Patricia Dopazo y Gustavo Duch
Artículo publicado originalmente en LaDirecta (català)
Ilustración: Núria Corcoll
Imaginemos que somos alquimistas y queremos reducir el capitalismo a una sola molécula, a su esencia. ¿Cómo lo haríamos? En un alambique mezclaríamos todo lo que necesitamos: dominio y la explotación de la naturaleza, androcentrismo, búsqueda de beneficio económico por encima de todo, máximo rendimiento y cortoplacismo, totalitarismo, empresas multinacionales con más poder que los estados… Al completar el proceso y destilarse, el resultado podría, perfectamente, ser una gota del herbicida más vendido en España, el glifosato.
Para las personas del campo, el glifosato es un producto de sobra conocido, aunque muchas lo conocen por el primero de sus nombres comerciales, Roundup. Y es que esta sustancia mágica tiene muchas aplicaciones. En nuestros campos se usa para eliminar las llamadas malas hierbas en los cultivos de cereales y de oleaginosas y en el control de la cubierta vegetal en frutales o en los márgenes de caminos y carreteras; pero en las ciudades también se utiliza en jardinería. Si preguntamos a quién no está familiarizado con temas agrarios o ambientales, es probable que también sepa de su existencia, porque ha estado muy presente a los medios de comunicación. ¿No es el glifosato una de estas sustancias que exterminan las abejas y otros polinizadores? ¿No es aquel pesticida que la OMS dijo que era cancerígeno? ¿No es el veneno que está contaminando muchas fuentes de agua? Las tres intuiciones van bien encaminadas.
Efectivamente, como demostró el estudio de la Universidad de Texas que se publicó en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, el glifosato altera el bioma del sistema digestivo de las abejas, lo que las debilita significativamente. En 2015, la Organización Mundial de la Salud (OMS) clasificó el glifosato como sustancia «probablemente cancerígena para los seres humanos», ante la evidencia significativa de la relación entre la aparición de tumores y la ingesta de glifosato en animales de laboratorio. Y, sí, también es cierto que este herbicida no selectivo acaba en el agua. En el caso de los ríos, Ecologistas en Acción analizó con detalle, a partir de información proporcionada por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO), la presencia de glifosato en diez cuencas hidrográficas. En todas las muestras encontraron glifosato, el 29 % presentaba valores de glifosato por encima del límite establecido por la Directiva marco del agua para cualquier plaguicida y el 7 % superaba el límite permisible para la suma de todos los plaguicidas presentes. En el caso de las aguas subterráneas de Catalunya, la memoria de la Agència Catalana de l’Aigua del 2019 ya advertía que, ante las concentraciones detectadas de plaguicidas, había que hacer un seguimiento exhaustivo porque podrían ser responsables del mal estado químico de alguna de las masas de agua. Y añadía: «En este sentido, hay que tener especialmente en cuenta el parámetro glifosato y su metabolito el ácido aminometilfosfónico (AMPA) que han logrado frecuencias de detección y concentraciones especialmente elevadas en muestreos de investigación».
Un ciclo completo de perversión de la vida
Desde nuestro punto de vista, la agricultura capitalista, la que nos alimenta, es el sector económico donde más claramente se observa la agresión sobre la vida. Por un lado, porque su objetivo final es la producción de alimentos, bienes de primera necesidad; y por otro, porque trabaja directamente con procesos vitales de otros seres vivos. Los ritmos naturales de estos procesos han tenido que ajustarse a los ritmos de acumulación, cada vez más exigentes, algo que se ha conseguido gracias al petróleo y a una buena parte de la comunidad científica, que ha trabajado al servicio del beneficio económico. El glifosato ha hecho posible, entre otras muchas cosas, los monocultivos: millones de hectáreas de tierra fértil reducidos a desiertos de una misma especie vegetal. La homogeneidad es contraria a la vida; lo que vemos en las imágenes de satélite de estas regiones son paisajes artificiales y antivida que solo pueden progresar bajo la continua supervisión de tecnologías complejas y privativas.
Donde antes había biodiversidad, comunidades, cultura, conocimientos propios y economías tradicionales, ahora solo hay millones de plantas de soja, de maíz o de palma aceitera, es decir, los ingredientes básicos de la alimentación industrial; de la carne barata producida en macrogranjas y de la comida procesada, que también tienen consecuencias sobre la salud de las personas consumidoras. Un ciclo completo e impecable de perversión de la vida del que ahora toca de nuevo hablar en los organismos de decisión europeos.
Conseguir un punto de inflexión
Aunque sea agotador volver a un tema tan conocido, tenemos que poner mucha atención. Esta trágica simbiosis entre acumulación de capital y explotación de la tierra deja clara la importancia de mantener y fortalecer la presión social sobre este producto.
El año 2017 ya estaban claras muchas de las pruebas mencionadas (y otras que obligarían a añadir más páginas a este artículo) y la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) decidió prorrogar cinco años más el permiso de uso del glifosato porque, dijeron, hacían falta más estudios y más tiempo para tomar la decisión. Ahora, pocos meses antes de cumplirse el plazo, lo que queda claro son las fuertes presiones que las empresas que lo patentaron y lo comercializan ejercen sobre la EFSA. Sus resultados económicos dependen de esta decisión. Encontramos un buen ejemplo en la web del Glyphosate Renewal Group, coalición industrial que lidera Bayer-Monsanto, donde se pide a la EFSA una prórroga del permiso durante 15 años más.
A la vez, la sociedad civil también se ha reactivado y podemos encontrar varias iniciativas ciudadanas europeas, como la campaña «Salvemos las abejas y los agricultores» o el trabajo específico de entidades como Greenpeace o Amigos de la Tierra. Entre todos los argumentos que se esgrimen parece que el más polémico continúa siendo que las decisiones se tomen a partir de estudios que tienen que emitir las mismas empresas, en lugar de hacer investigaciones independientes, como sería lógico. En este sentido, en 2017, el Instituto de Investigación del Cáncer del Hospital Universitario de Viena analizó detenidamente los estudios presentados por la industria y dictaminó que solo 2 de 53 pueden considerarse fiables; 17 son parcialmente fiables y 34 no lo son. Mientras tanto, el 75 % de los 72 estudios independientes confirman la relación directa entre el glifosato y el cáncer.
¿Cómo puede ser que decisiones tan importantes estén sujetas a mecanismos e instituciones tan frágiles? Cuando, en 2022, se cierre la carpeta del glifosato, ¿qué «vida» se habrá protegido, la de las empresas del lobby del glifosato o la del planeta? El glifosato es solo una pieza del entramado capitalista, pero de un valor simbólico tan grande y universal que ganar este procedimiento en la Unión Europea con la fuerza de la sociedad movilizada, puede significar un paso de gigante en el camino hacia la construcción de un nuevo sistema alimentario y económico. En el camino hacia una nueva relación con el planeta y con la vida.
Patricia Dopazo y Gustavo Duch
Revista SABC