, no sirven para encontrarse y charlar.
Empieza a llover. Como si acabara de abrir los ojos por primera vez o hubiera regresado de un viaje en el tiempo, me siento repentinamente despojada, huérfana. Siento como si me hubieran arrancado una parte de mi cuerpo, un espacio colectivo que dignificaba mi existencia.
Me descalzo y pongo los pies sobre el asfalto. Miro a mi alrededor buscando un pedazo de suelo aún sin asfaltar. Mientras camino, las gotas de la lluvia serpentean por mis piernas. Me paro sobre un pequeño trozo de tierra y, cuando la piso y siento la humedad bajo mis pies, su imagen vuelve a mi cabeza. No puedo evitar preguntarme qué habría pensado ella si estuviese aquí de pie conmigo, arrinconadas las dos entre cemento gris.
Tanto el artículo como la ilustración han sido publicados en el número 7 de la revista La Madeja, editada por Cambalache y dedicada a los miedos.
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