Antonio Manuel
La ignorancia lleva al miedo,
el miedo lleva al odio
y el odio lleva a la violencia.
Esa es la ecuación.Ibn Rushd (Averroes)
Hace unos días que el sol comenzó su descenso hacia el sur camino del invierno. Cada tarde se desangra para teñir de melancolía las tejas morunas de las casas, el encalado de sus fachadas, el azulillo de los zócalos, las hojas oxidadas de los quejigos y los ojos de quienes empatizamos con esta bucólica generosidad de la naturaleza. Al amanecer, las manos sabias de Manuel empuñan el almocafre, sabedoras de que llegó el tiempo de cosechar las calabazas y los alcauciles. Abre la compuerta de la acequia que trae agua del Guarromán, el bellísimo nombre andalusí del río de los granados. Tiene algo más de 70 años. Casi toda su vida se la jugó como un funambulista entre andamios, a muchos metros de la tierra que ahora labra con la misma delicadeza que acaricia los surcos en la cara de su esposa. La huerta no es suya. Jamás hubiera podido comprarla con el miserable jornal que cobraba de albañil, cuando lo tenía. Es aparcero de un pobre rico que solo tiene eso: la tierra y la ignorancia para amarla.
Fuente de Al-Azraq en Alcalà de la Jovada (Marina Alta, País Valencià). Al-Azraq fue un famoso líder andalusí impulsor de la revuelta mudéjar en el sur del Reino de Valencia (siglo xiii). Foto: David Segarra
A la vuelta del tajo, Manuel para en la taberna. Se pide una copa de aguardiente y escucha. En la televisión cuentan que la principal preocupación para la ciudadanía es la llegada de los inmigrantes. Un joven que está sentado a su vera asiente mientras toma un trago, dice que viene de sellar el paro y añade que los moros les están quitando el trabajo en las naranjas, en las patatas, en las aceitunas, que se están llevando los salarios que nos pertenecen. Otro, echado en la barra, fumando, vocifera que cobran la mitad que cualquiera del pueblo y que así es imposible volver a faenar en el campo. Manuel se acaba la copa, pide otra y concluye que, para colmo, no se lavan y apestan.
Al fondo, Fatima guarda un complejo silencio que no es hipócrita, ni cobarde, sino el preludio de una resignación consciente o de una arriesgada respuesta a punto de rebosarle los labios. Nadie se ha dado cuenta de su presencia. Quizá por esa razón, opta por salir con el mismo sigilo con el que entró.
El camarero se llama Iván y es graduado en Antropología. Ha preferido trabajar en su pueblo antes que marcharse al extranjero, como hicieron sus padres con los que todavía vive. Ellos pudieron regresar, pero él sabe que tomar esa decisión le supondría el exilio para siempre. Iván aprendió tras la barra que demasiadas veces la prudencia está reñida con la justicia y que las impertinencias se pagan caras. Aun así, decidió despedirse de Fatima en voz alta y en árabe. Los paisanos se rieron con sorna. Mira qué callaíto se tenía lo de la novia mora. Ese fue el comentario más decente. Y esta fue su respuesta:
«No es mi novia, es mi hermana. Y la vuestra. Solo que no lo sabéis y, lo que es peor, preferís no saberlo. Vivís en casas que mantienen la misma estructura y estética desde los tiempos de Al Ándalus. Coméis la misma alboronía de verduras y las mismas salsas que acabaron teniendo mil nombres como salmorejo o mazamorra, ardoria o porra, arranque o almorraque. El aroma de los pestiños y de los roscos es el mismo de entonces, igual que la fragancia de las flores que adornan vuestros patios. Si desayunáis manteca colorá, almorzáis cocido con pringá o cenáis chorizo y morcilla, es para demostrar que en otro tiempo vuestros ancestros eran buenos conversos. Lo mismo que cuando bebéis vino con la tapa de tocino que cubría el vaso, o manifestáis una algarabía desmesurada en bautizos, bodas y procesiones. Las formas de sembrar, regar y recoger la cosecha permanecen en formol desde aquella época, como los nombres de los aperos de labranza y la manera de llamaros por motes. Vuestra manera de hablar es heredera de su aprendizaje del castellano, sin renunciar a los sonidos que siempre habitaron en su garganta. Y si vuestros padres, abuelos y bisabuelos no tuvieron un átomo de tierra que sembrar y se vieron obligados a emigrar porque no tenían un chusco de pan que llevarse a la boca, obedece a las mismas razones que empujan a esta pobre gente a abandonar sus casas. ¿Qué os ha pasado para que hayáis perdido la memoria? ¿Quién os ha arrebatado la conciencia del pueblo al que pertenecéis?».
Me gustaría decir que se abrió un silencio espeso, grumoso, consecuencia de cierta reflexión y de reconocimiento de culpa. En verdad, lo que ocurrió fue que uno de ellos le espetó con desprecio: «Mira cómo el catedrático ha salido en defensa de la novia», otro no paró de mofarse y Manuel pidió la cuenta. Su casa está en una calle empinada muy cerca de la iglesia que antes fue mezquita, pero él no lo sabe. Al llegar, su esposa le había preparado un gazpacho de jeringuilla, que proviene de la raíz en árabe que da nombre a la sopa salobre, y unos duelos y quebrantos, quizá el plato que mejor revele la cruel condición conversa de quienes lloraron por quedarse y por tener que traicionar su fe para sobrevivir, pero él no lo sabe. Antes de comer, se arremangó para lavarse los codos, las manos, la cara, los oídos, la boca y la nariz. Él lo llama «agafar», palabra que proviene de «el perdonador», uno de los 99 nombres más bellos de Dios para los musulmanes, pero él no lo sabe… Y a fuerza de no saber teme lo que ignora. Puede que hasta lo odie. La pena es que se está temiendo a sí mismo, se está odiando a sí mismo, porque nadie le explicó el origen de lo que pervive en la memoria de sus gestos, de sus palabras, de sus sentidos.
Ojalá llegue el día en que nos reconozcamos en el espejo como lo que realmente somos. Quizá ese día nos amemos también a nosotros mismos y la inhumanidad desaparezca de la faz de la tierra.