Marina Monsonís
Artículo publicado originalmente en la Directa (en català)
Las cocinas son mucho más que un espacio donde cocinar. La autora reivindica la memoria viva de la cocina, la sabiduría que transmiten las recetas tradicionales y la proliferación en la actualidad de las cocinas colectivas. Este artículo forma parte de la serie de colaboraciones de opinión y análisis que la 'Directa' pone a disposición de varios espacios y colectivos sociales.
«Me habéis castigado a la cocina, dice, porque despreciáis a las mujeres y porque no os dais cuenta de que este es un lugar ideal para reconstruir y ampliar la ciencia sin necesidad de libros y maestros».
Sor Juana Inés de la Cruz
Ilustración de Roser Pineda
El pasado 8 de marzo, en una conversación en La Cocina del MACBA, Carmen Alcaraz, periodista y gastrónoma, nos mostraba esta cita de un artículo del diario ABC de 1950, escrito por un señor: «Todo el mundo sabe que la mujer no es buena cocinera (…). La mujer sobre todo, es una cocinera de campo, de pueblo, de barrio. (…) La gran cocina magistral, suntuaria y académica es una creación viril».
La memoria familiar y doméstica, la de las mujeres procedentes de clases populares, no ha sido nunca suficientemente valorada, más allá de las propias familias. Los discursos hegemónicos de la representación de la memoria están dominados por una visión heteropatriarcal. Los señores blancos han sido quienes han decidido cuáles son las memorias que merecen ser representadas y transmitidas, y son estos mismos hombres los que a través de la institución se han hecho y se hacen eco de aquellas memorias que, desde su punto de vista, tienen que ser expresadas y comunicadas. Ya lo decía Donna Haraway en su libro Manifiesto Cyborg en 1984, la lectoescritura ha sido la forma masculina de comunicar y representar la memoria de forma oficial, mientras que la de las mujeres se ha invisibilizado y se ha mantenido en la retaguardia.
La memoria familiar y doméstica, la de las mujeres procedentes de clases populares, no ha sido nunca suficientemente valorada, más allá de las propias familias.
El prólogo escrito por Anna Bofill del maravilloso libro Cocinas de Barcelona, de Isabel Segura Soriano, nos explica cómo la cocina ha sido un trabajo no reconocido de las mujeres durante siglos; pero, además, es uno de los legados transgeneracionales más creativos, importantes y valiosos que nos han transmitido las mujeres. La cocina es memoria viva, se ha adaptado a los tiempos, a las estaciones del año, a la naturaleza, a la economía, a las penurias, a las celebraciones y a las vidas vividas.
La pedagogía no formal del espacio doméstico está llena de sabiduría, ha sido una verdadera pedagogía basada en el lugar, se ha expresado a través de los gestos, de los ritmos, de la afinación del olfato y del oído, de los aprendizajes, de la gestión emocional de la paciencia y de saber leer los colores, sentir las texturas o medir a ojo, al ojo por ciento o a ojímetro. La sabiduría, al contrario de lo que nos han enseñado, puede tener faltas de ortografía. Son encantadores los recetarios domésticos, tesoros, fetiches, en muchas ocasiones impregnados de amor, de afecto y de intención de transmisión transgeneracional, que también nos dan informaciones geográficas, identitarias y políticas.
Mi tía Susi me pasó —sufriendo por las faltas de ortografía— hace unos meses su receta para hacer aceitunas con ajedrea y algarroba borde, escrita en castellano y catalán. La lengua materna de Susi es el catalán, pero la educación franquista la obligó a aprender a leer y a escribir exclusivamente en castellano.
Hemos perdido la escucha profunda de los conocimientos que nos transmiten las recetas tradicionales, a menudo nos cuesta entender que detrás de una comida que nos gusta hay algo más que el vínculo emocional asociado a la memoria del sabor y al viaje al que nos transporta ese sabor. Nos cuesta conectar con los conocimientos que habitan dentro de estas recetas. Por ejemplo, ¿por qué utilizar bacalao, un pescado que es carísimo, que no se pesca en el Mediterráneo y que está en peligro de extinción, para hacer buñuelos?
Si preguntamos a una persona mayor por qué cocinaban y comían buñuelos de bacalao durante la dictadura, nos responderá que el bacalao era muy barato y que era un pescado seco que se conservaba bien, igual que los arenques, y que antiguamente en el campo no había neveras en los hogares de las familias de las clases populares. ¿Cocinamos y comemos desde la nostalgia? ¿Entendemos el sentido y el corazón de las recetas? Esta desconexión con los conocimientos tradicionales, ¿no podría estar vinculada con la desvalorización, con la no escucha y la falta de atención?
En varios proyectos de cocinas colectivas, se está recuperando esta escucha y atención, en muchas ocasiones reivindican valores muy propios de las cocinas de las mujeres, como la colaboración, los cuidados y la sororidad. Además, operan unas dinámicas de organización y unos intereses muy diferentes de los de las cocinas que dinamizan los supuestos grandes genios de la gastronomía.
Nos cuesta entender que detrás de una comida que nos gusta hay algo más que el vínculo emocional asociado a la memoria del sabor y al viaje al cual nos transporta. Nos cuesta conectar con los conocimientos que habitan dentro de estas recetas..
Silvia Rivera Cusicanqui expresaba con mucha agudeza como la micropolítica es una política del cuerpo y de supervivencia: «Lo único que puedo hacer es llevar a cabo lo que creo, cumplir con lo mío, poner el cuerpo, hacerlo en un entorno de comunidades de afectos, que quizás irradiarán hacia afuera y se conectarán con otras fuerzas e iniciativas, lejos de la competencia y de las estrategias del éxito».
Y ¿no son las cocinas colectivas espacios y comunidades de afectos que irradian hacia fuera y se conectan con otras fuerzas e iniciativas lejos de la competencia? Actualmente, afloran cada vez más en la ciudad de Barcelona estos espacios que además de nutrir y conectar a las personas, atendiendo momentos de crisis y de emergencia, se preocupan por generar nuevos imaginarios políticos, teniendo en cuenta la crisis global y energética, el calentamiento global, el sistema racista y colonial que maltrata las vidas humanas y no humanas que producen los alimentos, poniendo en el centro las tradiciones que tienen sentido aquí y ahora de forma táctica, usando las técnicas culinarias de aprovechamiento heredadas de nuestras antepasadas a través de sus recetarios y de la memoria oral y doméstica, hibridando costumbres y culturas gastronómicas, hackeando los alimentos que viajan demasiado lejos por productos agroecológicos, conectando los fogones con proyectos de espigueo, que luchan contra el derroche alimentario, que recuperan plantas y o peces olvidados, que fermentan, que cuestionan el consumo de la carne y si la cocinan o consumen es de ganadería extensiva.
Y ¿no son las cocinas colectivas espacios y comunidades de afectos que irradian hacia fuera y se conectan con otras fuerzas e iniciativas lejos de la competencia?
Son cocinas que con-jugan, como dice Donna Haraway en Seguir con el problema: mezclan, revuelven, verbalizan, imaginan, piensan, hacen. Con-jugan en el sentido de 'jugar con': propiciando el deseo, las prácticas y el placer para generar nuevos imaginarios políticos orientados a esta civilización. En esto consistiría una aptitud contrapocalíptica. Con-jugando se oxigenan las tensiones y se convierten en grietas llenas de esperanza.
Marina Monsonís
Especialista en arte, cocina y política. Dinamizadora de La Cocina del MACBA