Saberes corpóreos y orientaciones del afecto
Isabel Hernández
La propuesta de estas líneas es señalar que en las experiencias límite de profunda negatividad, tales como la inundación programada o repentina de un hogar, reside un inmenso potencial de renacimiento y despertar. Estos sucesos nos sitúan en la crucial reflexión sobre cómo vivir al borde del colapso, indagando en la partitura afectiva que en ellos aparece: la gama de afectos de la pérdida y la gama de afectos de la posibilidad.
La espadaña de la iglesia de San Martín es el único resto del pueblo de Láncara que asoma sobre la superficie del embalse de Barrios de Luna. Foto: Isabel Hernández
Vivimos en un planeta dañado
Estamos inmersos en un contexto de emergencia planetaria que nos grita a voces, a tactos, a impactos, a sacudidas, la urgencia de agujerear los modelos impuestos, el funcionamiento insostenible que, paradójicamente, parece sostenerse hasta la infinitud. Así ocurre en las tierras de agua escasa, pero también en las tierras de agua excesiva; allí donde vivir se torna un reto, donde el agua espesa convertida en fango o en lámina estancada parece agotar la posibilidad de un futuro digno.
Habitamos en esta quiebra que el cambio climático ha abierto, generando un correlato somático en los cuerpos —humanos y no humanos— que sufren sus consecuencias materiales. Este impacto, aunque sacude cada ápice de vida, nos obliga a mirar hacia las zonas abandonadas condenadas a la desprotección, pero también hacia aquellos lugares históricamente condicionados por el uso de sus recursos en búsqueda de beneficios ajenos. La distribución de los efectos del cambio climático, entonces, está atravesada por una desigualdad estructural: el sufrimiento adquiere grados más profundos en aquellas poblaciones completamente expuestas a la precariedad. Por tanto, incluso la exposición al daño, a las crisis y a las catástrofes está cifrada desde un determinado reparto biopolítico que distingue unas vidas de primera y otras de segunda. Los habitantes de estas tierras se convierten en sujetos sometidos a vulnerabilidades insospechadas en una necrópolis climática que deja tras su estela una acumulación de muertes, dolores y fracturas difícilmente sanables. Muchos de estos efectos se condensan significativamente en episodios históricos que tienen como eje central el agua, cuyos ecos nos cuentan terribles relatos de pérdidas.
Geo-grafías sumergidas
Un ejemplo de ello son las obras de aprovechamiento hidráulico, las cuales se alzan como grandes hitos de la historia de España desde la antigüedad; sin embargo, a partir del siglo xx adquirieron mayor protagonismo. Algunas de las principales infraestructuras fueron las presas para la construcción de embalses, muchos de ellos con complejos desarrollos arquitectónicos, que dieron lugar a ingentes masas de agua repartidas por el territorio español. Sus dos grandes objetivos eran el regadío y, especialmente, la generación de energía eléctrica. En el régimen franquista, ambas funciones se convirtieron en pilares del discurso desarrollista, que exaltaba el progreso como un fin último, aun a costa de violentar los equilibrios naturales. La materialización de este ideal tuvo un coste incalculable: la desaparición bajo las aguas de más de 500 pueblos y la destrucción de valiosos ecosistemas, sacrificados en nombre de una modernidad que no contempló los estragos de su propia ambición.
Esta política hidráulica, durante la segunda mitad del siglo pasado, ha marcado por completo la identidad de las comarcas montañosas leonesas, que vieron a la vida deshacerse bajo la inmensidad de cinco grandes embalses. Entre ellos destaca el de Riaño, ejemplo paradigmático de la relación dominante y abusiva con la naturaleza. En 1965, durante la dictadura franquista, comenzó el levantamiento de su muro de hormigón: 110 metros de altura ideados para retener el agua proveniente del río Esla. Veintiún años después, con el PSOE en el gobierno, los habitantes recibían las cartas de desalojo, con las que se les instaba a abandonar aquel lugar que los había visto crecer. Unos meses más tarde comenzó la completa demolición de todas las edificaciones, arrasando con un gran patrimonio etnográfico, hasta que el día 31 de diciembre de 1987 se cerró la presa del embalse, condenando a la desaparición a valiosos ecosistemas y arrancando de la tierra las raíces de nueve pueblos: Anciles, Hueldes, La Puerta, Pedrosa del Rey, Riaño, Salio, Éscaro, Vegarcerneja y Burón, los tres últimos inundados parcialmente.
Este hecho, lejos de ser excepcional, se configura como una atalaya perfecta desde la que analizar los resultados de la alianza entre las lógicas capitalistas y la destrucción medioambiental. Por un lado, muestra la comprensión de la naturaleza sobre la que se articulan una serie de prácticas abusivas, que la reducen a un lugar de saqueo y acumulación al servicio del progreso del hombre. En segundo lugar, refleja la violencia que se imprime sobre los sujetos, desplegando una crueldad con la que hemos aprendido a convivir.

De Écaro solo queda el cementerio, escondido entre las laderas bañadas por las aguas del embalse de Riaño, con la hierba más alta que las sepulturas. Foto: Isabel Hernández

En Burón, a pocos metros de sus viviendas habitadas, emergen las ruinas de los puentes, las casas caídas y los muros de las fincas que antes de la inundación daban de comer. Foto: Isabel Hernández
La violencia sutil y naturalizada
Esta violencia no perturba la normalidad porque es inherente al propio funcionamiento de la política, la economía y la sociedad. Sus efectos pertenecen a una escala temporal diferente que cuestiona nuestro habitual régimen de gravedad y de agencia, puesto que a menudo ocurre en la periferia de los parámetros de espectacularidad que nos permiten reconocer el daño. Esta ceguera es producida por unos intereses políticos y económicos que normalizan los devastadores efectos de sus praxis, caracterizándolos como secuelas de un bien mayor que goza de prioridad absoluta: la promesa del desarrollo. Esta se alza como objeto máximo de fe, como razón última, como dogma que todo lo conquista e incluso es asimilado por los propios sujetos que ven sus vidas sacrificarse.
La hidrocolonización de los valles, los parques eólicos, la tala masiva, la expansión de monocultivos o la explotación minera, modifican por completo el territorio y ponen en riesgo tanto su equilibrio ecológico como los derechos de las comunidades que habitan en él, sin embargo, se legitiman sobre la idea de un escenario futuro mejor, pero ¿mejor para quién? Se trata de un «bien común» basado en una exclusión previa, en la negación de formas de vida consideradas desechables en beneficio de un supuesto avance. De este modo se introduce el oscuro principio que instaura un bien privado en lugar de relacional, inoculando la aceptación de que dicho bien implica ineludiblemente el perjuicio de otros y haciendo posible la concepción de lo justo construido sobre esta violencia.
¿Qué situaciones nos permiten salir de la ceguera?
Es frecuente que sean las experiencias más dramáticas y visuales las que, al menos momentáneamente, consiguen sacarnos de la anestesia. Así sucedió con las devastadoras consecuencias de la reciente dana en Valencia, como si nuestros cuerpos —acostumbrados a un dolor subyacente y constante— necesitasen toparse con semejante terror para poder alzar la voz, para no sentirse ajenos ante el daño de los otros, para entender la magnitud de los peligros que nos acechan. Nos encontramos insertos en un entramado de violencias erosivas, que no son vistas como violencias en absoluto, hasta que la peor de las inundaciones acontece, hasta que la mayor de las pérdidas puede atisbarse.
Tras un suceso traumático surgen nuevos modos de estar en el mundo; formas de vida social, de costumbres, de prácticas y de relatos en comunidad que brotan desde un latido corporeizado y emocional. En este acontecimiento reside el descubrimiento más relevante, aquel que nos muestra que en los estratos de negatividad también cristalizan potencias creadoras capaces de abrir realidades anteriormente no existentes ni imaginables, de generar una brecha, un surco que, aunque efectivamente se configura en la oquedad de la excavación, también se constituye en la germinación de nuevos inicios.
En Riaño y en sus pueblos vecinos, con la pérdida irreversible del lugar, emergieron nuevos marcos de pensamiento y de acción, así como fuerzas constructivas que se materializaron en un agudo sentido de comunidad. La constelación de emociones, dolencias y anhelos que estos sucesos generaron confluyeron en una comunidad de resistencia y en una comunidad de desarraigo, resultado de un entramado de afectos que actuaron como vectores orientativos permitiendo la inauguración de un inédito imaginario. Por tanto, de la solidaridad experiencial del trauma compartido surgió una supervivencia colaborativa, fruto de la urgencia de ensayar un nuevo mundo común ante las ruinas, donde las víctimas encuentren una fisura para un tiempo que se ha quedado sin futuro.
La vida en el colapso fuerza a los sujetos a experimentar su propia experiencia como anomalía, como diferencia, como posibilidad de suturar la herida de una realidad que no es estanca, sino abierta a la novedad y a la transformación. La semilla de esta apertura se gesta en la capacidad humana de ruptura con lo anterior, del segundo nacimiento a un mundo ya constituido en el que, sin embargo, podemos generar diferencias configurando un nuevo espacio. Este es el tránsito de lo dado (la tragedia) hacia el acontecimiento de la novedad, porque no estamos completamente indefensos ante las fuerzas económicas, sociales, históricas y naturales, sino que nosotros mismos albergamos el antídoto para lo automático. La cuestión de fondo, por tanto, es que la realidad humana no permanece inmóvil porque cambia en cuanto existencia no clausurada. De acuerdo con este planteamiento, la vida no se agota en lo inmediato, no se encuentra marcada por un pasado determinado, ni por un futuro definido por la fatalidad de algún destino. Al contrario, se caracteriza como una apertura radical al exterior, a lo «todavía-no» existente, mostrando que las ideas de comienzo y de posibilidad están insertas necesariamente en las estructuras de nuestra acción y de nuestro pensamiento.
Hacer una incisión en el mundo, como el mundo incide en nosotros
La capacidad para la metamorfosis se traduce en reformulaciones de nuestros modos de vida que, en las tragedias medioambientales y climáticas, suelen orientarse en dos direcciones: en primer lugar, el aparecer de la colectividad que se aleja radicalmente del ideal neoliberal de lo íntimo como propiedad individual, puesto que el trauma personal es precisamente el lugar desde el que lo comunitario se yergue. Lo más profundo de uno mismo —la pérdida, la rabia, el dolor, el duelo, la esperanza— aquí no se reserva como contenido escondido, aislado de la otredad como elemento que poseer y salvaguardar para uno mismo, sino que es el catalizador de un «ser-juntos-en-el-mundo». En este sentido, sobre la constelación afectiva y emocional se produce el despertar de una revuelta de lo íntimo que solo adquiere densidad y espesura en su arrojo a la exterioridad, es decir, en la manifestación de lo personal en la plaza pública. La vida después de la muerte del Viejo Riaño o la resistencia tras la devastadora dana de Valencia demuestra que el resurgir se sostiene en compañía, en la unión y el caminar acompasado de unos cuerpos singulares que confluyen en la capacidad de autocomienzo.
En segundo lugar, esta recuperación del sentido comunitario nos sitúa en una red de interdependencias y relaciones que revela, una vez más, la insostenible ficción del individuo autónomo y del ser humano como entidad aislada del resto de los seres que habitan el planeta. Estas experiencias no solo rehabilitan la colectividad interespecie, sino que nos incluyen como integrantes de un ecosistema complejo y palpitante en el que todos los seres vivos compartimos un mismo estatus ontológico. Desde esta disolución de jerarquías puede originarse una retórica del compañerismo que supere el antropocentrismo, al situarnos íntegramente en el mundo y en la biosfera. En esta medida, los terribles sucesos que el cambio climático trae consigo nos devuelven a una pregunta fundamental, aquella que se interroga sobre la hebra que nos conecta con la naturaleza.
Explorar la fuerza de los afectos nos sitúa más allá del testimonio del cuerpo dolorido, porque traza una cartografía de las mutaciones, de las fisuras y de las posiciones de los sujetos, en definitiva, de sus nuevas miradas ante el mundo social. Incluso en los ríos represados, en las inundaciones, en los desastres climáticos que desdibujan la imagen del agua apetecible y cristalina, late la posibilidad de construir el refugio para habitar este mundo dañado, donde la porosidad con la naturaleza se revele y un futuro más amable pueda imaginarse.
Isabel Hernández Suárez