David Segarra
Cosecha comunal del cereal en Khuza'a, sudeste de la Franja de Gaza. Primavera de 2014. Foto: David Segarra
El primer lugar de Gaza que empiezo a conocer es Khuza’a y sus tierras labradas que se extienden al sureste de la Franja. Detrás, los huertos, los olivares y los naranjos. Aquí, el secano y los cereales. Justo enfrente, la valla del gueto que los separa del país de sus padres y abuelas. Acompaño a brigadistas internacionales venidos desde el País Valencià, Catalunya, Andalucía, Madrid, Francia y Venezuela. Vienen a hacer de escudos humanos. Cuando ellos no están, los francotiradores de la ocupación disparan a los campesinos. Los hieren y a veces los matan. La comunidad cosecha el cereal. Niñas y ancianos, hombres y mujeres, bebés y animales. Sabios cantos antiguos y desafiantes sonrisas jóvenes. Hoces, espigas y manos. La tierra da a luz, de nuevo. Así lo viví en la primavera del año 2014.
En octubre del 2023, ese mismo muro colonial es dinamitado. Miles de nativos armados asaltan sus viejos pueblos y tierras. Después de tres cuartos de siglo, el régimen de Tel-Aviv anuncia la solución final al problema: el genocidio palestino. La historiografía nos recuerda que, cuando la nación Sioux-Lakota derrotó y mató a las tropas del general Custer, Washington no tuvo otra opción que acabar de una vez por todas con los malditos indios y sus condenados bisontes. Lo mismo hizo Londres con sus malditos indios de los arrozales de Bengala cuando atacaron a los soldados imperiales. Pero, para acabar con los pueblos de tierra, primero hay que acabar con sus tierras. «Sin agua no hay peces», decían los estrategas de la contrainsurgencia cuando planificaban la quema de las selvas vietnamitas y los pueblos mayas.
El país del olivo y las naranjas tristes
Cuando le explico al agricultor de Gaza que soy valenciano, me cuenta que ellos tienen la variedad de naranja València. Es curioso cómo la cultura, la agricultura, es un diálogo que conecta el tiempo y el espacio. Los árabes trajeron a al-Ándalus las primeras naranjas amargas desde Persia e India. Pero los portugueses y los valencianos les llevaron otras más dulces. «Es el año 1948. Dejamos Yaffa para ir a Acre. Las mujeres bajaron y fueron hacia el agricultor. Cogieron unas naranjas entre lamentos. Tu padre estiró el brazo para coger una naranja, la miró silenciosamente y rompió a llorar, como un niño triste. Tu madre seguía en silencio mirando los campos. Y en los ojos de tu padre se reflejaban todos los naranjos que quedaban para los israelíes, todos los árboles que con tanto cuidado había plantado uno a uno. Por la tarde nos habíamos convertido en refugiados». Este es un extracto del relato «La tierra de las naranjas tristes», de Ghassan Kanafani, escritor revolucionario que murió en un atentado israelí en Beirut. Esta pequeña historia es un paradigma de cómo casi un millón de nativos árabes palestinos fueron expulsados de su patria por los sionistas europeos. Así se creó Israel, sobre Palestina: las ciudades fueron vaciadas y los pueblos simplemente demolidos. La colonización de asentamiento se basa en el vaciamiento y la ocupación de la tierra. A diferencia del colonialismo de explotación, que busca el control militar para expoliar a la población local. En los casos de Australia, Estados Unidos e Israel, la población indígena debe simplemente desaparecer físicamente. Pero sobre todo deben desaparecer sus espiritualidades, sus cosmovisiones, sus memorias, sus historias y sus lenguas. Debe desaparecer su agricultura y su manera de relacionarse con la naturaleza. Es lo que la academia denomina epistemicidio, la aniquilación de todo sistema de conocimiento propio, para sustituirlo por el de los conquistadores. Israel es un producto pensado y planificado en la Europa urbana colonial, aunque se haya levantado en Asia Occidental, sobre las ruinas de la Palestina mediterránea.
Sobre todo deben desaparecer sus espiritualidades, sus cosmovisiones, sus memorias, sus historias y sus lenguas.
Es necesario conocer todo esto para entender por qué los colonos queman sistemáticamente los olivares. Se calcula que casi un millón de olivos han sido destruidos desde 1967. O por qué se plantan bosques de pinos y eucaliptos encima de las aldeas borradas del mapa. El objetivo es europeizar a alta velocidad el paisaje, tan extraño a los colonizadores venidos de los gélidos centro y este de Europa. El resultado de la plantación masiva de especies invasoras es que los incendios forestales y la desaparición de la fauna nativa se han convertido en algo habitual.
Omar Ghoneym, el agricultor cuyos olivares fueron arrollados por las excavadoras, se explica así en Ctxt:
Luchan contra el árbol, luchan contra la piedra, luchan contra la tierra, luchan contra todo lo que sea testimonio de la historia palestina. Quieren cambiar la faz de la tierra porque temen la verdad que encierra. Pero nosotros tenemos un arma que ellos no pueden tener, con la que resistimos a todos sus intentos de expulsarnos: el amor ancestral y el deber de proteger todo lo que crece en suelo palestino. Palestina es nuestra madre y nunca la abandonaremos.
Tal vez por eso Salah Abu Ali dedica su vida a proteger el olivo más viejo del planeta: Al Badawi. Con unos cinco mil años, en Belén le llaman la madre de los olivos. El Ministerio de Agricultura de la Autoridad Palestina (ente regional que Israel permitió en 1993) afirma que existen 11 millones de olivos en el 20 % de la Palestina histórica: Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este. El 80 % restante de la Palestina histórica es lo que hoy se denomina Israel. Rania Abu Taima, una joven escritora de familia campesina, relata cómo la cosecha anual de la oliva es uno de sus recuerdos infantiles más preciados. Describe cómo volvía emocionada de la escuela para subirse a la escalera de madera y poder decir: «¡Estoy más cerca del cielo!». Gracias a la arqueología y la historiografía hoy sabemos que la técnica para extraer el aceite de la oliva nació en el área del levante mediterráneo hace más de seis milenios. Y desde tierras libanesas y palestinas, los cananeos, llamados fenicios por los griegos, la trajeron hace tres milenios a la península Ibérica. Junto al primer alfabeto de la historia. Sí, les debemos el comer, el leer y el escribir.
Kibutz y agrotóxicos contra la tierra
En los procesos históricos coloniales, las élites impulsoras otorgan privilegios y libertades a los colonos. En el caso palestino, el sionismo creó un modelo innovador: los kibutz, bases agrícolas militarizadas, productivas y reproductivas, en el corazón del territorio nativo. La ideología era también nueva: el etnosocialismo, un cooperativismo solo para personas de religión o cultura judía, el idealismo mesiánico de redimir la tierra bíblica sustituyendo a sus molestos pobladores rurales originarios por un ejército de europeos urbanos. En el documental La naranja de Yaffa, un colono explica que los kibutz eran diferentes al resto: mientras la mayoría de los europeos querían explotar a los indígenas y aprender de sus técnicas agrícolas, ellos se negaban a la más mínima colaboración o relación con la población autóctona. Yaffa es una ciudad milenaria palestina junto a la que se construyó en 1909 la colonia de Tel-Aviv. Hoy en día es solo un apéndice de la capital turística, política y económica israelí. Sin embargo, a finales del siglo xix y principios del xx, Yaffa competía con València en la exportación de naranjas a Europa. En el digital Público, Alberto Spektorowski, profesor de la Universidad de Tel Aviv, recuerda: «Eran puestos fronterizos, en muchos casos, y punta de lanza de la colonización de la tierra. Su propósito era social, pero, más que nada, tenía un fin nacional». Hoy en día, la mayoría de los kibutz han cerrado o han sido privatizados. El estado y el ejército ya no los considera necesarios en el modelo neoliberal actual. Un caso poco conocido es que la dictadura franquista estudió el modelo kibutz y el de las ciudades levantadas por el fascismo italiano para el Instituto Nacional de Colonización: El proyecto de creación de trescientos «pueblos de colonización» en la España rural que Franco consideraba vacía entre 1940 y 1975.
En esa primavera de hace ya diez años, fotografío a la comunidad agrícola de Khuza’a durante la cosecha del cereal. Justo al lado de los kibutz israelíes vemos una avioneta rociar con pesticidas los monocultivos tecnificados. El choque de modelos es máximo: a un lado, el campesinado palestino, que trabaja de forma manual y comunal en sus tierras basadas en el policultivo tradicional; en el lado israelí, campos gigantescos trabajados por inmigrantes tailandeses e indios. El milagro agrícola sionista no solo se ha llevado a cabo con el expolio de las tierras nativas, sino sobre la misma supervivencia de estas. Riego mediante extracción masiva de recursos acuíferos, uso intensivo de fertilizantes y herbicidas, así como de maquinaria pesada. En solo setenta y seis años de existencia del estado israelí, el río Jordán, el mar Muerto y el lago Tiberíades están secándose por la gestión insostenible del agua. Por no hablar de que el Golán sirio, zona montañosa estratégica donde nacen numerosos ríos, está también bajo ocupación y explotación de sus recursos.
Siembra en la Hora Final
El genocidio palestino actualmente en marcha en Gaza supone la fase aniquiladora final, en la que el objetivo es la inviabilidad de la vida nativa. La destrucción de todo recurso agrícola es la prioridad militar. El 96 % de la población de la Franja pasa hambre al haberse destruido el 60 % de las huertas y plantaciones. Lo que hace único este proceso es que está siendo documentado por sus víctimas y las instituciones internacionales y de derechos humanos. El cirujano Ghassan Abu Sitta advirtió a la humanidad en 2018 de que Israel había creado la biosfera tóxica de guerra, un modelo en el que la contaminación de los acuíferos, la destrucción de pozos y fuentes naturales de Gaza elimine todo futuro posible. A esto hay que sumarle el lanzamiento del equivalente a tres armas atómicas en explosivos químicos y metales pesados. Un territorio más pequeño que la mayoría de nuestras comarcas acumula un grado de ruinas y materiales contaminantes nunca estudiado con anterioridad. Y, obviamente, esto es un peligro para la humanidad. Primero, por la huella de carbono del genocidio que ya superaba las emisiones anuales de veinte países en los primeros dos meses. Y segundo, porque es un modelo de ecocidio militar que, si tiene éxito en doblegar a la rebelión nativa, se podrá implementar contra cualquier lugar del mundo. The Lancet, la revista médica más prestigiosa del mundo, publicó un artículo en el que se calcula que el número total de muertes en Gaza, sumando todos los factores del genocidio (asesinato, hambre y enfermedad) podría llegar a las 186.000; es decir, una de cada diez personas.
La destrucción de todo recurso agrícola es la prioridad militar.
Frente a esta situación apocalíptica, el pueblo palestino recuerda esta recomendación espiritual: «Si llega el fin del mundo y estás sembrando, continúa sembrando». Mientras la muerte lo rodea por cielo, tierra y mar, sigue cultivando las tierras, pastoreando el ganado, abriendo escuelas, celebrando bodas y combatiendo a los invasores. Y, bajo las bombas, las madres y los padres siguen cantando canciones y contando cuentos a los más pequeños, para que sigan creyendo que la vida es bella y vale la pena. De nosotros y nosotras depende si el futuro será de la máquina de guerra o del pueblo de los olivos y las naranjas tristes.