J. Marcos y M.ª Ángeles Fernández
Colombia
La historia de Colombia gira en torno a la tierra, a su posesión, uso y producción, en un molinete de vueltas excéntricas con más de ocho millones de personas desplazadas, sobre todo de las zonas rurales, las más golpeadas por la violencia. El presidente, Gustavo Petro, repite que su idea de terminar con la dependencia del petróleo pasa por un cambio de modelo económico en el que la agricultura se sitúe en el centro de la esfera productiva.
Manuel. Foto: Desplazados.org
Fabián. Foto: Desplazados.org
Dos horas y media “en bestia” más otra hora y pico en moto desde la vereda San Miguel, pasando por San Andrés de Cuerquia, “hasta arribar acá”, ese adverbio de lugar en estas líneas ubicado en Toledo, un municipio en la subregión Norte de Antioquia, ese acá hasta donde también ha llegado un reducido grupo de representantes de la Red de Organizaciones Campesinas y Sociales del Norte y Bajo Cauca Antioqueño (REDOSC), cada uno desde su parcela correspondiente; y pongamos que ese hombre a lomos de un caballo primero y de un ciclomotor después se llama Manuel, por escribir un nombre, cualquiera salvo el suyo para que nadie pueda identificarlo.
Así continúan las cosas en este rincón, uno de tantos otros, de Colombia. Así y no de otra forma, por mucho que Google Maps refleje que el trayecto apenas supone sesenta minutos largos, pero es que aquí los desprendimientos y los obstáculos se cuentan por centenares; por mucho que el calendario corrobore los más de seis años desde aquel acuerdo de paz entre el Gobierno (por aquel entonces de Juan Manuel Santos) y la guerrilla de las FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo), pero es que aquí siguen muriendo; por mucho que el Ejecutivo de Gustavo Petro, el primer mandatario de izquierdas en toda la historia del país (con el permiso de algunas opciones liberales), acuñara a su llegada en agosto el concepto de la “paz total”, como transformadora apuesta de hacer política, pero es que todavía no llega, no al menos a rincones como este de Toledo.
“En mi vereda anteriormente habían por ahí 177 familias y en este momento habemos 19 familias, debido al conflicto armado que llegó a nuestras comunidades”. Durante la conversación, Manuel repite varias veces la rebaja, como si la retuviera en la memoria cual reflejo de tanto lo sufrido desde los años 90, “cuando empezó la deseconomía y a muchos los desplazaron, a otros los asesinaron” y no quedaron “sino unos poquitos”. Manuel tenía por entonces cinco hijos pequeños y tomó la decisión de permanecer, de soportar, de hacer frente desde la tierra misma a un conflicto que fue “una cosa exagerada: las FARC, los paramilitares, el Ejército… fue terrible. He pasado miedo en demasiado”.
Finalmente le tocó marcharse, mejor dicho, lo echaron; en el año 2014 lo expulsaron de su casa, de su agua, de una pequeña parcela en la que sembraba comidita para levantar a los suyos. “Tiene veinticuatro horas para salir”, le advirtió un grupo armado ilegal. Fue desplazado a los Llanos de Cuivá, un corregimiento de Yarumal, y mejor ni buscar la distancia en kilómetros porque a estas alturas uno ya sabe que esas cuentas no salen, que no todos los kilómetros miden lo mismo y menos en la Colombia rural, a cada recodo de la carretera una grieta en el asfalto, cada pocas grietas un socavón, y cada tantos socavones un puesto de control porque, sí, es una vía principal, pero aquí manda Hidroituango, el megaproyecto hidroeléctrico que dictamina lo que se asfalta, cuándo se asfalta y para quién se asfalta, incluyendo unos horarios de paso restringidos. Pues por ahí estuvo Manuel alrededor de unos tres años, por los Llanos de Cuivá, deambulando de un lado para otro con sus hijos, hasta que “ya por último” logró regresar a su hogar, “prácticamente con todo perdido, todo destrozado”.
Y desde entonces, y mira que ha llovido desde ese adverbio de tiempo, “nunca ha habido como una ayuda económica. Supuestamente uno tiene que ajustarse a los 70 años para que lo puedan indemnizar y yo tengo 62”, lamenta. Y es juntando suspiros como mejor reivindica su identidad campesina, la de un pequeño agricultor de café, “que prácticamente va a desaparecer debido a las nevadas”, en un terrenito de dos hectáreas, porque son 19 familias, y repite el dato de que antes eran 177, pero en su vereda “la tierra la tienen tres personas y está ocupada en ganadería”, al resto le quedan las migajas, “unas miniaturitas para poder cultivar”. A Manuel le toca arrendar pedacitos en otras partes y está empeñado en no usar fumigas, su forma de decir que él sí es “respetuoso con la tierra”, aunque no lo sean con él, ni con los suyos, el campesinado, “que desde siempre reclama sus derechos y nunca fue escuchado. Quedamos abandonados del todo. Si hablamos mucho, nos asesinan; si hablamos poco, no servimos; entonces, de todas formas, estamos oprimidos”.
—¿Acaso molestáis los campesinos?
—Exacto. Y a todos, a las FARC, a los paramilitares, al Ejército, porque quedamos en el medio del conflicto. Desafortunadamente, el que llega al territorio lo hace armado y es el que manda. Quieren que el más grande sea más grande y el pequeño que no estorbe y se vaya.
Socavón principal. Foto: Desplazados.org
Control EPM. Foto: Desplazados.org
Las cuentas del agro
Colombia entera, tan compleja, cabe en la vida de Manuel, tan sencillo. La historia del país cafetero gira en torno a la tierra, a su posesión, uso y producción, en un molinete de vueltas excéntricas que ha arrojado ya a más de ocho millones de personas desplazadas, sobre todo de las zonas rurales, las más golpeadas por la violencia, venga de donde venga, de las guerrillas que nacieron en el siglo XX enarbolando las reivindicaciones del agro, de los grupos de extrema derecha que armaron ciertos capitales privados para la defensa de sus privilegios (los batallones mineroenergéticos, la militarización al servicio del extractivismo) o del propio Estado. No extraña en ese contexto que el punto uno del acuerdo de paz ratificado a finales de 2016 camine ‘Hacia un nuevo campo colombiano. Reforma Rural Integral’. Más de seis años después, el presidente Petro ha prometido cumplir lo acordado por su antecesor.
No es el primer intento (hay que remontarse a los años 30 del siglo pasado, cuando el liberal Alfonso López Pumarejo entreabrió la puerta a una reforma), hasta ahora todos malogrados, con los grandes terratenientes ampliando sus dominios tras cada conato. Y siempre en medio, las gentes como Manuel, que tiene la “esperanza de que ojalá esta vez las cosas se den porque pasados gobiernos masacraron al campesinado”. Urgencia no le falta, ni a él ni al país entero, pues Colombia es en cifras oficiales el segundo Estado más desigual de Latinoamérica. Según el informe final elaborado en 2022 por la Comisión de la Verdad, la entidad que busca un esclarecimiento de los patrones y las causas del conflicto que satisfaga el derecho de las víctimas y de la sociedad, “el problema de la distribución de la tierra y los índices de desigualdad sobre su propiedad son escandalosos y provienen precisamente de modelos de acumulación históricos. A esto se suma que el conflicto armado interno ha generado un mayor despojo y concentración de la tierra en pocas manos. La negativa de los gobiernos y de sectores de las elites frente a la implementación de una necesaria reforma agraria es el reflejo de este pensamiento y, por ende, de su forma de legislar. Y ha traído mayor exclusión social, una victimización del sujeto campesino y de comunidades étnicas, y de los territorios que se entienden como baldíos en donde no cuenta la naturaleza ni la gente”.
Idéntica descripción puede conjugarse en números. Los macroeconómicos que contextualizan la intrahistoria cotidiana de un país con más de 51 millones de personas, de las que al menos doce millones son parte de una población rural formada por el 48 % de mujeres. O los de la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (UPRA), que revelan que Colombia tiene algo menos de 40 millones de hectáreas aptas para la siembra, cerca del 34 % del total, aunque apenas 5,6 millones están sembradas. O los del Censo Nacional Agropecuario, que señalan que el 46 % de la tierra está en manos del 0,4 % de los propietarios. O las estimaciones más recientes del Departamento Nacional de Estadísticas (DANE): solo el 36,3 % de predios rurales de propiedad única pertenecen a mujeres y, cuando eso sucede, las Unidades de Producción Agropecuaria (UPA) son más pequeñas (el 75,1 % son microfundios de menos de tres hectáreas); es más, esos terrenos rurales en manos de las mujeres se dedican en un 24,4 % al uso habitacional, lo que reduce sus posibilidades de explotación agrícola. O las cuentas del Censo Rural Alternativo con Enfoque de Género, cuyas encuestas denuncian que el 69,4 % de las mujeres tienen vínculo de tenencia con algún predio, pero solo el 23,1 % son adjudicatarias de tierras por políticas agrarias. No será por falta de números.
Paisaje de Antioquía. Foto: Desplazados.org
Represa. Foto: Desplazados.org
Cultivos ilícitos
El grupo de campesinos de la REDOSC que se ha desplazado hasta Toledo está compuesto por cinco hombres. Explican sus problemáticas a la decena de periodistas internacionales convocados por Zehar-Errefuxiatuekin, una organización en defensa de los derechos de las personas refugiadas, apátridas y migrantes. Entre los cinco suman otros tantos anhelos por una reforma rural integral. Entre los cinco hacen una vida fácil, y no por una mera cuestión de distancias, que también, sino porque su territorio ha estado y está “golpeado por el conflicto. O vendes o se negocia con la viuda”, resume Ricardo, otro nombre elegido al azar, que en una conversación más informal admite haber plantado coca, no sabe muy bien por qué, pero lo dejó en cuanto supo lo que implicaba y desde hace un tiempo apuesta por lo ecológico.
La producción en masa de hoja de coca añade otra compleja variable a la situación del agro colombiano. Los cultivos ilícitos han generado una estructura clientelar que define la política y la economía, con los carteles del narcotráfico manejando los hilos. El cuarto punto de los acuerdos de paz, negociados en Oslo primero y en La Habana después, incluye expresamente la implementación del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), que el Gobierno de Petro ha dividido en diez ejes transversales: transformación territorial, cuidado ambiental, protección de la salud pública, regulación responsable y justa, enfoque diferencial… dichas en voz alta parecen los rótulos grandilocuentes de una apuesta hasta ahora ejecutada “a cuentagotas”, entrecomilla la Fundación Friedrich Ebert Stiftung en un estudio reciente.
El PNIS nació para que los cultivadores y las cultivadoras de hoja de coca para uso ilícito tuvieran alternativas a través de las cuales insertarse en la legalidad. Las comunidades cuestionan las maneras y los tiempos como se han destinado unos recursos que, en los primeros cinco años, han beneficiado a unas cien mil familias. También en este punto estaba incluida la visión de género. Estaba, pretérito imperfecto del verbo estar. Otra cuestión es lo que se hace. Hace, presente indicativo del verbo hacer. Lo ilustra Adriana Bejumea, abogada feminista y directora de la Corporación Humanas Colombia: “El proceso de sustitución de cultivos ilícitos tiene que reconocer el lugar de las mujeres cocaleras, tiene que entregar los recursos a las mujeres y reconocer que hay unos sembrados que se hacen por fuera de las viviendas, en las huertas caseras, donde las mujeres tienen coca. El dinero que durante años les permitió la autonomía económica, las compras que su pareja no hacía, celebrar el cumpleaños de la niña, enviarla a estudiar a Bogotá… Con la sustitución de cultivos y la entrega de los recursos fundamentalmente a sus maridos, se quedaron sin ninguna posibilidad. El PNIS entregó los dineros a los varones y, en el modelo patriarcal en el que estamos, muchos hombres cogieron la plata y se la bebieron”.
Bejumea participó en las negociaciones de La Habana. Asomada a la terraza de un céntrico piso de la capital, corría el verano de 2021 y el Palacio de Nariño entraba en período preelectoral, cuando la abogada analizaba sin tapujos la cuestión agraria: “Este es un país clasista y racista. Aquí la tierra no se va a repartir, los ricos y sus negocios con las transnacionales no van a hacer posible que la gente tenga tierra. Esto es una guerra entre pobres. La misma tierra hoy la reclaman las víctimas, que tienen derecho por procesos de reconstitución; los excombatientes [de las FARC], que tendrían que tener derecho para hacer una nueva vida y apostarle a la paz; el campesinado, que tiene zonas de reserva campesina; los indígenas, que por supuesto son dueños de la tierra… Se puso a pelear a los pobres entre sí. Pero las medidas sí que están y lo importante del acuerdo es que tocó temas estructurales y salidas que podrían permitir una mirada distinta”. Ha pasado un año largo desde sus palabras, medio desde la llegada de un Gobierno que cuenta con la afrocolombiana feminista Francia Márquez en la vicepresidencia. En Toledo todavía aguardan los cambios.
Temor a perder la vida
Los cinco campesinos de la REDOSC lamentan los problemas que siguen padeciendo para sacar y comercializar sus productos. Y tienen claro lo que falla, que no es poco. Empezando por el estado de las infraestructuras, que dificulta cualquier movimiento: “Las vías terciarias están muy mal y las tenemos que arreglar nosotros. La hidroeléctrica dice que ha pavimentado, pero ni la mitad de lo que cuenta. Estamos aplastados por ellos”. Y siguiendo por los controles de paso impuestos por EPM (Empresas Públicas de Medellín), la compañía detrás de la hidroeléctrica Hidroituango, que restringe el derecho al libre movimiento de quienes habitan estas latitudes, por mucho que lo impida el Artículo 26 de la Constitución: “Todo colombiano, con las limitaciones que establezca la ley, tiene derecho a circular libremente por el territorio nacional, a entrar y salir de él, y a permanecer y residenciarse en Colombia”. Y pasando por “las vacunas”, las mordidas hay que pagar a los grupos insurgentes en forma de impuesto revolucionario para realizar cualquier actividad, que se llevan lo poco que el campesinado gana con sus terrenos.
En Medellín, el director del área Ambiental, Social y Sostenibilidad de EPM, Robinson Miranda, afirma ser consciente de que “el déficit en la región es altísimo” y promete “seguir invirtiendo en el desarrollo territorial”.
—En una realidad territorial en el que “las vacunas” son un peaje obligado para sacar adelante cualquier proyecto, lo cierto es que la hidroeléctrica opera con unos niveles de siniestralidad muy bajos. ¿La compañía puede asegurar que no ha pagado extorsiones, tampoco a través de terceros, de contratistas?
—Nosotros, en el marco de la política institucional de los derechos humanos, tenemos como uno de los lineamientos no pagar extorsiones y no tener relaciones con este tipo de organizaciones. Incluso en las cláusulas con los contratistas tenemos el respeto a esos lineamientos. Hasta decir que estamos completamente seguros de que un contratista no haya pagado una extorsión, pues hasta allá no llegamos, pero hacemos lo posible para que eso no suceda. Sabemos que la mayoría, y esperamos que todos, no han hecho ningún pago de este tipo.
En Toledo, Carlos Palacios, el único representante ‘con rostro visible’ de la Red de Organizaciones Campesinas y Sociales del Norte y Bajo Cauca Antioqueño, tiene una visión más cruda: “Tenemos temor a perder la vida. Nos silencian la voz con los fusiles y pasan cosas que no se saben. El norte de Antioquia es una zona estratégica y hay una guerra silenciada”.
—¿Acaso puede explicarse Colombia sin hablar de la tierra?
—La tierra siempre ha sido el motivo de múltiples conflictos en Colombia. La gran propiedad de tierras en Colombia está en manos de personas con gran poder económico, ganaderos, empresarios, grandes latifundistas, empresas. Son tierras que han sido arrebatadas, como decimos por acá, a sangre y fuego al campesinado. En Colombia no se reconoce al campesino, no está reconocido como un sujeto de derechos. No se avanza en la reforma agraria, pero se profundiza en un modelo extractivista de expoliación de los territorios.
Las promesas de Petro
El autoabastecimiento alimentario, la exportación de excedentes y el empleo digno para quienes viven del campo son tres de las claves que pretende atajar el Gobierno de Petro con su reforma agraria. A las pocas semanas de su llegada, el Ejecutivo tituló 680.000 hectáreas de tierra al campesinado, además de a la población indígena y afrodescendiente. El objetivo final: tres millones de hectáreas, una redistribución para la cual el Estado estaría obligado a realizar una inversión sin precedentes que, además, corre el riesgo de inflar artificialmente los precios de las fincas. Por si acaso, la propia ministra de Agricultura, Cecilia López, la misma que tildó la reforma agraria de “revolucionaria” antes de asumir el cargo, ya ha puesto en entredicho la viabilidad de dicha meta si solo depende de los recursos gubernamentales.
Y por si fuera poco, la Comisión de la Verdad recuerda que la reforma agraria debe hacerse protegiendo el medio ambiente. Resulta imposible comprender la transformación del campo colombiano desde el punto de vista meramente distributivo o socioeconómico. El país arrastra un mal uso del territorio vinculado directamente con las emisiones de gases de efecto invernadero. “El conflicto más grave es la deforestación de la selva amazónica y del Pacífico para convertirla en pastos para ganadería extensiva o para cultivos ilícitos”, resume en una de sus charlas el investigador Alejandro Reyes, quien aboga por un reordenamiento de la población en la geografía del territorio, “para acercar a la población campesina a las mejores tierras agrícolas disponibles cercanas a las infraestructuras de comunicación y a los grandes mercados de consumo de las ciudades. Si no hacemos redistribución, la redistribución se hace forzosa por una vía falsa que es la colonización, es decir, se obliga a la población campesina a migrar a tierras muy marginales, muy pobres, a la frontera agrícola o a subir montaña arriba, donde el daño ambiental es prácticamente catastrófico e irreversible”. Este abogado y sociólogo pide contraer la frontera ganadera del país, unos 39 millones de hectáreas, liberando al menos 19 millones para usos en la agricultura.
Petro repite con frecuencia que su idea de terminar con la dependencia del petróleo pasa por un cambio de modelo económico en el que la agricultura se sitúe en el centro de la esfera productiva. Sabe que tomará tiempo y que traerá no pocas dificultades y muchas más críticas. De momento, ha decidido avanzar en varios frentes y a finales de año el Senado aprobó una Jurisdicción Agraria y Rural, el marco legal para la creación de una justicia especializada en resolver las cuestiones de la propiedad, la tenencia y el uso de la tierra.
Fabián no se llama Fabián, pero al menos el pseudónimo lo protege. Ha llegado a Toledo desde la vereda Bioguín. Fue desplazado en 1992 y en 2000 y en 2019… y en una de esas le mataron a un hijo, “era 2010, pleno día, los paramilitares, luego dijeron que fue una equivocación, puse la denuncia, me dijeron es que para ese año ya no había paramilitares, que se habían desmovilizado en el 96, el Estado no lo quiso reconocer, y volvime para la tierrita mía, allá en la vereda, trabajando el pancoger [maíz, fríjol y otros cultivos básicos para la alimentación] y el café, el miedo ya lo perdí, pero no he vuelto a denunciar, ¿para qué sigo insistiendo?, tantas amenazas, ¿para qué pongo la queja si de nada me sirve?, uno vive en la zozobra a todas horas, ya me he acostumbrado, toda la vida en la vereda, ya sufrí mucho lejos de la tierra, sin poderla cultivar, no creo en la seguridad del Estado, mejor uno se defiende como pueda, sin mirar ni a un lado ni a otro, porque uno tiene que callar muchas cosas, el silencio es la mejor estrategia, tengo dos hectáreas de terreno, la familia ya se levantó y eso me da para vivir, ahora estoy solo, me sostengo con eso, a los grupos les molestan los campesinos y nos inyectan una vacunita, tal cosa, y al Estado también le molestamos, los campesinos siempre estorbamos, yo haciendo mis cosas, pero en silencio, es que me han dado unos golpes demasiado duros, al hijo me lo mataron, eso no se borra, los campesinos siempre estorbamos”.
J. Marcos y Mª Ángeles Fernández