Violeta Aguado Delgado
Manos de mujeres de tres generaciones amasando la vida en el medio rural. Foto: Violeta Aguado
Somos las hijas de los campos amarillos de Castilla. Nietas de las campesinas que alimentaron este país durante décadas. Nacimos en el granero de España pero sentimos que lo hicimos en el tiempo equivocado. Nuestras abuelas aún nos hablan de la fiesta de la trilla, de la vendimia y del salón de baile que se llenaba los domingos por la tarde. Pero cuando nosotras llegamos, en nuestros pueblos solo quedaba el rastro de una cultura arrasada, el vacío de las calles sin gentes, el horizonte infinito en el que reposar la mirada. Somos las herederas de un patrimonio hermoso pero vacío y eso no es justo.
Fuimos educadas para querer salir de aquí, para rechazar la identidad de nuestros pueblos, para abrazar un progreso disfrazado de títulos universitarios, empleos reconocidos, ocio y universos digitales. Eso era «caminar hacia delante». Pero salir del lugar donde una nace no debería significar siempre caminar hacia adelante. «Dentro de nuestro vacío solo queda en pie el orgullo», decía Evaristo Páramos en una de sus canciones; pero en nuestro vacío, un vacío demográfico que trajo otros tipos de vacío, no quedó en pie ningún orgullo. Si ante el progreso arrasador, nuestros antepasados se escondieron debajo de sus boinas; nosotras nos escondimos bajo el abrazo de las ciudades, donde pretendíamos olvidar el lugar del que veníamos, pero no conseguimos hacerlo.
Y es que la gran ciudad es un lugar inhóspito para quien ha vivido la infancia en la calle, para quien ha crecido con la sensación de que en un pueblo todas te cuidan y se saben tu nombre. Aún recuerdo la primera vez que me monté en el metro de Madrid y vi a un hombre pidiendo limosna entre los vagones. Mientras las personas apartaban la mirada yo me acordaba de mi abuela que siempre ponía un plato de más en la mesa dignificando la vida de todxs. Porque la sororidad, ya existía entre las vecinas de mi pueblo antes incluso de que aprendiésemos esa palabra. El marido de la señora Matilde, la más pobre del lugar, se cortaba las camisas para que ella se las remendara una y otra vez. Cuando Matilde no podía más, acudía al refugio de la señora Gerasima, mi bisabuela, y en silencio ellas se cuidaban.
Las mujeres del medio rural llevan siglos cuidando de la vida y de los territorios, siempre en un segundo plano, siempre invisibles aunque estén ahí. Son las que «tienen tiempo para todo», como relata la escritora María Sánchez en su novela Tierra de mujeres (Barcelona: Seix Barral, 2019):
Son las que preparan a los hijos para ir a la escuela, las que cocinan y dejan la casa limpia, las que bajan al huerto y cuidan de las gallinas, las que arreglan a los suyos (a los vivos y a los muertos), las que trabajan en el campo sin ser dueñas de la tierra, son mujeres como nuestras madres o nuestras abuelas, o como las señoras de nuestros pueblos, las que te dicen «¿y tú, de quién eres?». Esas que se alegran de verte, de que tengas trabajo y de que salieras del pueblo para ser una mujer independiente, cuando ellas han tenido que callar y callar tanto.
Pero «el silencio es un lujo que no podemos permitirnos», como decía la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Nosotras, mujeres, jóvenes, rurales. Nosotras, que no recibimos las herramientas para poder construir el futuro en nuestros pueblos, pero que ahora somos conscientes de sus posibilidades, tenemos que hacer visible el trabajo, las voces y los cuidados de las mujeres del medio rural. Rechazamos la imagen plana en la que se nos ha encasillado y queremos espacios propios también en nuestros pueblos. Necesitamos reivindicar un feminismo para el medio rural, porque el feminismo no puede quedarse solo en las ciudades, tiene que ser un feminismo en el que quepamos todas.
A veces imagino cómo habría sido nuestra tierra si no nos hubiéramos ido. De nuestros pueblos salieron cineastas y escritoras, empresarias y científicas, mujeres pioneras en diferentes campos. Muchas mentes brillantes que nunca volvieron y cuya partida empobreció con su vacío nuestros pueblos. A veces imagino también cómo habría sido nuestra tierra de no ser por las que se quedaron. Aquí se quedaron mujeres que remendaban la ropa, cuidaban del ganado, lavaban en el río, recogían la cosecha, hacían conservas para tener comida todo el año, protegían las semillas, cuidaban de los mayores y hacían un sinfín de tareas calladas…; de no haber sido por ellas, nosotras no estaríamos aquí ahora.
Por las que se quedaron y por las que se vieron forzadas a marcharse; por ellas, nosotras existimos y resistimos.
Violeta Aguado Delgado