En el 50 aniversario de la publicación del informe para el Club de Roma Los límites del crecimiento
José Alberto Cuesta Martínez
Este año, en la ciudad de Palencia, el grupo de decrecimiento «Hasta aquí hemos llegado» conmemora el 50 aniversario de la publicación del informe para el Club de Roma Los límites del crecimiento. Aquel informe sobre el futuro de la humanidad lleva camino —por desgracia— de convertirse en realidad histórica. Todas las simulaciones informáticas del informe desembocaban en el colapso en la primera mitad del siglo xxi, salvo en un caso, el que apostaba por estabilizar la población mundial y reducir la producción industrial, actuando en esta dirección desde 1975. Sin embargo, en estas décadas, no hemos hecho nada.
Estamos a punto de dejar atrás un período irrepetible en la historia, marcado por una gran abundancia material —maticémoslo:— solo para una parte de la humanidad. Tal vez cegados por nuestro culto al progreso tecnológico, sintamos el cambio en ciernes como una gran pérdida. En parte lo es, pero es necesaria una mirada más completa para comprender mejor el mundo global en el que hemos vivido.
En efecto, los últimos 50 años han estado marcados por un progreso tecnológico abrumador y por un aumento de la producción material; pero —insisto— solo en favor de una minoría de la especie humana. Desde una perspectiva más amplia, el último medio siglo es también el período marcado por guerras continuas para abastecer de recursos al voraz sistema capitalista, el de las mayores desigualdades registradas en la historia, el de decenas de millones de refugiados, el de la devastación ecológica planetaria, el del triunfo del individualismo y la alienación en las pantallas, el de la indiferencia moral y el del empobrecimiento espiritual. Todo esto ha sido posible quemando 300 millones de años de historia de la vida, en forma de combustibles fósiles.
Es cierto que para construir un nuevo mundo lo primero que tenemos que hacer es imaginarlo, pero no es menos cierto que también es necesario abominar de las aberraciones que ha provocado este mal llamado progreso para poder virar a otra dirección.
¿Qué hacer? El plano conceptual
Ante la inevitabilidad del declive de los combustibles fósiles y de otros materiales necesarios para la civilización industrial y con el horizonte de caos climático esbozado ya en el presente, la pregunta inevitable es: ¿qué hacer ante esta situación?
Una expresión coloquial nos da una primera pista: «hacer de la necesidad virtud»; es decir, aprovechar las oportunidades de cambio que nos ofrece el colapso para intentar construir sociedades más sostenibles, justas y solidarias.
En todas las tradiciones sapienciales de la historia ha existido una pregunta sobre qué necesitamos los seres humanos para tener una vida buena y ser felices.
Lo primero que habría que hacer es reconocer la realidad. De hecho, el medio siglo de inacción al que me refería antes es consecuencia de la negación deliberada de los límites planetarios por parte de un discurso basado en el supuesto poder omnímodo de la tecnología. Hemos de abandonar nuestra arrogancia y reconocernos —siguiendo a Jorge Riechmann— como seres frágiles, interdependientes y ecodependientes. A nivel global, queramos o no, vamos a tener que descender nuestro consumo material y nuestra extralimitación. Nos encontraremos con el techo de la huella ecológica adaptada a los límites del único planeta del que disponemos. Sería necesario añadir a este techo un suelo: el que marca las condiciones para una vida decente recogidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Para vivir dentro de este margen, solo es posible un decrecimiento material de las sociedades sobredesarrolladas del Norte, para facilitar el acceso a una vida digna de los habitantes de los países subdesarrollados.
Pero ¿cómo concretar estos objetivos en nuestro entorno más cercano?
En todas las tradiciones sapienciales de la historia ha existido una pregunta sobre qué necesitamos los seres humanos para tener una vida buena y ser felices. Deberíamos trasladarnos esta pregunta a nosotros. Un estudio muy completo y aplicable al respecto lo encontramos en la obra del economista y ambientalista chileno Manfred Max-Neef Desarrollo a escala humana. En ella Max-Neef plantea que existen nueve necesidades básicas en el ser humano: subsistencia, protección, afecto, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad y libertad.
En primer lugar, hay que señalar que la satisfacción de la mayoría de estas necesidades es perfectamente compatible con una reducción sustancial de nuestro consumo material.
A partir de esta clasificación, el autor inicia un estudio práctico de los medios (satisfactores) para colmar estas necesidades. Max-Neef apunta que hay satisfactores que complacen una necesidad, pero obstaculizan el cumplimiento de otras. Por poner un ejemplo cotidiano, el abuso de las pantallas táctiles puede servir para rellenar nuestro tiempo dedicado al ocio, pero a la vez obstaculiza la satisfacción de otros ámbitos, como el entendimiento, el afecto, la participación o la creación.
En sentido contrario, Max-Neef señala que hay satisfactores, a los que él llama sinérgicos, que no solo colman una necesidad, sino que a la vez contribuyen a satisfacer otras. Pensemos en un huerto: permite, en parte, satisfacer la necesidad de subsistencia; pero, a la vez, contribuye a fortalecer el entendimiento, la participación, el afecto, y la identidad (si es compartido con otras personas), el ocio, la creación y la libertad.
Creo que un buen punto de partida tanto en el plano personal como en el familiar, o incluso municipal, sería saber buscar esos satisfactores sinérgicos para comenzar a actuar.
¿Qué hacer? El plano material
Una de las mayores transformaciones a las que ha asistido la humanidad en su historia ha sido el cambio de poblamiento. En poco más de medio siglo, se ha pasado de comunidades mayoritariamente rurales a un predominio de la población urbana. Baste señalar que en el caso del Estado español en 1950 vivían en ciudades 14,7 millones de personas y 13,4 millones habitaban núcleos rurales; mientras que en 2019 había 37,5 millones de habitantes de ciudades frente a los 9,5 millones del ámbito rural. Esta enorme y vertiginosa transformación en el poblamiento solo fue posible mediante la disponibilidad de petróleo abundante y barato, que facilitó un transporte global con el cual abastecer a la población urbana. Un dato: el consumo de petróleo en España se multiplicó por 20 entre 1955 y 1980, los años en los que se gestó el éxodo rural.
Hoy asistimos a un cambio de condiciones y por primera vez nos vamos a tener que enfrentar a una disponibilidad menguante de combustibles fósiles. El Informe sobre la brecha de emisiones de la ONU del año 2020 advierte que de aquí a 2030 debemos reducir en un 56 % (un 7,6 % anual) las emisiones de gases de efecto invernadero para poder embridar el calentamiento global. Por justicia histórica, los países desarrollados deberíamos efectuar esta reducción en una dimensión aún mayor. Luis González Reyes propone una reducción de un 10 % anual, lo cual supondría un descenso del 65 % en una década.
Uno de los problemas principales es que hemos sido desposeídos de los saberes necesarios para esta transformación.
¿Cómo afrontar un reto tan enorme? Antes señalamos que ante los imperativos del pico del petróleo y del calentamiento global se hace necesario un decrecimiento en lo material. A esto habría que añadir una reprimarización de la economía (hoy solo el 4 % de la población ocupada trabaja en el sector primario) y una reruralización del poblamiento.
Es evidente que las nuevas condiciones deben situar la producción de alimentos como un objetivo prioritario. Pero esta transformación no puede seguir la lógica imperante de la agroindustria dependiente en todas sus fases (producción de fertilizantes, funcionamiento de la maquinaria, transporte…) de unos combustibles fósiles que van a escasear. Debemos cambiar hacia un modelo productivo agroecológico basado en el consumo de proximidad que logre cerrar los ciclos naturales, similar en muchos sentidos a la agricultura y ganadería tradicionales. Solo así podremos recuperar nuestra soberanía alimentaria.
¿Cómo lograrlo? Uno de los problemas principales es que hemos sido desposeídos de los saberes necesarios para esta transformación, ya que las personas depositarias de estos conocimientos tienen una edad muy avanzada. Sin embargo, existen muchos inmigrantes que poseen esos saberes tradicionales y pueden enseñarnos cómo vivir con menos energía y materiales. Para ello, habría que cederles tierra o trabajar los terrenos comunes (allí donde aún pervivan) y su empleo podría consistir en la creación de esos pequeños mercados locales de circuito corto, tan necesarios.
De esta forma, estaríamos haciendo de la necesidad virtud afrontando nuestros principales problemas: el cambio climático, el declive energético, el drama y la exclusión de los inmigrantes, la despoblación del mundo rural y la anomia individualista de nuestro tiempo.
Al final de su espléndida Guía para el descenso energético, de la asociación Véspera de nada por una Galicia sin petróleo, los autores incluyen un cuento titulado «Un día cualquiera en la Galicia de dos mil treinta y tantos». Es una sociedad eminentemente rural y humilde, pero con un alto grado de autosuficiencia y de cohesión social, que permite satisfacer todo lo que necesitamos para ser felices.
Lo que suceda en el futuro no será igual en todos los lugares; es en la escala pequeña donde podemos construir un futuro resiliente y amable.
José Alberto Cuesta Martínez
Doctor en Geografía y profesor de Enseñanza Secundaria