El Festival Risas Refugiadas celebra su primera edición en Amayuelas de Abajo (Palencia)
Violeta Aguado Delgado
Actividad «El color de nuestra piel». Foto: Sergio Cabrera Aparicio
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Miguel Hernández, Nanas de la Cebolla (1939)
Estos conocidos versos, escritos por Miguel Hernández en la cárcel de Torrijos, viajan desde los últimos días de la guerra civil española hasta este presente que tanto duele. Miguel comenzó a escribir sus Nanas de la Cebolla tras recibir una carta de su esposa, Josefina Manresa, en la que le contaba que ella y su hijo solo tenían pan y cebolla para comer. En un alegato de esperanza, Miguel respondió a su familia con lo único que podía, su poesía. Y, entre sus versos, el poeta escondió un arma que atravesó los barrotes de su cárcel, esa arma era la risa.
Miguel Hernández moriría de tuberculosis poco después, víctima de una guerra, que como todas las demás, nunca debería de haber existido. Sin embargo, el poeta supo, sin saberlo, dejarnos un legado que nos acaricia para enfrentar las difíciles realidades que nos rodean, pero que apenas nos tocan: conflictos armados, genocidios, extractivismo, migraciones, racismo, odio. «¿Qué podemos hacer un puñado de jóvenes anclados en esta parte privilegiada del mundo con todo esto?», se preguntaron hace un par de años algunos chicos y chicas de una comarca casi vacía. La respuesta se la había dejado el poeta: lo que queda, aunque solo haya pan y cebolla, es la risa.
Actividad «El color de nuestra piel». Foto: Sergio Cabrera Aparicio
Los conflictos del mundo atraviesan nuestros pueblos
La risa es la herramienta que emplea Iván Prado, el alma de la asociación Pallasos en Rebeldía, desde hace más de 25 años. Este colectivo artístico-solidario, que se expresa a través del clown y las artes circenses, ha llevado su propuesta transformadora desde las tiendas del pueblo saharaui hasta los caracoles del movimiento zapatista, pasando también por las tierras palestinas, que actualmente gritan de dolor ante un mundo impasible.
Las acciones de Pallasos en Rebeldía, con la magia del circo como metodología para la consecución de «una humanidad más bella y más justa», inspiraron a este grupo de jóvenes que querían hacer, desde sus pequeños pueblos, una apuesta por construir un mundo mejor. Para aterrizar aquella utopía, esos jóvenes decidieron dejar de mirar lejos y observar lo que pasaba a su alrededor. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que el sufrimiento de los conflictos que atravesaban el mundo también tenía rostro en nuestros pueblos. Ese rostro no era otro que el de las personas migrantes, aquellas que, tras un largo y complicado camino, habían llegado a este lugar recóndito de Castilla del que parece no acordarse nadie.
Según el Instituto Nacional de Estadística (2022), Castilla y León fue la Comunidad Autónoma que más población perdió en la última década en el Estado español. Nuestra tierra, tierra de campos, es un desierto demográfico en el que resisten pequeños núcleos de población muy envejecida. En este lugar, donde parece que solo se marcha la gente, nos encontramos con personas que están haciendo el camino inverso. Desde hace un par de décadas, nuestros pueblos empezaron a ser habitados por gentes que llegaban de diferentes puntos del planeta, principalmente, personas africanas y latinoamericanas, pero también población de Europa del Este y, de manera minoritaria, de otros países más lejanos. Esta población comenzó a formar parte de una comarca que parecía no tener futuro.
Algunas casas, que llevaban años cerradas, se volvieron a abrir. Hubo pueblos, donde hacía décadas que no nacía ningún niño o niña, por los que volvió a pasar el autobús escolar. Algunos negocios no se cerraron y encontraron su relevo en esas personas que venían de lejos. Y el sector primario, tan esencial en el medio rural, pareció respirar de nuevo, al encontrar a personas que sí estaban dispuestas a trabajar en el campo y con los animales. Sin embargo, y a pesar de los beneficios que la llegada de nueva gente tenía para el medio rural, no toda la población supo abrir los brazos para acoger a quienes parecían plantar semillas de futuro en un lugar tan yermo.
El conservadurismo de la Castilla profunda, la nueva ola del ideario fascista, la falta de herramientas para la construcción de sociedades igualitarias y el miedo hicieron que en nuestros pueblos crecieran el racismo y la xenofobia. Ante esta realidad, este grupo de personas jóvenes decidió apostar por crear espacios de encuentro y debate con lo diferente, por sensibilizar sobre la acogida a través de actividades culturales y campañas de sensibilización, y por utilizar la risa como herramienta de trabajo para aprender juntas a crear pueblos más acogedores y diversos.
La risa nos iguala
Esa propuesta tomó forma en el siguiente manifiesto:
Nos diferencian y distancian muchas cosas: el color de piel y la forma que tenemos de peinar nuestro cabello, las recetas que cocinamos, los modos de viajar, la forma de entender la naturaleza, la ropa que vestimos, las religiones que practicamos, los privilegios que tenemos por haber nacido en un lugar u otro, el nivel educativo, la manera de entender la fe, lo que nos gusta hacer en nuestros ratos libres, y un largo etcétera que, como decían las zapatistas, nos hace distintos y, no pocas veces, contrarios.
Parece que solo nos unen muy pocas cosas:
El hecho de estar vivos, el territorio en el que vivimos, el deseo de ser amadas, las ganas de ver a alguien a quien no vemos desde hace tiempo, la forma en la que se nos eriza la piel, las huellas que dejan nuestros pies sobre la arena, lo mucho que nos cuesta mirarnos a los ojos, el bienestar tras un abrazo, el esperar que todo vaya a mejor, la soledad, el miedo, las lágrimas, la humanidad, la esperanza y la risa.
La risa es el motivo por el que estamos hoy aquí, porque la risa, a pesar de tantas diferencias, nos iguala a todos, nos recuerda que estamos vivos, nos aleja del sufrimiento y nos ayuda a digerir el difícil mundo en el que vivimos.
Tan solo somos un pequeño grupo de jóvenes muy diferentes, que con la risa como bandera, hoy queremos decir lo siguiente:- No aceptaremos a quienes impulsan políticas que violan los derechos humanos, a quienes fomentan el racismo y la estupidez y crean fronteras allí donde solo vemos a hermanas y hermanos.
- No claudicaremos en nuestro intento de construir puentes porque sabemos que sus migraciones son el resultado de un sistema injusto que define los mapas en los que creemos, que arrasa los recursos de los lugares en los que no vivimos, que fomenta las guerras y que pone a unas personas por encima de otras, como si no fuésemos lo mismo.
- No dejaremos que nuestra tierra sea un lugar insensible a los sufrimientos ajenos, e intentaremos, en la medida de lo posible, que nuestros pueblos sean un lugar de refugio y de encuentro, donde lo que nos diferencia nos haga más ricos y donde la nueva gente nos dé esperanza y futuro.
Lo intentaremos, por humanidad y porque somos conscientes de que las tristezas de nuestra tierra también son el resultado de la emigración de nuestra gente. Lo intentaremos, a pesar de que pocas veces se nos ha enseñado a acoger lo diferente, a pesar de que fallaremos una y mil veces. Hoy estamos aquí para empezar a aprender y para empezar a intentarlo.
Coloquio sobre migración y medio rural junto a las asociaciones Volviendo al Campo y Pallasos en Rebeldía. Foto: Inés Arija
Festival Risas refugiadas
Con estas premisas se construyó el Festival Risas Refugiadas, que logró salir adelante gracias al apoyo del Ayuntamiento, colectivos, entidades sociales y el soporte económico de muchas personas que participaron a través de una campaña de financiación colectiva. La celebración del festival, que tuvo lugar el pasado 13 de abril, fue precedida por otras actividades en diferentes pueblos de la provincia de Palencia.
Durante la mañana, se celebró el coloquio «Migración y Medio Rural» en el que se expusieron las diferentes vulneraciones de derechos que sufren las personas migradas que llegan a nuestros pueblos. En ese mismo espacio, se presentaron las dos organizaciones a las que irían dirigidos los fondos recaudados durante el evento: Pallasos en Rebeldía, mencionada anteriormente, y Volviendo al Campo, una asociación que lleva más de 10 años acogiendo a jóvenes migrantes en situación irregular a quienes acompañan en su tránsito formativo hasta la obtención de su documentación y de un trabajo que les permita continuar su proyecto de vida con dignidad.
La mañana estuvo acompañada por diferentes propuestas artísticas que, a través de la pintura, la música de autor o la fotografía, lanzaron mensajes para la reflexión acerca de nuestros privilegios y nuestras carencias a la hora de acoger a lo diferente. Algunas manos se animaron a coger las brochas y pintar sobre la pared un mapamundi invertido bajo el que se podía leer la siguiente frase: «Yo no veo fronteras, ¿y tú?».
Mural realizado durante la celebración del festival por Marina I. Villaverde López
Foto: Inés Arija
Entre las asistentes se encontraban personas de diversos orígenes, colectivos que trabajan con personas migrantes y vecinos y vecinas que, con su participación en este encuentro, querían mostrar su convencimiento para construir pueblos más igualitarios. Ellos y ellas participaron al son de la música de la batucada y al ritmo de las carcajadas provocadas por el taller de risoterapia mientras portaban grandes narices rojas de payaso, que, de alguna manera, nos hacían iguales a todos.
El día tuvo dos momentos de especial relevancia: con pintura imaginamos a varios pájaros de colores negros, rojos, verdes y blancos saliendo de una jaula mientras de fondo sonaba la canción «Nací en Palestina», interpretada por la cantautora Emel Mathlouthi. Un acto como este no podría existir sin mostrar su contundente rechazo ante el genocidio que está viviendo la población de Gaza. Por otro lado, también se celebró la actividad “Nuestro color de piel” donde se invitó a las personas asistentes a mezclar diferentes tonos para encontrar aquel que se pareciera más al color de su cuerpo. El resultado fue la diversidad de colores encontrados que se plasmaron en la silueta de las manos de grandes y pequeños, quienes dejaron con su huella su compromiso por hacer de nuestro medio rural un lugar más dispuesto a acoger la diversidad y la diferencia. El día finalizó con la actuación de diversas bandas que, al igual que la risa, demostraron que la música también es un lenguaje común.
La primera edición de Risas Refugiadas fue la celebración de lo que nos une y de lo que nos diferencia. Con la risa como lenguaje, un grupo de jóvenes quisieron, a través de este festival, lanzar un mensaje: «nuestros pueblos también son vuestros pueblos, porque nuestro territorio no es otro que el lugar donde pongamos los pies».