José María Cófreces y Mayte Muñiz
(Diccionario de la Real Academia Española)
Nací en una granja. Mi madre y mi padre eran especialistas en ingeniería de la supervivencia; trabajaban la huerta sin tractor y con los productos cultivados experimentaban en la cocina, que era su laboratorio. Cuidaban de siete vacas y nunca nos faltó leche, mantequilla y otros derivados. Construyeron la casa en la que vivieron; conocían la tecnología del barro, el adobe, el tapial y la carpintería básica para formar la estructura que soportara la cubierta y el techo. Todas esas tecnologías les hacían personas soberanas, pues ya cubrían las necesidades de vivienda y alimento, además del apoyo económico con la venta de algunos productos y con los trabajos de construcción que hacía mi padre.
En 1972, con quince años, empecé a trabajar en un taller. Allí conecté con la tecnología del metal, aprendí deprisa y pronto fui ajustador matricero. Creábamos troqueles para la producción de piezas en serie con seis máquinas y un montón de utillajes y el proceso completo duraba cinco días. Hace un tiempo visité un taller que hacía lo mismo que yo hace 48 años. Habían invertido en una máquina que, con ayuda de las nuevas tecnologías, producía lo mismo en solo cuatro horas, en función de la complejidad del trabajo a realizar; a mayor complejidad, más tiempo se ahorra en el proceso.
La promesa tecnológica del empleo
La capacidad de absorción de trabajo de las máquinas es absoluta y exponencial. El robotizaje, la inteligencia artificial y la digitalización de los procesos productivos hacen que el trabajo, con el apelativo de empleo, quede bajo el control del superdesarrollo de las máquinas. Esto reduce las manos humanas a la mínima expresión y expulsa del mundo del empleo (especialmente en los entornos urbanos) a una masa cada vez más grande de gente y algunos —o muchos— de sus conocimientos. Al mismo tiempo, a modo de promesa imposible, se repite que las nuevas tecnologías abrirán grandes yacimientos de empleo, cuando hace tiempo que este dejó de estar en manos de las administraciones, manteniendo a las personas en una expectativa embustera que nunca acaba de llegar. Los modelos económicos que generan las nuevas tecnologías no van acompañados de un modelo social que los soporte.
Los modelos económicos que generan las nuevas tecnologías no van acompañados de un modelo social que los soporte.
En la vida rural pasa algo parecido. Se defiende la producción intensiva como generadora de empleo; sin embargo, la industrialización de la agricultura y la ganadería expulsa inexorablemente a los proyectos pequeños. Las nuevas tecnologías condensan la crianza de 1500 cerdos en macrogranjas que se pueden gestionar con solo 1 o 2 personas; el trabajo es administrativo y tecnológico, pero de poca relación directa con el animal, que acaba siendo un mero material industrial en una fábrica de carne. Este modelo provoca la desaparición de quienes construían las economías básicas, de artesanías y oficios muy diversos que completaban las necesidades tecnológicas del entorno. A su vez, desaparece el modelo social que cuidaba y mantenía a las personas, los animales y el territorio. La causa es la apuesta por modelos de desarrollo exógenos que nada tienen que ver con las necesidades de los ecosistemas ni con la subsistencia humana y que, además, ridiculizan nuestras formas de vida tradicionales.
Las nuevas tecnologías condicionan los modelos económicos que determinan la vida en el entorno urbano y en los restos del rural, que va en desventaja, ya que ha sido despojado del modelo social que aportaba las respuestas necesarias y posibilitaba la vida. En la próxima década, caerá el 70 % de lo que ahora se conoce como empleo, generando bolsas de pobreza y sin alternativa realista que no apueste por la renta básica de las iguales.
Deseconomizar la vida y apostar por la renta básica de las iguales
Deben diseñarse estrategias que generen mecanismos ecosociales y económicos que posibiliten esta opción de vida en el territorio.
Llevo años viviendo y trabajando en el desarrollo de proyectos rurales y, en la medida de lo posible, ayudo a personas con su retorno al campo. Se publican muchos datos sobre despoblación o envejecimiento de la población rural, pero, quizá por desinterés de las administraciones, nunca he visto un estudio sobre cuánta gente en la urbe estaría dispuesta a venir aquí. Seguramente hay muchas personas jóvenes que buscan vivir de otra manera y en contacto con la naturaleza, por eso deben diseñarse estrategias que generen mecanismos ecosociales y económicos que posibiliten esta opción de vida en el territorio.
Los ayuntamientos de mi entorno hacen algún movimiento puntual pero sin continuidad, sin estrategias a largo plazo y sin resultados. Necesitamos que se pueda vivir dignamente de la agricultura y la ganadería familiar, pero también de otras cosas. Necesitamos servicios básicos para la vida, infraestructuras y mejoras en las comunicaciones, servicios sanitarios cercanos y disponibles, opciones de transporte y posibilidades de participación en las instituciones. Necesitamos una gestión sostenible del entorno y un cuidado responsable del territorio. Necesitamos la llegada de personas que ayuden a articular una sociedad viva y plural, que defiendan la soberanía de la alegría, compartiendo culturas, creación artística, música, agroecología, protección y regeneración de bosques y un largo etcétera. Que activen los recursos dormidos de los territorios que habitamos.
Para conseguirlo necesitamos deseconomizar la vida y apostar por la renta básica de las iguales. Hay que exigir a las administraciones estrategias para fijar población y atraer nuevos pobladores; en todos los territorios existen miles de viviendas vacías, ruinas que se pueden recuperar y recursos básicos para la vida que no se están gestionando. Hay que animar a las universidades, colegios y otros centros de formación a trabajar en el aula más grande que tenemos, que es el territorio; salir de las microaulas por las ventanas, dejar de mirar el móvil y el ordenador, mirar nuestras manos y el horizonte.
Las nuevas tecnologías por contraposición de modelos también nos muestran caminos. Sepamos utilizarlas, pues son inevitables.
José María Cófreces y Mayte Muñiz