Nuria ROMERO
Cuarentena desde mi ventana. Foto: Nuria Romero
Esto siempre ha sido así y no tiene que ver con una forma de ocio, tiene que ver con una manera de vida y de subsistencia; tiene que ver con el cuidado que empieza a reivindicarse ahora con fuerza.
La casa de Dorinda, de Maribel y de Hermiña no se reduce a cuatro paredes; su casa se extiende hasta donde están los manzanos y los perales o el membrillo. No hay descanso en su casa, porque la huerta no es una forma de ocio, su huerta, su casa, forma parte de una economía del autoconsumo, una economía que no versa sobre la especulación de cuatro señores, una economía en la que se observa, en la que se conoce y en la que se cuida.
En el tercer día de cuarentena, Maribel deja una tarta a la entrada de mi casa. Es mi cumpleaños. Soplo las velas y le saco una foto —está boísima!— se la mando por Whatsapp.
En el sexto día de cuarentena, Hermiña nos trae por medio de su nieta Iria una caja llena de huevos; la deja en la entrada de mi casa y se va, intercambiando una sonrisa con mi hermana pequeña desde lejos (las dos tienen 15 años y van a la misma clase).
A la semana siguiente ya hemos dejado de contar y Maribel nos deja colgada en la puerta de nuevo una bolsa llena de acelgas. Dorinda, la vecina de la casa de al lado, nos pasa otra caja de huevos por encima de las hortensias. A cambio, yo lo le arreglo el teléfono, que no se encendía; me pasa el número pin en un trozo de papel, se lo enciendo y le paso un pañuelo con un poco de gel desinfectante.
«Dorinda! Pola leira non fai falla que leves mascarilla! Si necesitas algo do súper chámame ao teléfono fijo!», grita mi madre desde nuestro porche.
Ya van 17 días y mi hermana pequeña atraviesa los 20 metros de campo que separan mi casa y la de Maribel para devolverle el plato de la tarta. De paso, les lleva a ella y a Hermiña, que vive al lado, unos bollos que ha hecho mi hermano. Deja todo en la entrada de su casa y vuelve corriendo, acompañada de nuestra perra Tundra.
Esto siempre ha sido así, también cuando no estábamos en cuarentena, aunque normalmente, los huevos y las acelgas se intercambian por un ratito de conversación, un vistazo de mi padre, que es veterinario, a la perrita de Maribel o una revisión del parte meteorológico de la semana. Normalmente siempre va a llover.
Esto siempre ha sido así y no tiene que ver con una forma de ocio, tiene que ver con una manera de vida y de subsistencia; tiene que ver con el cuidado que empieza a reivindicarse ahora con fuerza. Estos días echo mucho de menos a Maribel, aunque su casa esté a veinte metros de la mía. Echo de menos que me cuente historias de cuando era pequeña, que me hable de las plantas y de lo que hace cada una, que me transporte a su casita. Me imagino cómo eran sus papás y todo lo que le enseñaron. Echo de menos a Maribel y pienso en la suerte que tengo por haber crecido todavía en el cuidado, en el intercambio. También pienso en toda la gente joven, en todas mis amigas que reivindicamos la dignificación del rural, que ansiamos una casita una al lado de la otra para poder compartirnos, que queremos poder sobrevivir sin marcharnos lejos.
«Que paren el mundo, que yo me bajo aquí», le habré escuchado esa frase a papá decenas de veces… Y entonces el mundo se paró. De repente la vida se hartó y decidió mostrarnos cómo es que de aquí nadie se baja y que en eterna cuarentena, estamos confinados en casa. Necesitamos habitar el mundo, habitar nuestra casa, como Maribel, Dorinda o Hermiña habitan sus huertas, observan y esperan, respetan los tiempos y se comparten.
Hoy más que nunca, que vivan ellas y todas las que cuidan.
Nuria Romero
Arqueobotánica en la Universidad de Santiago de Compostela