Julia MARTÍNEZ

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Los materiales de #Desmontandofalacias han sido diseñados y desarrollados por Isabel CZ y Tropical.

 

El cambio climático tiene ya importantes consecuencias en todos los ámbitos, por lo que se necesitan políticas ambiciosas de mitigación y de adaptación. La comunicación sobre el cambio climático es cada vez mayor, pero a la vez se detectan argumentaciones falsas que contribuyen a la desinformación. La Fundación Nueva Cultura del Agua puso en marcha una iniciativa para analizar críticamente algunas de las falacias sobre agua y cambio climático. En este artículo resumimos las más relacionadas con el medio agrario.

 

¿El regadío es un sumidero de carbono?

Algunas organizaciones de regantes y algunos responsables de políticas agrarias insisten en que el regadío es un sumidero de carbono y, por tanto, ayuda a luchar contra el cambio climático. Nada más lejos de la realidad. Un primer error es considerar exclusivamente la captura de CO₂, pero no la emisión neta de otros gases como el metano (CH4) o el óxido nitroso (N2O), de potente efecto invernadero, asociados, por ejemplo, al cultivo del arroz y al uso de fertilizantes nitrogenados. Otro error es no considerar que la capacidad de almacenamiento de CO2 en un stock depende de la vida media de dicho stock. No es lo mismo un bosque maduro con árboles que viven cientos de años que unos frutales leñosos que duren 15 años o una plantación de lechugas que se cosecha en pocas semanas. Cuando el cultivo termina su ciclo, el carbono almacenado pasa de nuevo a la atmósfera a través de distintas vías, desde la quema de residuos vegetales hasta el consumo de los alimentos. Los cultivos, especialmente los de ciclo corto, como los anuales, no son sumideros, porque el CO2 captado durante el crecimiento se libera de nuevo a la atmósfera tras la cosecha. De hecho, se entiende que hay secuestro de carbono cuando el confinamiento es a largo plazo, al menos durante 100 años.

 
   Los regadíos intensivos no solo no constituyen un sumidero de carbono, sino que suponen una fuente de emisiones GEI.   
 

En segundo lugar, el principal almacén de CO2 en los cultivos agrícolas está en la materia orgánica del suelo, pero el abandono de prácticas tradicionales de conservación de suelos y la intensificación de cultivos que acompañan de forma creciente a los regadíos en España han conducido a valores de materia orgánica bajos o muy bajos, con lo que su papel como sumidero de CO2 es muy pequeño.

En tercer lugar, hay que considerar no solo su capacidad de almacenamiento de CO2, sino también las emisiones totales de gases de efecto invernadero (GEI) de un cultivo en todo su ciclo de vida, incluyendo el cambio de uso del suelo (si es de nueva implantación), los insumos de fertilizantes y plaguicidas, las emisiones GEI generadas por los propios fertilizantes y estiércoles, y las emisiones asociadas a la energía necesaria para el riego, uso de maquinarias y otros materiales y tecnologías empleados, todo lo cual conlleva grandes emisiones GEI. El resultado final es que los regadíos, particularmente en el caso de los regadíos intensivos, no solo no constituyen un sumidero de carbono, sino que suponen una fuente de emisiones GEI. En el Estado español las emisiones del regadío representan el 60 % de las emisiones agrícolas totales pese a que el regadío solo supone el 21 % de la superficie agrícola total, lo que implica que la emisión neta por hectárea en regadío es en términos medios más de cinco veces superior a la del secano.

¿Necesitamos más embalses y trasvases?

 
   Construir más embalses y trasvases no traerá más agua, así que no es una solución frente al cambio climático.   
 

En múltiples ámbitos, prevalece la idea de que para reducir el impacto del cambio climático (reducción de recursos hídricos y mayores sequías e inundaciones) hacen falta más embalses y trasvases; es decir, conviene aumentar la capacidad de almacenar el agua de lluvia y transportarla de donde sobra a donde falta. ¿Tendríamos más agua disponible si tuviéramos más embalses y trasvases?

España se sitúa a la cabeza de los países con más superficie anegada por embalses, por lo que no hay un problema de escasez de estas infraestructuras. En realidad, hay un exceso de capacidad de almacenamiento que aumentará en el futuro porque los recursos hídricos se seguirán reduciendo por el cambio climático. Construir nuevos embalses supondría despilfarrar dinero público en obra ociosa. Además, los embalses no son soluciones eficaces en situaciones de sequía y lo van a ser menos en el futuro, porque tendrán menos capacidad de regulación hiperanual debido a la presión de la demanda y la escasez de recursos, de forma que difícilmente se podrá reservar agua en años húmedos para usarla en años secos. Los embalses tampoco servirán para evitar los daños por inundaciones, que nada tienen que ver con la falta de estos depósitos, sino con la ocupación de zonas inundables, el incremento de las superficies impermeables por urbanización e infraestructuras, el estrechamiento de los cauces y la construcción de infraestructuras de defensa inadecuadas, como encauzamientos y motas.

La reducción de recursos también afecta a los trasvases y lo hará aún más en el futuro. En el caso del trasvase Tajo-Segura, las aportaciones en la cabecera del Tajo se han reducido considerablemente respecto a las medias históricas, de forma que las transferencias anuales se sitúan en la mitad de lo esperado. Además, el cambio climático no solo aumenta la frecuencia e intensidad de las sequías, sino también su extensión territorial. Por ejemplo, en 2015 la sequía afectó a buena parte de la península, siendo la cuenca del Duero una de las más afectadas; e incluso Galicia sufrió una sequía importante. Cuando este fenómeno afecta a extensiones territoriales tan amplias, no hay zonas que estén en condiciones de aportar agua a otros territorios, por lo que los trasvases no funcionan.

En resumen, con el cambio climático habrá menos recursos disponibles y, por tanto, en países tan hiperregulados como España las infraestructuras existentes estarán aún más sobredimensionadas de lo que ya están. Construir más embalses y trasvases no traerá más agua, así que no es una solución frente al cambio climático. Por otra parte, las infraestructuras más eficientes ya se construyeron en el pasado, por lo que los nuevos proyectos, además de poco o nada útiles, tendrían un coste económico desproporcionado. A todo ello hay que añadir los considerables impactos ambientales y sociales de los embalses y trasvases.

¿El regadío es la solución para frenar la desertificación?

Con cierta frecuencia se escucha que el regadío es un freno frente a la desertificación, acelerada por el cambio climático. Para responder a esta pregunta deberíamos primero abordar otras dos:

En primer lugar, la desertificación en España, ¿se debe a la falta de cobertura vegetal y a la erosión? Los valores de erosión obtenidos en nuestro país en el medio natural, con mediciones reales sobre el terreno, son muy bajos (normalmente entre 0,1 y 1 t/ha anual), incluso si la vegetación natural es escasa o de muy bajo porte. Por tanto, ni la erosión se debe a una cubierta vegetal escasa en el medio natural ni la erosión en el medio natural supone en España un proceso relevante de desertificación. De hecho, existen zonas áridas que de forma natural y desde hace milenios tienen una cubierta vegetal escasa, propia de ecosistemas áridos, que nada tienen que ver con la desertificación y que albergan una biodiversidad de gran valor ecológico, de forma que algunos de estos ecosistemas áridos han sido declarados espacios protegidos, como el Parque Natural Desierto de Tabernas (Almería), el Paisaje Protegido Barrancos de Gebas (Murcia) o el Parque Natural de las Bárdenas Reales (Navarra).

Y en segundo lugar, ¿cuál ha sido el papel real de la ampliación del regadío respecto al riesgo de desertificación? Las nuevas superficies de regadío no solo no han contribuido a frenar la erosión y la desertificación, sino que han contribuido a ellas. Los principales problemas de erosión se relacionan con los usos agrícolas, especialmente por roturación de tierras marginales con malas prácticas agrarias y por regadíos intensivos, como invernaderos, que a veces se adentran en zonas de elevadas pendientes a través de intensos desmontes y movimientos de tierras. De hecho, la roturación de tierras para regadío y agricultura intensiva genera graves impactos en los ecosistemas fluviales debido a la erosión y la entrada de grandes cantidades de sedimento en los cursos fluviales, alterando el hábitat fluvial y las comunidades bióticas. Pero, sobre todo, el principal problema de desertificación en España no es la erosión, sino la mala gestión del agua y la expansión del regadío, que comportan la sobreexplotación de acuíferos, la pérdida creciente de manantiales y humedales y la salinización de suelos, entre otros impactos, fenómenos que claramente reducen la productividad biológica, rasgo común de los procesos de desertificación.

 
   Las nuevas superficies de regadío no solo no han contribuido a frenar la erosión y la desertificación, sino que han contribuido a ellas.   
 

Frente al cambio climático, ¿la solución es la modernización de regadíos?

Una idea ampliamente extendida es que la modernización de regadíos es el método más eficaz para reducir las demandas agrarias y, por tanto, una medida básica para la adaptación de la agricultura al cambio climático. Se trata de una falacia apoyada por la confusión entre uso y consumo de agua, y entre ahorro y eficiencia. No toda el agua captada y utilizada en el regadío se consume, sino que una parte vuelve a los ríos y acuíferos a través de los retornos de riego y queda disponible para otros usos. Por ejemplo, en el caso de los regadíos situados a lo largo de un río, los retornos de riego de los regadíos más arriba vuelven al río y de nuevo son utilizados en los regadíos situados aguas abajo, por lo que tales retornos no se pueden considerar una pérdida. En los regadíos modernizados, aunque el agua captada a menudo disminuye, el agua total consumida no se reduce porque merman las aportaciones a ríos y acuíferos debido a la reducción de los retornos de riego.

Por otra parte, aunque los regadíos modernizados son más eficientes porque necesitan menos agua por unidad de producto, esta eficiencia no se destina a gastar menos agua total, sino a producir más. Los proyectos de modernización del riego suelen ir seguidos de procesos de intensificación, como cultivos dobles y cultivos más intensivos en agua, lo que no solo neutraliza cualquier ahorro de agua unitario, sino que suele aumentar el consumo total. Además, las concesiones de agua no se revisan después de la modernización, de forma que el posible ahorro de agua se utiliza para intensificar e incluso ampliar la superficie regada. El aumento del consumo total de agua en la mayoría de los casos ha sido ampliamente demostrado tanto en España como en el ámbito internacional.

Además, los proyectos de modernización ocasionan un grave impacto sobre los regadíos históricos como las huertas tradicionales, que persisten desde hace siglos y albergan un valioso patrimonio ambiental y cultural para el que las modernizaciones de regadío, además de ser ineficaces para ahorrar agua en estos sistemas, constituyen una clara amenaza.

En definitiva, hay que superar estas ideas erróneas, convertidas en falacias, en torno a las relaciones entre agua, regadío y cambio climático. Necesitamos poner en marcha una transición hídrica justa en España que priorice una adaptación real al cambio climático, habrá que reducir los territorios con una superficie de regadío muy por encima de lo sostenible, así como aplicar medidas valientes para una reducción sustancial de la contaminación difusa agraria y otros impactos ambientales, con el fin de recuperar la buena salud de los ecosistemas hídricos y las múltiples funciones y servicios que nos brindan. Para ello hace falta una completa reorientación de nuestras políticas del regadío, alejándolo de objetivos productivistas y apostando por su sostenibilidad ambiental y social.

Julia Martínez

Fundación Nueva Cultura del Agua

fnca.eu/desmontandofalacias

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