Marc August Muntanya
Artículo publicado originalmente el 1-5-2023 en La Directa (en català)
Foto: Mireia Colomer
Llueve. Y llueve bastante bien. La lluvia es un respiro para la tierra sedienta. Es esperanza para los árboles, la hierba, los ríos y todos los campos donde todavía aguanta algo. La lluvia debería ser también una pequeña pausa para quienes trabajamos en sector primario porque, cuando llueve, poco trabajo se puede hacer afuera y, por lo tanto, acaba siendo más o menos como un día festivo.
Antes de tener mi rebaño, cuando iba a ayudar a otras casas, recuerdo que, cuando llovía bastante, dejábamos el ganado arreglado en el corral y acompañaba al pastor a tomar un vaso de vino, o bien hacíamos collares de madera, o simplemente nos sentábamos a charlar mirando la lluvia.
Ahora llueve y no puedo sentarme a mirar la lluvia porque tengo trabajo ante el ordenador. Ser campesino e intentar seguir el ritmo del primer mundo es una epopeya. Apremiado por la productividad y la rentabilidad, el campesinado ha abandonado progresivamente las costumbres de nuestros antepasados y la explotación agraria diversificada ha tendido a la especialización y la intensificación. Ganar dinero para sobrevivir: pagar créditos e ir tirando.
‘Campesinado’ lo engloba todo: a los pastores y a la industria porcina, a quienes cultivan huerta ecológica, a quien tiene cuatro hectáreas de vid, pero también a especuladores de la PAC o a la mano de obra semiesclava que recoge fresas.
Pero la palabra campesinado es muy grande y dentro caben mil realidades. Toda la vida en una sola palabra hemos amontonado a toda la gente relacionada con la agricultura o la ganadería. Desde quien iba a jornal y no tenía más que sus manos y su trabajo, hasta propietarios o grandes terratenientes con las manos finas y sin durezas. ‘Campesinado’ lo engloba todo también hoy: a los pastores y a la industria porcina, a quienes cultivan huerta ecológica, a quien tiene cuatro hectáreas de vid, pero también a especuladores que viven de la PAC o a la mano de obra semiesclava que recoge fresas o aguacates. ¿Qué clase social somos, el campesinado, si somos a la vez explotados y explotadores, si somos quienes tienen y quienes no? ¿Qué tenemos en común, además de participar de la producción de alimentos?
Llueve, pero seguramente llueve demasiado poco. Cada vez que hablo con campesinos (y aquí, cuando digo campesinos, pienso en explotaciones agrarias de pocos trabajadores donde todo queda en casa) no escucho lamentos, sino más bien un catastrofismo casi apocalíptico. No hay alarmismo en sus palabras sino resignación: ¿quién aguantará después de esta sequía? ¿Quién aguantará con un clima caótico? ¿Quién aguantará la presión de parques eólicos y solares y líneas de muy alta tensión? ¿Con una sociedad indiferente? ¿Con una administración que parece existir solo para fiscalizar? ¿Llamaremos campesinado a las cuatro macroempresas que compren la tierra quemada para especular? ¿Llamaremos campesinado a las fábricas de cemento donde se haga comida con máquinas? ¿A las multinacionales que —ya— controlan el mercado mundial de alimentos?
Ya se sabe que en estos oficios se trabaja de sol a sol, pero es significativo que algunos historiadores calculen que antes de la industrialización en el campo se trabajaban menos de ciento cincuenta días al año.
En los días de lluvia ya no nos sentamos a mirarla. Papeles, pedidos, ventas, facturas, llamadas. Tenemos que estar en todas partes: el obrador, la gestoría, etc. Ya se sabe que en estos oficios se trabaja de sol a sol, pero es significativo que algunos historiadores calculen que, antes de la industrialización, en el campo se trabajaban menos de ciento cincuenta días al año. Es un cálculo discutible, pero hay consenso en que hoy en día trabajamos más días y de forma más intensiva. El tiempo y las horas de antes se regían con un tempo más pausado por todos los estamentos sociales de aquello que llamamos el campo. Quizás todo sea simplemente la adaptación al tiempo de la naturaleza. Y quizás querer adaptarlo a la vida moderna nos ha llevado al abismo y a la autoexplotación, con jornadas de doce horas, siete días la semana, o a la explotación de otros. Si el valor de cada mercancía lo determina el trabajo que se emplea en su obtención, hoy la comida debería ser un tesoro.
Llueve, al menos aquí. No sé qué pasará los próximos meses; pero, mientras tengamos agua para abastecer al turismo, parece que la sequía será soportable. Si los campos se mueren, el mercado, ávido, nos proveerá de comida y de lo que haga falta. Venga de donde venga y a expensas de quien sea. En este modelo de sociedad en la que vivimos, si el campesinado es solo un sector económico, la explotación agraria familiar —pequeña y mediana— desaparecerá.
No controlamos el tiempo, la sequía ni las tormentas. Y quizás, claro, esto quiere decir que no controlamos todos los medios de producción. Jornaleros del sol y la lluvia y los días largos.
Este campesinado pequeño y mediano que en los Países Catalanes a menudo tiene la tierra, las herramientas y las manos ásperas. Trabajadores precarios y a la vez empresarios: controlamos los medios de producción. Pero no controlamos el tiempo, la sequía o las tormentas. Y quizás, claro, esto quiere decir que no controlamos todos los medios de producción. Jornaleros del sol y la lluvia y los días largos. De las abejas y otros polinizadores. De la sazón, de la tierra.
Y en esta dependencia los campos y los rebaños forman paisajes resistentes al fuego, capaces de retrasar o frenar incendios. Paisajes bonitos ante la mirada humana y paisajes diversos y variados que son hábitat de tantas especies animales y vegetales. Milenios de contrato recíproco, en un tipo de simbiosis en la que la naturaleza y las personas somos una misma cosa moviéndose conjuntamente. Pero en el capitalismo del siglo xxi estas historias quedan fuera del contrato económico que rige nuestras vidas y el mercado no perdona.
Llueve, y quizás será poco. O quizás lloverá demasiado. Hoy es Primero de Mayo y trabajamos, porque solo tenemos nuestras manos.
Marc August Muntanya