J. A. Ullate
Hay un vínculo necesario entre capitalismo y política moderna, entendiendo por política moderna la gestión burocrática de los asuntos comunes: la definición de las necesidades de la gente y su gestión. El capitalismo no surge con la acumulación originaria, sino con la definición de la escasez (que hace Adam Smith y se convierte en un dogma inviolable) y la identificación de la vida humana con la superación de la escasez.
Termas romanas públicas al aire libre, en Galiza. Foto: CC BY-SA 3.0
A partir de ese momento, comenzó la interiorización de este axioma, “los bienes son escasos”. Por lo tanto, derivadamente, tiene que surgir una ciencia que, en el orden práctico, se identifique con la escasez misma. Esa ciencia de la “superación de la escasez” es la economía moderna. Ni la economía moderna tiene nada que ver con la oikonomia, la prudente administración de la vida de la casa, ni la política moderna retiene nada más que el nombre de la teckné politike aristotélica.
Necesidades vernáculas y necesidades del mercado
El objeto de esa ciencia económica no será la eliminación de la escasez, porque según ese planteamiento la escasez es condición de lo real y, por tanto, no se puede suprimir, no se puede salir de ella. De modo que la meta de la superación de la escasez –objeto de esa ciencia– consiste en realidad en posibilitar que “algunos” puedan vivir al margen de la escasez en la acumulación. Adam Smith tiene muy claro que esto equivale a una sustitución de las necesidades vernáculas, autóctonas o autónomas por las necesidades del mercado. Pretendiendo ejercer de moralista, Smith dice que el motor del esfuerzo por adquirir riquezas no es la vida buena (para la cual, admite, basta con los modos de subsistencia más elementales) sino la consideración de los demás, es decir, la generación de la envidia. Años después se lanzará a poner las bases teóricas de esa nueva ciencia deprimente, tal como la bautizó Carlyle.
Política y economía se nos presentan como fatalidades contra las que se puede protestar, pero a las que no parece poder ponerse freno.
La política moderna también es una ciencia lamentable, que, al igual que la economía, surge de sustraer a la comunidad los medios para poder definir sus necesidades y poder satisfacerlas. Política y economía se nos presentan como fatalidades contra las que se puede protestar, pero a las que no parece poder ponerse freno. Quizás esa hegemonía de la economía y de la política no radica tanto en el monopolio de los instrumentos de coerción, como en su capacidad para producir modos de pensar y de mirar totalizantes. No podemos resistir eficazmente a esos dispositivos de muerte sin emprender una modesta recuperación previa de unos modos vernáculos de mirar la vida. En realidad, el ser humano no tiene necesidades espontáneamente, tal como las define el mercado (también la oferta del mercado de servicios institucionales, o la oferta del mercado tecnológico), sino que tiene otro tipo de necesidades definidas por su cuerpo y formuladas social y colectivamente. Illich diría, “vernáculamente”. El olvido de este factor, de la mirada vernácula, provoca que las impugnaciones al mercado y a la política moderna se hagan desde dentro de esos mismos modos de mirar que “ven” escasez por todos lados y, por lo mismo, no escapan de la lógica mercantil y burocrática.
La escasez es el capitalismo
Los bienes, por definición, siempre han sido limitados, pero antes del capitalismo nunca habían sido escasos. Afirmar que antes del capitalismo los bienes nunca habían sido escasos (en sentido económico) equivale a decir que la escasez es el capitalismo. La señal de hasta qué punto el capitalismo y la política moderna han hecho presa en nuestro interior (aunque abominemos doctrinariamente de ellos) es que nos chirría leer que antes del capitalismo no había escasez en sentido económico. Tan solo puedo abordar con un par de pinceladas este asunto crucial: los bienes materiales pueden, en determinadas ocasiones, ser pocos, puede haber “parvedad” (escasez en sentido no económico), pero la gente puede administrar esa situación sin la mediación del mercado ni del Estado: con un protagonismo de las comunidades pequeñas y, no lo olvidemos, con una manera de mirar, una episteme, autónoma y sobria.
El dogma de la escasez es también en la política el relato fundacional que legitima la acumulación de poder.
Lo que hoy entendemos por política ya no tiene nada que ver con nuestra participación en la definición y en la gestión de las cosas que nos interesan colectivamente. La política hoy es un ámbito férreamente delimitado institucionalmente que nos impone, de antemano y de forma unilateral, unos problemas delimitados desde instancias sobre las que no tenemos ningún modo de influir. Ese marco político así impuesto, se presenta como “democrático” porque nos “concede” que nos posicionemos en relación con esos mismos problemas que nos ha impuesto. La política así entendida es la trasposición normativa y coercitiva de la lógica del mercado capitalista. Dentro de ese esquema, el lugar de las grandes corporaciones que controlan el mercado lo ocupa la burocracia pública. El dogma de la escasez es también en la política el relato fundacional que legitima la acumulación de poder. Quien se oponga a ello queda deslegitimado, preventivamente, como utópico o romántico. Salta a la vista la irracionalidad del proyecto: si el interés colectivo está marcado por la escasez, el agigantamiento de la burocracia encargada de “satisfacer” ese interés acarreará dos subproductos necesarios.
Por un lado, una cada vez mayor impotencia adquirida por parte de la gente. Aprendemos a desconfiar de nuestras propias percepciones y de nuestras propias capacidades de autoorganización.
Un segundo efecto es el de la hegemonía de los especialistas en cualquier ámbito de nuestras vidas. Quedamos así desposeídos de nuestro presente, que queda aplastado bajo el peso del futuro definido y prometido por los expertos.
Condición mortal y política de la amistad
La escasez de los bienes y de servicios (por mucho que se multipliquen, siempre serán escasos) genera una maquinaria de movimiento perpetuo —verdadero perpetuum mobile— que, como en la historia del burro al que se le ató un palo a la espalda que sobresalía por delante de su cabeza y del que colgaba una zanahoria, siempre estamos a punto de lograr la satisfacción de nuestras necesidades (definidas por otros), lo que nos empuja a la participación expectante en las directrices de la política, pero nunca nos llega el momento de esa satisfacción.
En política como en economía, pues, la condición previa para cualquier lucha por la autonomía, para la recuperación de una libertad posible, pasa por la recuperación de los sentidos del cuerpo, por la aceptación de nuestra condición mortal. La acción política más subversiva y regeneradora de comunidades es la adquisición de un ars patiendi y de un ars moriendi. Son la condición para la libertad en un mundo como el nuestro, en el que el Leviatán filantrópico está dispuesto a vendernos todo a cambio de nuestras manos y de nuestra mirada. A cambio de nuestra capacidad de definir nuestras necesidades y de nuestra autonomía. Illich lo expresó de forma lapidaria: “Las necesidades son mucho más crueles que los tiranos”. Dándole la vuelta, podemos decirlo con Lao Tse, “El contento del que sabe contentarse / es contento perdurable”. Por eso, el que recupera el contento de la subsistencia comienza a regenerar la comunidad. Hace verdadera política de la amistad.