Joan Verdugo Jiménez
Se nos va a echar el día a perder. Esta era la frase que a menudo oía decir a mi abuelo paterno. Campesino sin tierra, desplazado por la violencia económica de un sistema que lo desarraigó de su Andalucía natal para hacinarlo, como a tantos miles, en la periferia de una Barcelona que vivía al ritmo que marcaban sus fábricas. Poco podrían imaginarse aquellas gentes dónde nos iba a conducir esa idea capitalista de progreso y modernidad setenta años más tarde.
Como otros muchos modelos, el capitalismo nació y evolucionó siempre en un contexto de gran abundancia material energética pero también y, sobre todo, de estabilidad climática. Las probabilidades de que su versión última, el neoliberalismo global (o capitalismo del desastre, como algunos gustamos de llamarlo), sobreviva a una ruptura de este contexto son nulas.
No hay crecimiento económico sin confianza en un futuro estable. Y no hay un futuro estable sin estabilidad climática.
Esto nos lleva a una gran reflexión y adaptación de todo el entramado productivo: industria, energía, agua y, cómo no, agricultura, ganadería y pesca. Transitar por todos estos cambios va a tener seguramente más tinte de revolución que de transición, con puntos de ruptura y de no retorno a lo largo del camino.
La aparición de la agricultura de cereales o plantas de alto valor energético, estocables y con ciclos demandantes de cierta previsibilidad climática, tiene por delante unos años complicados. Y no hay que olvidar que estos productos son los que permiten que el mundo humano siga en movimiento. Porque, aunque como sabrán muchas lectoras, hoy en día esos cultivos son en su mayoría una forma de hacernos metabolizar la energía de los combustibles fósiles, no por ello son menos vulnerables a las catástrofes climáticas. Y sin esa energía que mueve el mundo, no hay ingenieros, ni profesorado, ni investigadoras, ni campesinado… En fin, como se suele decir: nadie trabajaría con el estómago vacío.
Por eso, me gustaría pasar un mensaje claro y urgente a todos los agentes de la sociedad que trabajamos en la producción alimentaria: tenemos que repensar y rediseñar nuestras fincas, cultivos, granjas..., no hacer meros cambios. Hay que evitar las falsas soluciones crecentistas de «más grande», «más especializado», «más tecnificado», porque ese paquete solo nos servirá para cavar más hondo la tumba, nuestra ruina colectiva. La toma de decisiones de hoy implica las proyecciones que tengamos del futuro a medio y largo plazo.
Tenemos que ser capaces entre todas de definir el problema para poder, colectivamente, buscar soluciones y no perdernos en divagaciones y piruetas intelectuales para evitar encajar la dura realidad. Nuestro modelo crecentista ha enviado al traste el contexto de estabilidad climática que funda la base de nuestros privilegios materiales y energéticos. Si no dejamos de alimentar su existencia con nuestras acciones y fe en sus soluciones, vamos a perder un tiempo y recursos preciosos que necesitaremos para inventar el pluriverso de soluciones locales necesarias.
¡No podemos echar el día a perder! Así que ¡ánimo! Nos queda muchísimo por hacer.