Arnau Comajoan Cara
El artículo original, en català, se publicó en Setembre
El pasado 17 de abril fue el Día de la Lucha Campesina y, después de pasar la tarde participando en el L'Altre Fòrum, organizado por estudiantes de la ETSEIB de la UPC, hablando de la problemática sobre los cerdos y las cárnicas de la comarca de Osona, y asistiendo a la charla organizada por Crític con miembros de la Assemblea Pagesa, del Sindicato Labrego Galego y del Sindicato Andaluz de Trabajadores, me he decidido a escribir este artículo que hacía meses que tenía en mente, relacionado con el modelo alimentario y de territorio. Una vez más, no pretendo escribir ninguna gran tesis, sino hacer una divagación apuntando ciertas ideas y relaciones, junto con ejemplos paradigmáticos y paralelismos con temas que aparentemente no vienen al caso, que he ido acumulando durante este tiempo, mientras no escribía el artículo pensando que ya lo haría más adelante, cuando estuviese más formado en la temática. Pero en el fondo, tampoco soy yo quien mejor puede idear y escribir un artículo completo sobre este tema, por más que me apasione, puesto que quien mejor lo haría es quien trabaja y está en contacto día a día con la tierra. Así pues, también haré algunas referencias externas de gente más experta en la materia; habrá tanto material de cosecha propia como de cosechas de otros lugares (como vais a ver, en más de un sentido).
Resido en Gracia (Barcelona) gran parte de la semana y me he encontrado varias veces con establecimientos de productos llamados ecológicos, me imagino que últimamente en auge debido a la gentrificación bohemia que padece el barrio —lo que no significa que en el carácter popular que históricamente ha tenido, también haya tiendas con productos realmente ecológicos y de proximidad. Confuso por si estaba teniendo lugar una revolución verde debajo de casa y no me estaba enterando, un día me propuse ir a recorrer todos estos establecimientos en busca de contradicciones y volví con la cesta bien llena; es decir, con un buen puñado de fotos.
Bandejas de porexpán con fruta en una tienda de productos ecológicos
Kiwis 'ecológicos' procedentes de Nueva Zelanda
Los dos primeros casos los encontré en dos fruterías de una de las calles más de moda, la calle Astúries. El más escandaloso, una mesa entera repleta de bandejas de porexpán con fruta cortadita y variada a punto para ser comida con un tenedor de plástico, tras una puerta con el adhesivo de «venem #ecològic». Más allá del insulto a la inteligencia que es calificar de ecológica la venta de fruta en bandejas, es todo un ejemplo de la mercancía en la que han llegado a convertirse los frutos de la tierra, desligados de su forma natural y rodeados de porexpán, eliminando todo vínculo con quien las haya cultivado.
El otro, más discreto pero más punzante, porque se encuentra en una tienda que pensaba que realmente se creían el tema, y que es donde, de hecho, voy a comprar a menudo, es el caso de los kiwis ecológicos de Nueva Zelanda. Podrán haber estado cultivados sin ningún pesticida, pero han tenido que recorrer medio mundo para llegar hasta aquí. Y puedes oír que claro, es que aquí, los kiwis (o cualquier fruta que no es propia de nuestro clima) no se pueden cultivar y hace falta importarlos. Esto da lugar a la siguiente reflexión en torno a lo que en la charla del martes con campesinos se referían como «identidades en el consumo alimentario» (concepto del cual no estoy muy seguro, pero creo que es interesante): tenemos un problema cultural con lo que se está convirtiendo en nuestra dieta. La globalización del capitalismo ha conseguido que nos parezca normal, necesario, un derecho, comer frutas del otro lado del mundo, como si no pudiésemos vivir perfectamente alimentándonos de las frutas (de temporada) que podemos cultivar aquí con las características de nuestro territorio y las condiciones climáticas que tenemos. La misma globalización capitalista es la que nos trata de despojar a cada una de nosotras de cualquier identidad para que resultemos, también, meras mercancías inmersas en el cosmos. Y así, globalizando tanto nuestros sujetos como los objetos de que nos valemos, llegaremos al colapso por lo menos ecológico, bebiendo zumo de mango con una pajita de plástico, eso sí.
Anacardos 'ecológicos' procedentes de Sri Lanka
Quinoa 'ecológica' de Bolivia
Leche Puleva, de la multinacional Lactalis.
Con ganas de más, mi segunda parada fue en la tienda Ametller Origen. Me sonaba que antes se habían llamado Casa Ametller, botiga sense intermediaris, pero vi que ahora ya no se hacen llamar así, quizá porque lo vieron más lógico por el hecho de vender, también, kiwis de Nueva Zelanda, con un intermediario bastante obvio.
Así pues, me dirigí hacia un par de supermercados donde esperaba encontrar más material: el Obbio y el Veritas, la famosa cadena de productos con etiquetado ecológico, vegan-friendly y mil cosas más de este tipo. No hice más fotos porque al final me habría dado vergüenza ir allí solo para esto sin comprar nada, y porque iba a llegar la hora de cerrar.
En la línea del caso de los kiwis, existen un montón de ejemplos, especialmente de frutos secos, harinas, legumbres, semillas..., importadas del quinto pino, pero, eso sí, con certificado de agricultura ecológica. Y más allá de la reflexión ecológica del transporte y cultural sobre la necesidad creada de consumir estos alimentos, me cuestiono qué mueve a la gente que consume este tipo de productos a comprarlos. Desconozco si tienen unas propiedades nutricionales que absolutamente ningún producto de relativa proximidad ofrezca. Ahora bien, creo que tenemos un problema si sociológicamente empezamos a aceptar estos productos como parte de un consumo responsable, respetuoso con el medio ambiente, en paz con el planeta, o como lo pueda sentir alguna de las personas que va al Veritas y compra esto siguiendo algún tipo de consciencia social o ecológica. De nuevo, petróleo gastado en mover mercancías desde los países productores a los consumidores, neutralización de la producción de proximidad y, en lo que puede que pensemos menos, incapacidad de los países productores de aprovechar la tierra que utilizan para cultivar estos productos de exportación —por muy ecológico que digan que lo hacen—, para autoabastecerse de alimentos.
Ejemplos de este tipo de productos son las avellanas y la harina de lentejas rojas de Turquía, los anacardos y la harina de nuez de coco de Sri Lanka, la avena y el arroz tailandés de Italia, nueces de California y, cómo no, procedente de Bolivia, el producto estrella: la quinoa. Todos con sello de producción ecológica, que seguro, seguro que todo el mundo identifica como sello que se refiere únicamente a los procedimientos de producción, pero no a la calificación en general del producto a la venta (nótese la ironía, pero es que además sería muy fuerte que con los kilómetros que tienen que recorrer estos productos, los calificaran de ecológicos globalmente, aunque en la práctica juraría que es lo que la gente acaba entendiendo y, consecuentemente, dando por bueno).
Casos de productos de origen vegetal como estos me recuerdan al argumento a favor del veganismo cuando se habla de los problemas que conlleva la ganadería integral del sector porcino —desde la afectación al territorio hasta la precariedad de los trabajadores de sus industrias—, según el cual aboliendo el consumo de carne de cerdo, se solucionaría todo el problema; algo así como «muerto el perro, se acabó la rabia» (si se me permite esta expresión tan poco ocurrente para el caso), cuando en realidad tan solo se intervendría sobre el consumo, que quedaría anulado. Pues bien, más allá de estar de acuerdo en que el nivel de producción y consumo de carne de cerdo que tenemos es insostenible, pienso que es necesario enfocar el problema desde otra perspectiva que tome en cuenta el modelo económico y que, en ningún caso, pueda dar lugar a alternativas para la obtención de proteína vegetal que pasen por importar quinoa de Bolivia ni tampoco por explotar a los trabajadores en ninguna factoría o cultivo análogamente a los mataderos de la macroindustria cárnica. En definitiva, pienso que es necesario incidir en los matices que distinguen el ecologismo del antiespecismo, que se pueden encontrar mucho mejor explicados, en este artículo de Alicia Melchor y sus referencias. Y me gustaría apuntar la idea de que, a mi modo de ver, la explotación animal no solo tiene lugar en la tenencia de animales en cautividad para terminad matándolos, sino que empieza en el propio asentamiento urbano de la especie humana, que crece sin límite aparente y que ya ha formado grandes metrópolis, depredando hábitats naturales de muchas más especies que las de las que nos solemos alimentar, y habría que remontarse al Neolítico para encontrar el primer ejemplo.
Un último caso de producto paradigmático que vi es una modalidad ecológica de leche Puleva, proveniente de Galicia, obviamente con el sello de producción ecológica. Dejando aparte el tema de que volvemos a encontrarnos con un producto que viene de Galicia, como si no hubiese vacas más cerca, ahora querría fijarme en el hecho de que sea Puleva quien venda esta leche, en medio del resto de tipos de leches y otras bebidas que vende esta marca del grupo francés Lactalis, una de las multinacionales líderes del sector lácteo. Es decir, que casi sin mover un dedo económicamente, una multinacional puede tener su línea de productor eco-friendly con sello oficial. Que me expliquen dónde está la gracia de que un pequeño productor con voluntad de ofrecer un producto ecológico y de proximidad pueda obtener este sello de producción ecológica para destacar en estos valores. Es un poco lo que pasa con las certificaciones de garantía de origen renovable de la energía eléctrica, que son uno de los principales atractivos de comercializadoras como Som Energia, pero que, por ejemplo, Endesa también ofrece sin tener que esforzarse nada —en este caso, aún es un poco más perverso porque la energía concreta que se vende no es la misma que se produce, dada la naturaleza del sistema eléctrico.
Recapitulando en términos más teóricos, me parece importante cuestionarse si lo que llamamos soberanía alimentaria es la solución, el lugar donde llegar en esta parte del modelo económico. Y es que valoro mucho la reflexión que hacía Gerard Batalla en la charla del martes (resumida y espero que no distorsionada): soberanía alimentaria es el concepto político —referente a la capacidad popular de decidir sobre los alimentos— y lo que es realmente indispensable es actuar sobre el sistema económico.
Aquí, yo añadiría que posiblemente, la popularización del término soberanías se deba al hecho de que la mayoría de luchas actuales y el planteamiento de alternativas tengan lugar o mucha relación con entornos urbanos, menos influidos por el territorio y el medio, que es como es por naturaleza (como es evidente). El territorio, esta clase de condiciones de contorno, nos marca límites y nos indica que no solamente es necesaria la soberanía, sino que esta derive en unos hechos concretos que pueden tener nombre de autosuficiencia, de expropiación, de convertirse en comunal... No tendríamos que conformarnos hablando de soberanía alimentaria por el solo hecho de poder equipararla con soberanías de carácter más eminentemente social, porque es rebajar el discurso, o mejor dicho, hacerlo ambiguo o hasta vacío de contenido. De hecho, las instituciones que al mismo tiempo apoyan a la continuidad del modelo actual ya hablan de soberanía alimentaria, igual que hace tiempo que también se han hecho suyo el concepto de sostenibilidad, en una clase de confluencia entre una sostenibilidad ambiental —muy poco exigente—, una viabilidad económica en términos capitalistas y una equidad social en términos socialdemócratas. Igual que pasa con el ecologismo en general, que si no lo reivindicamos al tiempo que cuestionamos el capitalismo, acaba siendo asimilado por el mercado.
Finalmente, no terminaré sin referirme de nuevo al Día de la Lucha Campesina, como excusa —es lo que tienen los símbolos— para recomendar los vídeos (4 en total) que ahora hace un año que publicó Arran sobre las experiencias de varias jóvenes que se ganan la vida trabajando la tierra.
Arnau Comajoan Cara