Aurora Camps
Versión en catalán publicada en La Directa
Extracto publicado en El Salto
Foto: Pedro M. Herrera
En 2016 más de 300 renos morían por el impacto de un rayo en un parque natural de Noruega. Se tomó la decisión de no retirar los cadáveres y llamaron a aquel lugar el «paisaje del miedo». Centenares de vidas detenidas, descomponiéndose «sin sentido». Quizás diréis «qué horror». Pero lo que pasó después fue maravilloso: primero llegaron las aves carroñeras a llenar sus buches, con sus sistemas digestivos capaces de depurar del medio enfermedades, y cuando no quedó nada para ellas, su ausencia dio valor a los roedores para aprovechar la ocasión. Multitud de pájaros insectívoros se alimentaron de los artrópodos que se comían los cuerpos de los renos. Los cuervos cagaron por todo el lugar semillas de grosellas, creando un potente banco de semillas de una especie clave en ese ecosistema. A mí todo esto me parece precioso. Quizás ahora lo podríamos llamar «el paisaje de la vida», y quizás ahora podemos encontrar un «sentido» a todas esas muertes.
Somos parte de los ciclos
No creo que sea necesario extenderse en cómo funcionan los ecosistemas: en ellos la transmisión de energía y materia no se da mediante intercambios comerciales. Es la depredación, la herbivoría, el aprovechamiento de cadáveres, el parasitismo, lo que garantiza que el flujo no se rompa, es la muerte lo que da vida. Lo que es bueno para un individuo es malo para el otro, hay un conflicto de intereses constante entre ellos, y en este dinamismo y no en una foto estática es donde se encuentra el equilibrio. Cualquier conservacionista sabe de sobra que no se puede gestionar un parque natural poniendo los intereses de los individuos sintientes en el centro, y aún menos los de todos los individuos vivos. Sabe que lo que importa son los procesos que se dan en ese parque. Que hasta una enfermedad, aunque haga sufrir y mate individuos concretos, puede ser positiva para la población de la especie en cuestión, y para el ecosistema en sí.
Algunas os estaréis preguntando qué tiene que ver nuestra especie en todos estos procesos. Pues bien, creo que cuando hablamos de ecodependencia, nos referimos a que somos una especie insertada en la biosfera, dependiente de que el flujo no pare, de que los ecosistemas funcionen. Que nuestra capacidad moral no nos impida hacer un ejercicio de humildad y aceptar que no somos tan diferentes de otras especies. Situarnos como especie fuera de estos ciclos nos ha llevado donde estamos. La era del petróleo es solo un pequeño párrafo en nuestra historia, pero este acceso sin precedentes a energía barata nos ha hecho creer que estábamos por encima de todo, que podíamos «crear» fertilizantes, agotar tierras y acceder a recursos ilimitados. Comemos petróleo y vestimos petróleo, construimos con petróleo, nos movemos con petróleo. Las buenas y las malas noticias son que esto se acaba.
Nos hemos pensado que nuestra dieta es algo meramente cultural, y en parte lo es, pero en lo más básico, en la raíz, es un flujo más en la biosfera. Es una interacción total con los ecosistemas, y está subordinada a su funcionamiento. Cuando aramos un campo, desplazamos individuos; cuando cosechamos o pastamos, les quitamos alimento; cuando abonamos, se lo damos al suelo y a la vida que alberga. Nuestra vida, como todas las otras (también las vegetales) conlleva muerte. Y es por eso por lo que no tiene ningún sentido poner el foco en vidas individuales cuando interaccionamos con los ecosistemas. A mi parecer, lo que tenemos que preguntarnos es si nuestras acciones perjudican al conjunto o si lo benefician: ¿estoy en convivencia y beneficio la biodiversidad del ecosistema? ¿Mejoro la capacidad del suelo de retener agua y materia orgánica? ¿Aumenta la capacidad de producción biológica del ecosistema? Y un largo etcétera. Tanto actividades agrícolas como ganaderas pueden mejorar o perjudicar estos factores, y es ahí donde tenemos que poner el centro, en no dañar todos estos procesos tan necesarios para la salud de los ecosistemas, donde viven, donde interaccionan y evolucionan hábitats, poblaciones, especies e individuos de maneras tan complejas que quizás nunca llegaremos a comprender del todo.
Foto: Pedro M. Herrera
Foto: Pedro M. Herrera
Sobre antropocentrismo y otros insultos
Parece que «antropocéntrica» y «ansias de dominar» son los insultos de moda, sobre todo cuando van dirigidos a ganaderas. Pues bien, nada me cuadra más en esta definición que la voluntad de construir nuestra relación con la tierra partiendo de una moral que ha evolucionado dentro de la cultura humana, en vez de entender su funcionamiento e integrarnos en él. «Explotadora» es el otro insulto mainstream. Ante la pregunta de qué es explotación animal, la respuesta más común en estos tiempos es «usar los animales como recursos» así, sin nada más, para que no haga falta distinguir entre modelos de ganadería. Me pregunto si esta definición tiene algún sentido en un mundo donde los individuos son recursos para otros (¿qué comería el águila sin las liebres?), donde los ecosistemas son recursos para los individuos (¿dónde viviría el jabalí sin los bosques?), donde estos últimos lo son para los ecosistemas (¿cómo se mantendría un pastizal sin los herbívoros?) y para las especies (¿cómo se conservarían y evolucionarían los genes sin los ejemplares?). Qué horrible manera de ver el mundo, todo en términos de dominación y explotación; si no somos capaces de aceptar que el hecho de que un ser vivo o un ecosistema sea un recurso para nosotros no le quita el valor de lo que es en sí mismo.
No nos equivoquemos, no quito importancia a la capacidad de sentir de los animales y a la responsabilidad moral que esto conlleva cuando tratamos con ellos. Poner el foco en el conjunto cuando tratamos con la biosfera no significa no respetar y cuidar también a los animales que nos alimentan. Sí, CUIDAR, con todas las letras, aunque algunas crean que este término tiene copyright. Qué triste pensar que no podemos cuidar todo aquello que nos sustenta. Respetar y cubrir sus necesidades físicas y etológicas; en el caso de rumiantes, es el pasto, la vida gregaria y todas las interacciones sociales que esto conlleva, cura de enfermedades y accidentes, evitar el estrés… Y sí, matamos. Con todas las letras, también. No podemos obviar que el drama de la muerte en nuestra especie tiene mucho que ver con las expectativas de futuro que tenemos, hacia los otros y nosotras mismas, una característica muy de humanos.
Me detendré un momento para hablar de plantas. Vamos a aceptar las teorías más retrógradas y menos informadas de que una planta es como una piedra con atributos de ser vivo. Aceptar esto de por sí ya me resulta estremecedor; obviar sus capacidades de cooperar, ayudando a las más débiles y a la descendencia a través de las raíces, de comunicarse, advertir del peligro, hasta de aprender, mejorando sus reacciones a ataques de insectos o herbívoros. Pero vamos allá, vamos a suponer que todo esto es superfluo, que no les da ningún valor más allá de ser imprescindibles para sintetizar materia orgánica mediante la fotosíntesis y ser el sustento de nuestra clase, los animales. Aun así siguen siendo seres vivos, siguen teniendo adaptaciones y reacciones al medio con la finalidad de seguir vivos y reproducirse. Bien cierto es que la capacidad de tener emociones (más o menos complejas) de los animales, conlleva la responsabilidad de procurar el bienestar de los que tenemos a cargo, pero ¿es la posesión de vida lo que nos incapacita para matar? Porque no veo yo ninguna razón, desde este individuocentrismo, que me diga que las vidas de unos valen más que las de otros. Está claro que esta posición nos llevaría a la incapacidad de vivir éticamente y a la propia muerte, así que quizás hay algo erróneo en priorizar los individuos en nuestra relación con el planeta. Porque, aunque solo contaran los animales, estaríamos cometiendo un acto atroz al llevarnos una rebanada de pan a la boca. Un pan hecho con trigo sembrado en un campo arado. ¿Cuántas madrigueras habrá destrozado ese arado? ¿Cuántos animales no humanos habrá matado? ¿A cuántos habrá dejado sin hogar? ¿Seríamos capaces de comerlo con la conciencia tan limpia si las madrigueras fueran casas y los animales fueran humanos? ¿Estamos entonces jerarquizando, decidiendo qué vidas son más valiosas? Todo se tensa, y es que quizás, una simple expansión del antropocentrismo hacia los animales no humanos es algo demasiado fácil y conservador para encontrar formas positivas de integrarnos en la tierra. Quizás el primer paso para saber cómo vivir en este planeta es escuchar a la ecología, que nos explique su funcionamiento y respetarlo.
Pero, de acuerdo, acepto que en una sociedad donde el neoliberalismo y su exaltación del individuo ha ganado la batalla de las ideas; pedir una visión holística del conjunto es pedir peras al olmo. Pero me parece, como mínimo, decepcionante que algunos espacios de la supuesta izquierda, esa que se llena la boca con el bien común, estén adoptando sin pestañear este discurso, precisamente cuando nos encontramos ante una crisis ambiental sin precedentes que hace urgente una visión sistémica y poner a las comunidades bióticas en el centro. No nos engañemos, también me parece normal. El discurso es fácil, no es rompedor, solo es extrapolar nuestra moral, producto de la evolución de nuestra vida en sociedad, hacia aquellos seres más parecidos a nosotros. Adoptar este punto de vista no nos supone un gran esfuerzo, no sacude los cimientos de la moral con la que nos han educado y, cuando los argumentos se acaban, la emoción y el sentimiento hacen el resto.
Del individuo al colectivo
Pero no es ningún secreto que, aunque en el mundo de las ideas los argumentos antiespecistas quedan muy bonitos, cuando los bajamos a la realidad se tensionan por todas partes. En un ejercicio de sinceridad, las antiespecistas más informadas reconocen que sus ideas muy a menudo chocan con el ecologismo, ya he explicado antes algunos de los motivos. Aun así, existe una tergiversación de datos constante por su parte cuando usan argumentos ecologistas para justificar su opción moral. Pica, esto sí que pica. Supongo que a nadie le tengo que aclarar a estas alturas de la lectura que estoy hablando todo el rato de ganadería de pastoreo. Pero los datos se mezclan con el intensivo e industrial cuando solo comparamos los impactos de la carne con los de los vegetales.
Se usan estudios con malas prácticas para justificar argumentos, y se obvian todas las posibilidades de coexistencia positiva, o simbiosis, que se da en el pastoreo. Se desinforma acusando a la ganadería extensiva de los problemas de purines que causa el intensivo. Se comparan usos de la tierra que nada tienen que ver, usando como dato solo las hectáreas «ocupadas»; pero si alguien piensa que podemos comparar las funciones ecosistémicas y la biodiversidad de un paisaje de pastos y bosques con la de un monocultivo, le invito a que coja la bicicleta, vaya al pasto más cercano que tenga, marque un metro cuadrado y cuente el número de especies (animales, vegetales, hongos) que ve. Después puede hacer lo mismo en un cultivo cualquiera. Si estamos de acuerdo en que no podemos usar los datos de la agricultura mayoritaria en nuestros días para decir que hay que acabar con la agricultura, también lo estaremos en que no podemos hacer lo mismo con la ganadería.
Siguiendo con los pies en la tierra, me parece significativo que, desde estas posiciones que nos acusan de explotadoras de animales y de naturaleza, nunca haya una propuesta realista de modelo de producción alimentaria. Una propuesta para cuidar los suelos agrícolas, para abonarlos prescindiendo de fertilizantes químicos (una de las principales causas de emisión de CO2 en agricultura, de pérdida de suelos y de contaminación de acuíferos), para cerrar ciclos, para garantizar la soberanía alimentaria de los pueblos y aprovechar los recursos de cada territorio. Y ya no hablamos de la prevención de incendios, tan necesaria ante los cambios que se nos echan encima, o de mantener un paisaje mosaico, tan positivo para la biodiversidad, en un entorno tan humanizado como el nuestro. La globalización y el tecnoptimismo han contaminado muchas mentes, pensando que los recursos son accesibles para todos y en todas partes, y que encontraremos siempre una solución tecnológica hecha a nuestra medida (y no a la del planeta). Pero en un contexto de necesario decrecimiento, seguramente tendremos que volver la vista atrás y reaprender a vincular agricultura y ganadería.
Pienso en todo esto y después veo cómo, desde posiciones de poder y tribunas que da la academia, se carga contra la ganadería de pastoreo de modos muy contundentes. Y la peligrosa consecuencia de esto es desviar la atención del problema para mí principal: el modelo agroindustrial. Se está llegando a un punto en que somos capaces de desviar la mirada de la explotación de personas, o la destrucción de ecosistemas, siempre que no veamos un trozo de cadáver en el plato. Parece realmente contradictorio que, mientras que una transición hacia la agroecología conllevaría una dieta con mucha menos carne, a la vez que un cambio en nuestra relación con la tierra y con la humanidad, la estrategia sea poner el foco hacia una actividad que puede ser una aliada para la conservación de la biodiversidad, la mitigación y adaptación al cambio climático y para la soberanía alimentaria. Cuando tus creencias morales te indican que comer un aguacate de Valparaíso es una contradicción más asumible que la de hacerte una tortilla con los huevos de las gallinas del patio de la vecina, quizás es hora de replantearlas. No vamos a salvar el planeta tal y como lo conocemos si no ampliamos la mirada y dejamos de lado esta visión del conjunto como una simple suma de individuos. Las interacciones y codependencias entre estos son tan o más importantes.
Me despido como ganadera de profesión y hortelana de vicio, sin sombreros ni títulos, que si alguien los necesita para tener en cuenta algunas de mis consideraciones, tendría que revisarse. Sin entrar en competiciones de a ver quién la tiene más grande (la titulación), sin amplificar el poder de la academia para crear opinión. Me despido, y firmo con otro nombre, no por complejo, sino por miedo a quedar expuesta, y porque no soy yo, somos muchas. Con arrugas del sol en la frente, callos del chapo en las manos y tierra bajo las uñas.
Aurora Camps
Ramaderes de Catalunya