Joan Canela
Artículo publicado originalmente en Diari La Veu (en català)
Maria Paz Aedo. Socióloga del Centro de Análisis Medioambiental de Chile
Invitada a València por la revista Soberanía Alimentaría y la asociación Perifèries, Paz Aedo, socióloga y experta en conflictos agroecológicos, defiende una transición ecológica con justicia social, un proceso que va más allá de la instalación masiva de energías renovables y necesita dejar atrás el modelo extractivista.
La transición energética parece que consista en cambiar las energías fósiles por otras renovables sin tocar el sistema económico, pero hay expertos que aseguran que esto no es posible. ¿Cómo lo ve usted?
El tema no es si es imposible, sino que es inadecuado, puesto que no resuelve el problema de fondo, que es el sentido de producir energía y materiales en ese modelo de desarrollismo económico. Lo que estamos haciendo es reemplazar energías fósiles por renovables sin tocar la escala ni el destino ni la dinámica extractivista que caracteriza a la producción energética global.
Usted habla de una transición energética justa. ¿Cómo tendría que ser?
Fundamentalmente, hay que preguntarse para qué y para quién producimos energía, qué necesidades queremos resolver. Si simplemente responde a las necesidades de alimentar el crecimiento económico sostenido, medido en términos de PIB, o para acabar con la pobreza energética que afecta a millones de personas en el mundo y que es la base de grandes desigualdades. Si apunta a resolver de manera justa las implicaciones del cambio climático en los territorios o simplemente está enriqueciendo las fortunas de las grandes empresas.
También es importante considerar la cuestión de la soberanía. ¿Esta transición está pensada con el mismo modelo centralista y que genera un extractivismo de un territorio a otro? ¿O está promoviendo la autonomía y la posibilidad de incidir en la decisión sobre qué se produce y dónde?
Al Estado español, parece que la Unión Europea le ha reservado la función de ser el gran productor de energías renovables para el hidrógeno verde que necesita la industria de los países del norte. ¿En Chile pasa algo similar?
En Chile es peor. Hace siglos que somos utilizados, subordinados en función de la demanda de energía o materiales para el norte. Y durante la colonia, al menos, solo era en función de las necesidades españolas, pero con el capitalismo todavía es más grave, porque ni siquiera es por un territorio en concreto, sino para los beneficios de unas transnacionales globales. Son territorios que han sido históricamente explotados: monocultivos, industria del salmón, forestal, grandes infraestructuras energéticas y que ahora, además, tendrían que «ser solidarias» con el cambio climático y sacrificar sus propios territorios. Hay una narrativa muy poderosa en este sentido.
¿Y también el hidrógeno verde?
También. Somos un país sin fuentes fósiles de energía y que siempre hemos dependido de la importación de gas y petróleo. En el contexto de la transición energética tenemos acuerdos para promover activamente el desarrollo del hidrógeno verde. Hay mucho de interés por parte de la cooperación alemana y española y también de la empresa privada para generar esta forma de energía (no es exactamente un combustible) que en teoría resolvería nuestras necesidades energéticas, pero sabemos que no es así.
¿Por qué?
Pues porque, incluso en los mejores escenarios previstos por las mismas empresas del sector, ya se ve que todas las fuentes de renovables juntas no llegan a cubrir la demanda energética actual. Tenemos un problema de fondo, muy grave, y no se está analizando bien.
La propuesta es simplemente incrementar la producción de energías renovables e instalar más y más parques. ¿Qué implica esto?
Pues que estos parques no se instalan en el vacío, sino en territorios donde, potencialmente, viven comunidades que históricamente han sido subordinadas para explotar su territorio en función de la demanda de los grandes centros urbanos. La decisión nunca pasa por estas, sino por la empresa que instala el proyecto. El debate, de nuevo, es de fondo. Tiene que ver más con la democracia que con una cuestión estrictamente técnica de cantidad de energía.
Volviendo a la cuestión del cambio climático que ha apuntado antes, este es un problema grave sobre el que hay que actuar urgentemente, ¿no?
El problema es que este sistema es el responsable del cambio climático y hay que decirlo con mucha claridad. El cambio climático no se produce por la quema de combustibles fósiles, sino por toda la dinámica de demanda y consumo que genera una transgresión de los límites biofísicos y una violación de los derechos humanos. Y nosotros vivimos en nuestros territorios ambas cosas simultáneamente y sin ninguna de las ventajas que ofrece esta explotación.
Las empresas llegan y nos dicen: «Con esto el país se desarrollará, se creará trabajo, riqueza...», pero todo esto nunca pasa. Es como la eterna investigación del Dorado que nos sacará de la pobreza y que es una promesa falsa. En realidad, se extrae el recurso y a largo plazo se destruye el lugar. Y aunque circunstancialmente se pueda generar algún puesto de trabajo, nosotros decimos que «el oro no se come», así que, ¿qué sentido tiene? Es pan para hoy y hambre para mañana.
Uno de los minerales estratégicos para la transición energética es el litio, cuyas principales reservas mundiales se encuentran en Chile y Bolivia. ¿Esta es una gran oportunidad para estos países?
Ahora se dice mucho que la nueva Arabia Saudí será el desierto de Atacama. Pero, por ahora, hay un riesgo muy grande de pérdida de soberanía. La presión de los intereses económicos es brutal y no es tan fácil resistir y decidir qué queremos hacer nosotros realmente.
Pero ¿cuáles son los problemas de explotar este litio?
Antes que nada, el deterioro de ecosistemas muy ricos a escala bacteriológica, aunque no sea visible para el ojo humano. Existe el mito del desierto como un «espacio vacío»; sin embargo, en esta parte de Atacama vive una microbiota única en el mundo. Son nuestros tatarabuelos, ¿no?
Después, están las comunidades que todavía viven allí, como los Likan-antai, que son trashumantes y dependen de esta agua para vivir. Porque este es quizás el problema más grande. La extracción de litio requiere el bombeo de grandes cantidades de agua para inundar el salar. El mineral aflora y cuando se evapora el agua se recoge. Es un sistema muy ineficiente. En el norte de Chile y en el sur de Bolivia, la minería provoca el agotamiento de acuíferos y la destrucción de glaciares. Y esto en un contexto de cambio climático donde el agua es un bien de primera necesidad. Y, en cambio, ¡estamos inundando el desierto! Realmente el capitalismo hace cosas muy surrealistas.
En Chile acaban de escoger un nuevo gobierno de carácter progresista. ¿Puede marcar la diferencia en este punto?
Bien es verdad que no es tan fácil. El nuevo gobierno ha heredado una agenda desarrollista, con decenas de acuerdos suscritos. Quizás hay más esperanzas en los resultados de la convención constitucional, que es donde se ven posibilidades de establecer un nuevo orden jurídico y político que reconozca algunos derechos de la naturaleza y cierta planificación en materias como el territorio, la minería o la energía. Una lógica racional en el uso del territorio, en definitiva. Porque tenemos el problema de que Chile es el país más neoliberal del mundo, donde todo está sujeto a la ley de la oferta y la demanda. Si una empresa quiere sacar adelante un proyecto, el Estado tiene muy poco margen para discutirlo. Y el intento mínimo y moderado de poner ciertos límites ha generado una campaña brutal de la extrema derecha. La situación es realmente tensa.
En el resto de los países progresistas latinoamericanos, ¿cómo lo han hecho? Porque no parece que hayan puesto fin al extractivismo, como mucho lo habrían limitado.
Es una pregunta difícil, porque querríamos que estos gobiernos actuaran más intensamente; pero, por un lado, hay una presión geopolítica muy fuerte. Es muy difícil cambiar el modelo socioeconómico en un contexto de globalización. Toda la legislación, la producción, la economía, etc. están tejidas con estos vínculos de explotación y es muy difícil ir en contra de forma íntegra. Un país solo no puede pasar de repente de ser extractivista a practicar la ecología profunda, hay que cambiar toda la dinámica simultáneamente.
Y, después, hay un imaginario de explotación presente en sectores de izquierdas y que ya ha generado crisis importantes en los territorios. Lula, Evo Morales o Correa lo han vivido. Todos ellos participaban de la idea de que era necesario un crecimiento económico a partir de la explotación de materias primas para financiar políticas sociales. Esta es una idea muy fuerte todavía y que no tiene en cuenta que esta forma de enfocar la economía es precisamente la responsable de la creación de la pobreza.
De hecho, yo viví las primeras elecciones que ganó Evo Morales en Bolivia y simultáneamente defendía dos ideas: la del «buen vivir» indígena y la de la industrialización de las materias primas para desarrollar el país. ¿Es posible combinarlas?
La respuesta pragmática es que no hay más remedio que intentarlo, porque de otra forma, el riesgo de golpe de Estado en nuestros países es muy elevado. Pero la respuesta difícil es que en un contexto de crisis ecológica tan grave, no son compatibles. Es un oxímoron.
Pero no es solo el riesgo de golpe de Estado o la presión geopolítica. También hay una parte importante de sectores populares con demandas legítimas de educación, sanidad, vivienda, comunicaciones... ¿No hace falta una industrialización para hacerlo posible?
Hay que diferenciar entre crecimiento económico y bienestar. La lógica del crecimiento económico no se traduce necesariamente en bienestar, sino en desigualdad. Están quienes se benefician y quienes se empobrecen sistemáticamente. Y después hay una contradicción que se podría resumir en esta pregunta: «¿Cuántos muertos de cáncer vale la construcción de una escuela?». Tenernos a los pobres peleándonos entre nosotros para ver qué es más importante, es muy cruel. Yo prefiero reformular la pregunta y decir: «¿Cómo lo hacemos para vivir bien, cuidándonos?». El problema es fundamentalmente redistributivo, político y de gestión. Hay que pensar en educación, salud y vivienda dignas al mismo tiempo que pensamos cómo cuidar nuestros territorios.
En Europa hay una sensación creciente de que las consecuencias de la emergencia climática siempre se cargan a los de más abajo, mientras que a las élites nadie las hace pagar su parte, y esto aleja a mucha gente del ecologismo. ¿Qué mensaje tendría que dar el ecologismo?
Tiene que salir de la complicidad con el capitalismo, dejando de poner el foco en el consumidor. El cambio climático no es un problema individual porque cada persona consume según unos gustos más o menos dirigidos, pero también según la disponibilidad del mercado. Que los consumidores seamos responsables solo es cierto parcialmente. Es muy urgente interpelar a este sector para dejar de autoflagelarnos, porque no va a ninguna parte. Por ejemplo: si yo quisiera vivir sin móvil, la vida se me haría muy difícil. No es una decisión estrictamente personal, porque este es el estándar ahora y no es tan fácil esquivarlo. Pero este estándar implica minas de coltán en el Congo, de litio en Chile. Y este coste no se asume. El capitalismo es muy bueno haciendo pagar la cuenta a otros, y esto incluye a los consumidores, a quienes se les responsabiliza de cosas que en realidad no pueden decidir porque no es un problema individual sino colectivo. La cuestión es que estamos gobernados por un conjunto de sociópatas a quienes no les importa destruirlo todo para mantener sus privilegios. Este es el mensaje.
Quizás a mucha gente le cuesta ver la opción de desarrollo sin crecimiento económico porque no puede imaginarla. La izquierda clásica tenía un imaginario de cómo tenía que ser el socialismo, que después salió como salió, pero tenían una imagen clara de dónde querían ir. ¿Al ecosocialismo le hace falta un imaginario?
Pero ¡es que tenemos ya un conjunto de prácticas frente a nosotros! Solo tenemos que saber mirar. La socióloga Silvia Cusicanqui describe la sociedad como un conjunto de prácticas; que unas sean hegemónicas no significa que las otras hayan desaparecido. Si fuéramos 100 % capitalistas, ya nos habríamos comido los unos a los otros. Si estamos hablando ahora, es porque no nos hemos extinguido y esto es gracias al hecho de que esta hegemonía cruel convive con otras realidades de resistencia, de cuidados, de apoyo mutuo, etc., que hacen que estemos aquí.
Hay que alimentar estos mundos que existen bajo el mundo porque son los que nos permitirán atravesar la crisis civilizatoria. El capitalismo caerá, esto es un hecho histórico, aunque quizás no lo haga a la velocidad ni en la dirección que nos gustaría. La historia de la humanidad es la historia de los colapsos de sus civilizaciones cuando llegan a niveles de rigidez y hegemonía como los que hay ahora. La diferencia es que ahora quizás no nos quede un planeta igual. A ver cómo lo hacemos.
Joan Canela