José Ferreira Matos


Gallina, Chlorella y CRISPR

En Mercaderes del espacio, la novela de Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth que cuenta la desventurada historia del publicista Mitchell Courtenay —encargado de la campaña publicitaria del Proyecto Venus, el intento terráqueo de colonizar el segundo planeta del sistema solar—, el mundo se alimenta de tajadas de Gallina. La Gallina es un hemisferio gomoso de unos cinco metros de diámetro y color castaño grisáceo, alimentada por un fluido nutritivo (glucosa), que está alojada bajo una bóveda húmeda construida en Costa Rica con cemento y plomo para protegerla de los rayos cósmicos. La Gallina muere todas las noches y resucita cada mañana. A medida que va creciendo se le van arrancando, con guadañas, finas lonjas de carne elástica que se pesan, se sazonan, se empaquetan y se distribuyen por todo el mundo. La Gallina es propiedad de Proteínas Clorela. De sus plantaciones de Costa Rica se recolectan jugosas y maduras proteínas. Chlorella es, precisamente, uno de los géneros de algas más utilizados para consumo humano. En los años 1950 afloró un gran entusiasmo por la Chlorella pyrenoidosa, un alga rica en proteínas que crecía rápidamente usando dos fuentes inagotables: la luz solar y el dióxido de carbono. En esos años, muchos creyeron que el mundo podría alimentarse de algas. Cien años antes, a comienzos del siglo xix, en las Tierras altas de Escocia, el trabajo más importante para los agricultores expulsados de sus tierras era la recogida de algas. La industria de algas marinas se implantó estratégicamente durante los primeros años de la revolución industrial, ya que era fundamental para proporcionar el álcali necesario no solo para una industria textil cada vez más dinámica, sino también para la fabricación de jabón y vidrio; sin las algas marinas, la escasa madera se habría quemado para obtener potasa.

Volviendo al libro, en el tiempo narrativo de Mercaderes del espacio, toda la alimentación mundial se hace a base de proteínas; aquello que distingue a una persona sibarita de una hambrienta es el consumo de proteínas frescas o de proteínas regeneradas. En el tiempo actual, la transformación que está sufriendo la producción agrícola y alimentaria es, principalmente, una disrupción de proteínas impulsada por la economía. Las proteínas, las definitivas e irreductibles commodities del capitalismo. En el nuevo ciclo de la edición genética de semillas se utilizan técnicas basadas en complejos de proteínas, siendo la más conocida la denominada CRISPR, acrónimo en inglés de repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente intercaladas. Esta técnica —adaptada de un proceso de edición genética que ocurre naturalmente en las bacterias— consiste en el seccionamiento del ADN de la semilla en un punto específico de su secuencia recurriendo a la proteína Cas9.

 

 
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Diagrama de flujo de un posible proceso de fabricación de carne de cultivo. La columna de la izquierda muestra el aumento gradual del volumen del cultivo celular a través de sucesivas etapas en las que las células van creciendo exponencialmente hasta culminar en un biorreactor final, donde, alcanzada la densidad celular deseada, se añaden la enzima transglutaminasa de entrecruzamiento de proteínas y la proteína de unión, para inducir la formación de agregados de células que se sedimentan rápidamente cuando se detiene la agitación (abajo a la derecha). Las células recolectadas se prensan y la torta resultante se tritura en porciones de carne picada del tamaño deseado por el vendedor o el consumidor (columna de la derecha). Fuente: Cor van del Weele y Johannes Tramper, Cultured meat: every village its own factory?

 

 

La carne que sale de las plantas

La mayor parte de la superficie de la tierra agrícola cultivada está ocupada por cultivos de variedades de cereales destinados a la fabricación de piensos para la alimentación de ganado, por lo que las personas comen cada vez más cereales a través de la carne. Atendiendo a las dudas surgidas en torno a los impactos ambientales, éticos y sanitarios de estas prácticas industriales ganaderas, a lo largo de los últimos años vienen desarrollándose, además de la carne cultivada o in vitro, otros métodos de producción de proteínas a partir de organismos vegetales, especialmente en los ámbitos de la carne alternativa o carne análoga, en cuya elaboración se utiliza, por ejemplo, soja no genéticamente modificada, frijol mungo, trigo, tallos de setas shiitake, garbanzos, arroz, diversas variedades de algas, etc.

A las empresas dedicadas a la elaboración de proteínas a partir de plantas se las llama «nuevos agricultores»: dentro de esta categoría se encuentra Qualitas Health, una compañía de nutrición que cultiva algas en el desierto de Texas utilizando tierra no arable, agua salada y luz solar como principales fuentes de energía para producir omega-3 y proteínas; también Quorn, líder mundial de carne alternativa que elabora sus productos a partir de la micoproteína extraída de un hongo filamentoso (Fusarium venenatum) cultivado en tanques de fermentación. Por otro lado, la Unión Europea financia el proyecto Smart Protein, cuyo objetivo es validar industrialmente plantas nutritivas innovadoras, rentables y eficientes (habas, lentejas o garbanzos), así como proteínas de biomasa microbiana de hongos comestibles mediante el reciclaje de residuos de pasta, corteza de pan y levadura de cerveza. De igual modo, la empresa Tyson Foods, el más importante procesador de carne de Estados Unidos, anunció, en la pasada edición del Foro de Davos, la creación, junto con otras empresas y organismos, de la Coalition for Global Protein, que tiene como propósito hallar soluciones nuevas y creativas en el campo de la industria de las proteínas y poner en práctica dichas soluciones a través de programas piloto. Pero ninguna de estas iniciativas es intrínsecamente novedosa: en 1913, el químico belga Jean Effront imaginó que podría transformar el desperdicio en un bistec; sugirió que el material desechado por las fábricas de cerveza y destilerías podría ser aprovechado para la alimentación humana, ya que la pasta resultante de ese material sería tres veces más nutritiva que la carne, así como más económica, ya que no necesitaba la intermediación del animal que la transforme en carne.

Del cultivo del corazón a la hamburguesa

En la vida regenerativa de la Gallina reverbera la teoría de la vida permanente de Alexis Carrel, probada en sucesivos experimentos realizados entre 1911 y 1912. Con ellos, Carrel pretendía determinar las condiciones bajo las cuales la vida activa de un tejido en el exterior de un organismo podría prolongarse indefinidamente mediante una apropiada nutrición artificial, llegando, incluso, a superar la duración normal que tendría si se mantuviera dentro del organismo. Uno de los experimentos realizados por Carrel se denominó Cultivo del corazón: un pequeño fragmento del corazón del feto de un pollo de 18 días de edad fue cultivado en plasma hipotónico y sucesivamente lavado a lo largo de varias etapas. En este experimento, Carrel observó que cuando el cultivo presentaba latidos irregulares o carecía totalmente de pulsaciones, después de lavarlo y pasarlo por un nuevo medio (solución de Ringer o plasma hipotónico), volvía a latir. Esto le permitió concluir que un fragmento de corazón de pollo podría pulsar rítmicamente después de dos meses fuera del organismo, esto es, que un fragmento de tejido viviendo in vitro podría conservar su función normal durante un largo periodo de tiempo.

La producción de tejidos cultivados en laboratorio con fines alimenticios empezó por ser una posibilidad de nutrir a astronautas, pero también una performance artística. En 2002, un grupo universitario financiado por la NASA desarrolló y testó un sistema in vitro de producción de proteínas musculares (MPPS, por sus siglas en inglés) para la fabricación de un sustituto de proteínas que alimentase a los astronautas en sus viajes espaciales. El experimento consistió en el cultivo de la masa muscular esquelética de la especie de pescado Carassius (también conocida como carpa dorada). Las pequeñas cantidades de tejido producidas fueron sometidas a una prueba de olfato, para evaluar su palatabilidad. Un año más tarde, en 2003, el colectivo de bioartistas Tissue Culture and Art Project presentó la instalación-performance «Disembodied Cuisine», en el ámbito de la exposición «L’Art Biotech», en Nantes, Francia. Consistía en la presentación del cultivo de un filete de rana sobre biopolímero para su potencial uso como alimento humano, junto a cuatro ranas vivas y sanas que convivían en la instalación. En el último día de la exposición, el filete se cocinó y se sirvió en una cena al estilo nouvelle cuisine, mientras que las cuatro ranas eran puestas en libertad.

Pero habría que esperar diez años hasta que en una conferencia de prensa celebrada en Londres en agosto de 2013 se presentara y se degustara la primera hamburguesa cultivada: un naco de 85 gramos formado por 10.000 filamentos musculares generados a partir de las células primarias extraídas de dos vacas (de las razas blonde d’Aquitaine y belgian blue). El experimento corrió a cargo del equipo del profesor Mark Post, de la Universidad de Maastricht. En la presentación se declaró que una simple muestra de tejido podría producir 20.000 toneladas de carne cultivada, lo suficiente para confeccionar más de 175 millones de hamburguesas de unos 113 gramos. Esta misma cantidad de hamburguesas exigiría carne de más de 440.000 vacas. Fue también la hamburguesa más cara: costó 250.000 €.

La denominación de la carne producida en laboratorio ha evolucionado desde el concepto original de carne in vitro hasta el término más reciente de carne limpia, pasando, obviamente, por la expresión carne cultivada. Otros términos, más peyorativos, se refieren a este nuevo objeto ontológico aún por definir como carne sintética o carne Frankenstein. Además, algunos autores ni siquiera le confieren la taxonomía de carne, clasificándola como proteínas musculares artificiales, ya que el término carne implica la maduración dentro de un animal y un proceso de sacrificio. Pero, al margen de la clasificación empleada, el desarrollo de nuevas técnicas de elaboración de alimentos en laboratorio marca la entrada en una nueva fase de domesticación de plantas y animales: la domesticación de microorganismos. Esta práctica evitaría la utilización de seres vivos de gran tamaño actualmente creados por la industria de ganadería para la producción de carne y permitiría acceder a los nutrientes individuales directamente sin necesidad de alimentar y sacrificar a un animal.

Biotecnología y lucha por el poder

La unión entre capitalismo y biotecnología prefigura la consolidación de un nuevo tipo de capital, el biocapital, un tipo de riqueza que depende de una forma de extracción y aislamiento de partes específicas de los organismos con capacidades reproductivas primordiales. No solo es una forma de usar los seres vivos que se remonta a los orígenes neolíticos de la fermentación y la agricultura, sino también una tecnología controlada por el capital, un modo específico de apropiación de la naturaleza viva, literalmente capitalizando la vida. Como escribe Stefan Helmereich, citando a Nikolas Rose, «la molecularización despoja a los tejidos, proteínas, moléculas y medicamentos de sus afinidades específicas —para una enfermedad, un órgano, un individuo— y les permite ser considerados, en muchos aspectos, como elementos o unidades manipulables y transferibles, que pueden ser desplazados». Se asiste a una reconfiguración de todo lo grande (familia, personalidad) al mismo tiempo que la biología se hace cada vez más pequeña y maleable. Al basarse en promesas de futuros materiales biológicos con preguntas no siempre de carácter retórico: ¿cómo pueden generarse proteínas microbianas a partir del dióxido de carbono?, o ¿cómo puede la agricultura celular integrarse en la producción de alimentos a base de plantas?, el carácter especulativo de la biotecnología está en sintonía con las especulaciones de los fondos de inversión de riesgo en búsqueda del paisaje financiero del futuro.

En esta tesitura —donde se recombinan escenarios redentores y apocalípticos—, la agricultura se desplazaría del campo al tanque de fermentación; pasaría a formar parte de la ciudad, pero no en un huerto urbano, sino en un laboratorio. En los múltiples escenarios futuristas donde se intenta antever, adivinar y condicionar el devenir de la alimentación, subyace la idea recurrente de que en un mundo superpoblado sus habitantes no podrán acceder a ese tipo de alimento tan fuertemente vinculado a la hegemonía masculina angloamericana: la carne. La lucha por el futuro de la alimentación —donde la elaboración de escenarios más o menos inverosímiles y rocambolescos no es más que un subgénero de las profecías autocumplidas— es, al fin y al cabo, como afirma Warren Belasco en su Meals to Come, tan solo una lucha por el poder.

 

José Ferreira Matos

Arquitecto. Interesado en historia, geopolítica y seguridad alimentaria

 

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