Ramaderes de Catalunya
Carta a las compañeras campesinas y ganaderas
La situación es grave. Hace años ―y hablamos en plural― que no llueve lo suficiente. Los costes de producción suben, el precio de los combustibles fósiles sube, las materias primas escasean más que nunca y las condiciones climáticas extremas nos deparan un futuro incierto. Los grandes supermercados y las grandes cadenas agroalimentarias, lideradas por multinacionales que controlan la mayoría de las marcas alimentarias, nos imponen los precios. Las administraciones reman a favor de la industrialización total de la producción de alimentos, menospreciando la riqueza de la diversidad de cultivos y de producciones a pequeña escala. Nos ahogan en papeleos, tasas y trámites que acaban acaparándolo todo, sin un milímetro de espacio para adaptarnos a las condiciones de cada territorio y de cada proyecto agroganadero.
Entre nosotras sabemos que hace tiempo que estamos tocadas de muerte, pero con la lógica de «qui dia passa any empeny» (‘cada día tiene su afán’), resulta que salir de esta rueda del día a día, de ir asumiendo lo que nos imponen y correr el riesgo de perder las ayudas que nos sostienen, suena aterrador. Insensibles, han querido que acabemos compitiendo entre nosotras para tener la maquinaria más innovadora, el tractor más grande o la vaca que más produce y, sobre todo, la queja al vacío como lema.
Después de la covid-19, aquel oasis de reconocimiento y apoyo ciudadano y de los gobiernos al campesinado que trabajaba incansablemente para llevar los alimentos a la mesa, se ha esfumado. Y la realidad en toda Europa ha sido la misma: emergencia alimentaria, aumento de precios de las semillas (ya en manos de grandes corporaciones), de la energía, de los combustibles, del grano, del forraje, carencia de fertilizantes, tratados internacionales de comercio que no nos benefician y que permiten la entrada de productos con normativas fitosanitarias más laxas. Y, más que nunca, demasiado producto importado a precios bajos ―fruto de explotación laboral y condiciones precarias del campesinado de todo el mundo―. Para acabar de rematarlo, la Agenda 2030, que impone políticas agrarias al margen de las necesidades reales de la ciudadanía.
Como ganaderas de pequeños proyectos en extensivo, nos gustaría de forma humilde y modesta haceros llegar ciertas reflexiones fruto del análisis de las protestas europeas. Hemos visto miles de tractores ―grandes, pequeños, nuevos y viejos― salir a las carreteras y cortar las principales vías de comunicaciones que transportan comida y mercancías; hemos visto verter purines y estiércol en las principales sedes del gobierno, parar camiones de fruta y verdura de importación, llenar de forraje podrido establecimientos de comida rápida, paralizar París… En definitiva, hemos visto la lucha por un futuro presionando donde más les duele: en la economía. Y lo que se exige son medidas muy concretas y que todo el mundo podría aceptar fácilmente.
De nada nos sirve generar puestos de trabajo si no podemos decidir cómo producir nuestros alimentos.
Nosotras defendemos que el sector primario se tiene que revisar y debe cambiar su modelo de producción que, ahora mismo, en nuestro territorio, está basado en la agroindustria cárnica. Debe adaptarse a la proximidad, a los circuitos cortos, a un modelo agroecológico con un impacto medioambiental positivo y a explotaciones más pequeñas, arraigadas al territorio y, que, por tanto, las ganancias también se queden en el territorio. De nada nos sirve que nos den puestos de trabajo si no podemos decidir cómo producir nuestros alimentos o cómo tratar y alimentar a nuestros animales si después los beneficios millonarios se los queda una empresa agraria con sede en la otra punta del mundo.
Nuestra denuncia no puede ir dirigida a los trabajadores del campo, mano de obra barata, sino a este modelo globalizado que mercadea con nosotros y con los frutos de nuestro trabajo para enriquecerse. Nos tenemos que considerar compañeros y compañeras: campesinos del norte y del sur con una tarea común, producir alimentos seguros y de calidad que nos permitan ganarnos la vida. No podemos, pues, cargar con esta culpa a quienes se marchan de su casa y de su tierra y llegan aquí, porque su situación no tiene nada que ver con la burocracia, la precarización del sector y los precios impuestos por los mercados financieros que sufrimos. Al contrario, tenemos que ver una oportunidad para enseñarles, como campesinado, nuestra tierra, nuestra manera de trabajarla y de cuidarla, nuestra cultura y nuestra lengua.
Nuestra denuncia no puede dirigirse a acabar con las medidas ambientales que pretenden devolver la producción de alimentos a los ciclos naturales (y no al máximo beneficio económico), porque solo de este modo, con un mosaico agrario de verdad, podremos hacer frente a la crisis climática. Cargar contra la ecología es no haber entendido nada. La ecología es la relación entre todas las cosas, entre los pájaros, las plantas, los invertebrados, los minerales, el suelo, el agua, la luz… Es la defensa de la tierra para que esta continúe viva, fértil y bien integrada en los ciclos naturales de los ecosistemas. Porque no nos podemos permitir perder un metro cuadrado de tierra más bajo el asfalto: abandonada, contaminada y baldía. Tampoco nos podemos permitir perder biodiversidad con más monocultivos, queremos que los campos, los prados, los bosques, los márgenes y los caminos respiren vida a cada instante.
Cargar contra la ecología es no haber entendido nada.
Nuestra demanda no puede encaminarse a la desorganización de nuestro territorio y del campesinado. Porque querer producir lo que nos dé la gana en un contexto económico de capitalismo significa aplicar la ley del más fuerte y enfrentarnos entre nosotras para sobrevivir. Porque competir hasta el extremo en nuestra propia casa nos ha llevado a situaciones desastrosas, en las que las burbujas de lo que daba mucho dinero han explotado y nos han hundido en la miseria. No podemos hacer nuestro el discurso de «pan para hoy y hambre para mañana» porque ese mañana sabemos que será duro, los factores climáticos cada vez más extremos nos lo demuestran. ¿Qué futuro nos depara la competición, la envidia, la denuncia, entre nosotras? En un mundo donde gobierna quien más tiene, nos racionarán el agua, la tierra, las semillas, la energía… y entonces ¿qué haremos? Tenemos que ser valientes, decidir qué campesinado queremos para hoy y para mañana. Tenemos que organizarnos, darle valor a la lucha constante y diaria del sector, que es la única vía para conseguir las reivindicaciones que, ahora, nos sacan a las calles. Y ese trabajo constante significa encontrar las fórmulas para organizarse y construir unos sindicatos que nos representen de verdad: que no se alíen con las élites ni con las grandes empresas que nos estrangulan y que velen siempre por el pequeño campesinado.
Nuestra demanda debe encaminarse a entender el suelo, la tierra y el agua, nuestra vida, como un bien común. La tierra y el agua no pueden estar en manos de grandes empresas o fondos de inversión (que regulan los precios y el acceso), son nuestros bienes básicos, del mismo modo que es nuestra responsabilidad cuidarlos. Y por eso hay que legislar para la protección real del suelo agrícola, del agua que nutre los bosques y huertas, que riega nuestras cosechas y genera vida por todas partes. De nada nos sirve un campo lleno de molinos de viento si no tenemos harina para hacer pan; de nada nos sirven grandes extensiones de tierra fértil cubiertas de placas solares si bajo ellas se eclipsa la vida; de nada nos sirve ocupar las tierras más llanas y fértiles si las matamos construyendo sobre ellas grandes naves industriales que después quedarán vacías o urbanizando segundas y terceras residencias. Nos tenemos que blindar para defender que la tierra es la tierra, del mismo modo que el agua es el agua; ya estamos hartas de que se especule con ella, queremos que se quede en nuestros ríos, en nuestros pantanos y en nuestras acequias. Los trasvases matan los ríos y la vida que corre por ellos, pero también la nuestra y la de nuestros pueblos. No podemos dejar morir nuestros árboles, nuestras cosechas o el ganado para abastecer piscinas, cruceros y jardines de millonarios. ¡El agua es nuestra agua!
Tenemos que encaminar la distribución de los alimentos hacia un modelo público y de proximidad.
Nuestra demanda tiene que defender precios justos para poder llevar una vida digna. Y los precios justos se consiguen limitando el acceso a aquellos productos obtenidos mediante mano de obra precaria, que no cumplen las mismas normativas que los nuestros y que hacen bajar los precios. Porque nos tenemos que resignificar, no podemos permitir que los intermediarios ―haya más o haya menos― se queden con lo que tendría que ser nuestro. Tenemos que encaminar la distribución de los alimentos hacia un modelo público y de proximidad que garantice el acceso a la alimentación a todas las personas, que nos dé estabilidad y a la vez preserve la trazabilidad real de nuestros productos. Tenemos que protegernos para asegurar nuestro futuro, un futuro en el que produzcamos comida para alimentar a nuestro territorio; en el que se acabe con las importaciones de productos baratos y sin normativas fitosanitarias ni laborales. Y, de igual manera, deberían reducirse las exportaciones que solo benefician a algunos, mientras los desechos y los residuos se quedan aquí.
Nuestra denuncia tiene que ir una vez más a nuestras administraciones, porque nos han abandonado; porque al pequeño campesinado y a la ganadería nos ponen trabas día tras día. Tenemos que presionar hasta que se pongan de nuestro lado y nos acompañen en la producción de alimentos. Nuestra denuncia es la de «Foc als papers» (‘fuego a los papeles’), que resalta las incongruencias de sus normativas y trámites, que nos ahogan y nos arruinan, mientras prometen el cielo a la agroindustria. Una vez más, tenemos que demostrar que el campesinado está harto y conseguir que se comprometan de una vez con nosotras y simplifiquen la burocracia. También que se comprometan a exigir en las licitaciones públicas una alimentación de proximidad para las escuelas y los hospitales; que se involucren en la viabilidad de los pequeños proyectos y la de un modelo productivo de proximidad. Como Ramaderes siempre cumplimos los plazos de las administraciones y por ello exigimos que respondan a nuestras instancias, sin silencio administrativo; que paguen las ayudas dentro de los plazos acordados (que ellos mismos fijan), para no tener que depender eternamente de los bancos.
Como país y decidiendo entre todas, tenemos que ser capaces de elaborar políticas a medio y largo plazo que protejan los ecosistemas y la biodiversidad en cada rincón, pensando en las nuevas generaciones. Luchamos por un futuro que nos permita sembrar, cultivar y cosechar para ganar todas y esto solo se puede conseguir de una manera, ¡en las calles!
¡La única vía es estar organizadas! ¡Sin pastoras, no hay revolución!
¡Viva la tierra y muera el mal gobierno!
PD: Un cariñoso reconocimiento a todas las mujeres, compañeras, madres, abuelas y hermanas que estos días se quedarán en casa cocinando, cuidando de las familias y sosteniendo la vida en las masías y los establos. Vuestra trinchera es también la nuestra.
Ramaderes de Catalunya, 2 de febrero de 2024