La importancia del legado ancestral para la convivencia con la naturaleza

Ignacio ABELLA

Eguzkilore

Eguzkilore, Euskal Herria | Foto: Alejo (CC BY-SA 2.0)


   Antiguamente había muchos encantos, pero hoy la gente es muy pilla y los encantos se esconden.  

María del Chebro, paisana de Perlunes (Somiedo), en Asturies

 

Un día, hace un tiempo, subía a la braña con un paisano de los de toda la vida y en un altozano se paró a enseñarme con orgullo un magnífico seto de espineres. El abuelo me contó que lo había plantado él mismo siendo un chaval para proteger aquel prado desnudo y expuesto a los vientos, en el que apenas podía parar el ganado los días de frío y tormenta. Lo cierto es que durante un rato pudimos resguardarnos del viento cortante que soplaba en ese mismo momento y al abrigo del seto nos sentimos reconfortados. Contemplando esta sebe, que se diría está allí desde siempre, se entiende que el paisaje tradicional que nos protege y alimenta de mil modos distintos es el resultado de una constante y callada construcción y reconstrucción. Continuamos subiendo por un camino cada vez más estrecho y a cada paso me fue enseñando las huellas de toda una vida: la portilla de madera que cierra el mismo prado, un precioso castaño que da ya buena sombra y mejores frutos, unos perales que él mismo injertó sobre pies de espinera, el muro de piedra… Son elementos integrados en el paisaje ancestral, en el que percibimos ese orden y perfecto equilibrio entre natura y cultura, que da como resultado una extraordinaria belleza.

 

   El paisaje no solo se construye sino que se mantiene, se cuida y se defiende.   
 

Ya de vuelta, pudimos ver una enorme haya seca que había sido arrodiada, con el típico anillo cortando todo alrededor los vasos por donde fluye la savia. El viejo paisano se paró pensativo con cara de disgusto y dijo mirándome muy serio: «Si veo yo al que ha hecho esto, la tenemos». Y es aquí donde comprobamos, una vez más, que el paisaje no solo se construye sino que se mantiene, se cuida y se defiende. Solo así se explica que hayan llegado hasta hoy estos ecosistemas complejos que han ido evolucionando por siglos y generaciones y que en unas pocas décadas se encuentran en el preocupante estado de abandono que podemos contemplar en la actualidad.

LAS ENSEÑANZAS ANCESTRALES

Podríamos reconstruir la geografía mítica de una zona determinada y nos sorprendería la cantidad de túmulos, menhires, ermitas y puentes con leyenda, árboles sagrados, bosques venerables, encantos, cuevas de busgosos, fuentes de xanas (hadas) y otros lugares con historia. Pero nos sorprendería aún más comprobar en el hipotético mapa mitológico de esa comarca en cuestión, cuántos de esos «encantos» han sido olvidados o destruidos.

Claude Lecoteux, investigador de los cuentos y leyendas europeos, afirma que los «genios comarcales» obligaban a nuestros ancestros a respetar el entorno. «Hace algunos decenios vimos que en Islandia la población rechazaba la instalación de una central hidroeléctrica que pensaban que podría perjudicar al genio de la cascada. Bien parece que estos genios formaban parte de los elementos reguladores de la vida de nuestros abuelos y, sea como fuere, nos han legado una ley esencial: el ser humano tiene que vivir en simbiosis con la naturaleza que lo rodea y tratarla como a un ser vivo. En suma, continuar venerando los genii loci (espíritus protectores de un lugar) para poder prosperar».

Ishi, el último superviviente de la tribu amerindia de los yahi, arrollada por los sadu (hombres blancos), decía en referencia a nuestra ignorancia destructiva: «Quizá los sadu no estén bien enseñados por sus ancianos. Quizá hayan olvidado las enseñanzas en su largo viaje por los desiertos».

Y es que, como en cientos de pueblos indígenas de todos los continentes, también aquí tuvimos genios que antaño fueron guardianes y protectores de la naturaleza. Seres palpables y verdaderos en la mentalidad ancestral, que hace tiempo que se han retirado asustados y avasallados por la ambición, la religiosidad y el racionalismo fundamentalista. Las montañas y bosques se encuentran cada día más desnudos y vacíos. La magia se extingue. Las viejas ordenanzas y modos de vida han dejado de practicarse sin que hayamos encontrado nuevos modos de hacer y entender, acordes con la supervivencia del paisaje y de los otros habitantes de este pequeño planeta.

Es por ello por lo que urge recobrar el sentimiento de pertenencia, recobrar el árbol y el bosque, volver a vivir y contar leyendas alrededor de las hogueras. Aprender a ver e interpretar y a reconstruir el paisaje desde sus mismos cimientos.

REALIDAD ENCRIPTADA

Hemos perdido la noción de economía y la perspectiva de futuro desde el mismo momento en el que actuamos como si pudiéramos prescindir de la tierra e ignorarla. Se diría que ya no necesitamos los recursos de nuestros campos y podemos vivir en las ciudades cómodamente con lo que «producen» los supermercados y explotando otros territorios y comunidades de forma injusta e insostenible.

Vivimos en la paradoja de que el paraíso natural es más admirado, estudiado y fotografiado que nunca y al mismo tiempo estamos olvidando incluso las formas más simples de su gestión y conservación. Vendemos las zonas de montaña al por mayor en los stands de las grandes ferias de turismo, con impactantes fotografías de hórreos, viejos árboles y praderas, que después de siglos, están desapareciendo en unas pocas décadas porque nadie los atiende. La clase política ha dejado de interesarse por la sostenibilidad, una palabra que hemos aprendido pero no asimilado y, lo que es más grave, la educación sufre un creciente déficit de contacto con la naturaleza que nos condena a un futuro aún más incierto y preocupante. Hemos perdido, en suma, las raíces que nos unían a la tradición y por ende a la tierra, la naturaleza, el mundo real.

Asistimos a los últimos estertores de un modo de concebir el mundo plagado de magia y misterio. Junto a la boca de la cueva de Murumendi (Gipuzkoa), hogar de la diosa Mari, encontré en 1998 a un paisano que había ido a recordar. Sus padres le aseguraron que habían visto con sus propios ojos a la dama de Murumendi despiojando su larga melena a la entrada de esta caverna. La fuerza e insistencia, la visceralidad con que algunos defienden la realidad de estos mundos nos lleva a pensar si no se trata en definitiva de una realidad encriptada, al margen de la que comúnmente aceptamos y experimentamos, o una mitología a la que se aferran todavía con desesperación quienes no han sido enteramente civilizados. Las viejas leyendas contienen muchas veces un reproche más o menos velado a los hombres (un masculino plural que quizá aquí no sea genérico) que han traicionado de mil modos a lo ‘invisible’ o violado sus santuarios por falta de sensibilidad, maldad o simple ignorancia: «Los hombres mortales son vanos, no pueden sentir la savia en los árboles ni la sangre corriendo por sus venas. Pero si tú me puedes oír y has escuchado mi canción, acuérdate de la mujer del bosque que se fio de un hombre». (N. Arrowsmith).

EXPLICAR EL MUNDO DESDE UNA PERSPECTIVA DIFERENTE

Antaño era evidente algo tan simple y básico como que no se puede acabar impunemente con los bosques. El basajaun era el guardabosque de los montes vascos en tiempos en que el respeto a la naturaleza era consustancial a la supervivencia y el bienestar colectivo. Podríamos hacer una interminable lista de genios y diosecillos europeos, que frecuentemente compartieron atributos y funciones bajo mil nombres distintos.

Así, antes de comenzar a trabajar en un lugar, podríamos intentar comprenderlo desde la mirada mágica del druida o el hada. Paralelamente a la propiedad del ser humano moderno existen múltiples realidades que solo pueden avistarse desde el respeto y el conocimiento. Gracias a esta ancestral sensibilidad muchas plantas, árboles o animales han alcanzado en las diferentes tradiciones, el rango de venerables.

Estas geografías míticas plagadas de seres fabulosos y enclaves sagrados son también una parte esencial de nuestro legado y nuestra identidad, de nuestro patrimonio espiritual. Sin duda pueden servirnos para explicar el mundo que nos rodea desde una perspectiva diferente; para preservar lo poco que nos queda por preservar, con unos argumentos nuevos a la par que ancestrales. Como últimos reductos de nuestra cultura no civilizada del todo. Como porciones de nuestro universo más palpitante y vivo, más silvestre, salvaje e instintivo. Como el lugar común de la poesía y la ciencia, de la razón y el espíritu.

Ignacio Abella
Estudia las culturas tradicionales relacionadas con los árboles y los bosques europeos

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