Memorias y retos en torno a los comunes

Artículo publicado originalmente en Jornal Mapa

Aurora Santos

«La sierra era de nuestros padres y abuelos, de nuestros rebaños, de los lobos que nos los comían, del viento gallego que allí afilaba sus navajas cortantes».

 Aquilino Ribeiro, Cuando los lobos aúllan.

 

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Collage de Aurora Santos

Conversatorios entre montes y leiras1

En São Lourenço da Montaria (freguesia del municipio de Viana do Castelo, en las faldas de Serra d’Arga, Portugal), vienen dinamizándose algunos «conversatorios con gentes de la tierra», una iniciativa de Estrume à leira con la que se pretende generar espacios de (re)conocimiento, reflexión y dinamización en torno a lo agrario y lo rural. En la relación de las comunidades con el territorio, en su forma de aprovechamiento de los recursos, pudimos hablar de los usos y costumbres y de las prácticas y conocimientos asociados a los sistemas agrícolas y pastorales tradicionales. En estos recorridos temporales surgen también los comunes, un legado de la gestión colectiva y de responsabilidad compartida sobre aquello que es de todas.

El último conversatorio tuvo lugar en Arga de Baixo, reuniendo a quien recuerda sus montes pastoreados y a quien aún lleva su ganado y rebaños al monte. Pero ¿por qué convocar pastores y pastoras a la sierra? En un conversatorio previo sobre la gestión de montes comunales (baldios en portugués) en el noroeste del Minho, surgió la problemática de la desvinculación de las comunidades locales con estas tierras comunes, por lo que buscábamos entender mejor cómo había sido antes esta relación y cómo fue modificada.

Del pastoreo a la floresta. Memorias de la desposesión

En estos pueblos serranos (como en otros de Portugal), el monte fue un soporte fundamental para las comunidades y un elemento indispensable del engranaje del metabolismo agrario de entonces. El monte era lugar de uso y usufructo común, bien para el pastoreo, bien de apoyo a la agricultura, esencial para la reproducción de la vida. En él pastoreaban vacas, ovejas y cabras, y en él se recogían los matos (tojos, brezos, carqueixas…), usados para la cama de los animales; una vez pisados y curtidos con el estiércol, generaban el abono para fertilizar los campos. El monte permitía así ampliar la superficie de tierra propicia para el pastoreo, con sus matos y pastos, a la vez que complementaba la actividad de cultivo en las tierras arables.

 
   El monte era lugar de uso y usufructo común, bien para el pastoreo bien de apoyo a la agricultura, esencial para la reproducción de la vida.   
 

Todas las personas guardan memorias de los vínculos con el monte o la sierra, ya que «todas tenían ganado, unas más, otras menos, rara era la casa que no tuviese un rebaño de cabras u ovejas». Nos hablan de las dinámicas diarias y estacionales del pastoreo, de lo que se alimentaban los animales, de la convivencia de las personas en la sierra, o de la organización del trabajo mediante sistemas cooperativos, como cuando se llevaba el ganado y rebaños «a la vez» (un día una persona o familia, otro día otra). Como parte de la economía familiar se vendían cabritos y corderos, así como algunos productos de la lavoura2, «de ahí se vivía». La piel de las cabras se usaba para fabricar el fole, saco para transportar el maíz hasta los molinos de agua. La lana de las ovejas era hilada y tejida. Las vacas eran importantes animales de trabajo, y su leche también era aprovechada, para consumo o transformada, batida para hacer mantequilla. Las personas recuerdan el monte de otra forma, ya que «no había matorral como hay ahora». La limpieza del monte se hacía con el pastoreo de los animales, y los pastos eran más abundantes. Los matos que se recogían del monte también se usaban para atizar la lumbre y para el horno, «se hacían aquellas pilas de tojo para luego cocer el pan». En el invierno se recogía del monte leña, árboles viejos o leña de genista.

Llegó a haber grandes rebaños en la sierra, uno con hasta 1200 cabezas de cabras y ovejas. «Me crie con las cabras, [solo] las vendimos cuando plantaron la sierra». La creación del «Régimen Forestal» a inicios del siglo xx, y la forestación de los baldíos durante el periodo de la dictadura de Salazar, cambiaron la íntima relación que las comunidades tenían con sus montes. En los años 40, con la apertura de la carretera por los «Servicios Forestales» hacia el punto más alto de Serra d’Arga, «empezaron a llegar los guardias, orientando los trabajos y empezando las plantaciones». En 1949 transcurría ya la plantación de pino en Montaria, donde algunas personas llegaron a trabajar, sobre todo las que económicamente se vieron obligadas a ello.

Con la forestación en la sierra se prohibió la libre circulación de los animales, «no se autorizaba el ganado que iba solo». Los guardias forestales vigilaban que los animales no accediesen a las áreas plantadas, multando las infracciones. Las gentes de Arga se opusieron a la forestación, «todo el pueblo protestó, pero de poco sirvió». La plantación se llevó por delante gran parte de la sierra, sin embargo, gracias a la resistencia de la gente, se dejaron algunas franjas de pastos en las zonas bajas del monte y en las altiplanicies, que fueron cercadas y reservadas para el ganado bovino. ¿Y qué pasó con los rebaños? «¡Se fue todo!». Aunque las ovejas todavía podían pastorear en los campos y zonas bajas del monte, «las cabras fueron las primeras en desaparecer», «lo que quieren es matorral». «Se hizo obligatorio venderlas [y] empezaron a desaparecer los pastores…». 

 
   Una vez plantada la sierra, se deja de poder llevar los animales al monte, en pastoreo libre, como siempre lo habían hecho.   
 

La economía de las familias se asentaba en estas tierras comunes de acceso y soporte para toda la comunidad, pudiendo satisfacer en/con ellas sus necesidades. Una vez plantada la sierra, se deja de poder llevar los animales al monte, en pastoreo libre, como siempre lo habían hecho. Se limita el área de pastoreo y el número de animales, y también la posibilidad de obtener ingresos con la venta que se hacía de ellos o de sus productos. Las personas pasan a vender su fuerza de trabajo, y el principal beneficiario de la sierra pasa a ser el Estado, que solamente deja el salario. Finalizados los trabajos de la plantación, y después los del corte de la madera, a partir de los años 60 un gran parte de población emigra, primero los hombres, más tarde también algunas mujeres. Aun existiendo otras razones para las olas de emigración y el éxodo rural, la forestación de los montes habría anticipado estos flujos. 

Vínculos que se pierden

Solamente después del 25 de abril de 1974 (fin de la dictadura), los baldíos se devuelven al pueblo, muy a pesar de que parte del pueblo ya se había ido y que los baldíos ya no eran monte sino florestas. «Las personas se empezaron a organizar, se hicieron unas actas para tomar posesión», refiere alguien que participó en la formación de la primera comisión de baldíos, y se optó en aquel entonces por la cogestión del baldío con los «Servicios Forestales». Las tareas de venta de la madera, plantaciones y vigilancia las siguió haciendo el Estado, quedándose con el 40 % de los ingresos de la venta de la madera. La sierra ardió varias veces, y pocos son los pinos que restan actualmente. «Si hubiese más rebaños, el monte estaría ahora más limpio, no habría tanto abandono, no habría tantos incendios». Arde el matorral y se pierde suelo, y «lo que más crece en Serra d’Arga es piedra». A la problemática de los incendios y erosión se añade la de las especies invasoras, introducidas por los «Servicios Forestales», desde las acacias (Acacia melanoxylon y A. dealbata) a la espinosa Hakea sericea. La cogestión con el Estado, aunque más ventajosa al inicio, ya que la población no contaba con medios para la gestión forestal, es dificultosa y genera descontento - «el monte está libre para las cabras, pero si quieres ir a coger un pino no lo está…», «aunque haya leña seca tienes que pedir permiso». Los problemas de gestión forestal y ambiental que hoy presentan los baldíos, aquí tan solo simplificados, son el reflejo de todo un proceso histórico. La menor presencia de personas, y su menor dependencia de los baldíos, los hizo finalmente más ajenos.

La invasión y apropiación de los baldíos por el Estado fue un golpe para las comunidades, una desposesión. Le siguieron otras - como la desposesión de los saberes y prácticas que aseguraban la relación y cultura de sostenibilidad con los territorios - durante lo que fue el proceso de modernización agraria en las últimas décadas del siglo XX, y las políticas agrícolas que le acompañaron. Frecuentemente es señalado por la gente el cierre de los puestos de la leche en las varias freguesias —y así «se acabaron las vacas»— como una de las causas de la emigración (más tardía, a partir de los años 90), y también el sentir que «la lavoura comenzó a no dar», con menor autonomía, «ahora hay que comprar la semilla, el abono, el herbicida, el tractor…». Se pierden los vínculos y mundos campesinos, íntima y metabólicamente conectados al territorio, y se pasa a otros sometidos a las reglas del progreso.

Vínculos que resisten

A pesar de la realidad demográfica, de las transformaciones o del «abandono» de la actividad agraria, hay personas que se quedaron, otras que volvieron, y en los montes, en la sierra y a sus pies, el pastoreo y las lavouras siguen, así como la gestión de los recursos comunes. A modo de ejemplo, los sistemas tradicionales de riego compartido en Montaria, culturalmente enraizados, con una forma propia de aprovechamiento y de gestión colectiva del agua, (aún) están vivos, y en gran medida porque (aún) se cultiva maíz. El riego de este cereal en verano requiere retener, conducir y distribuir el agua hacia cada leira. Desde São João a finales de agosto, las aguas «entran en cuenta», y cada casa tiene sus días, sus horas o partes del día. Antes del reparto, cada año se hacen los trabajos colectivos de limpieza y manutención de las presas y canales de riego. Quien aún cultiva maíz y, por tanto, quien aún tiene animales (y estiércol), es quien mantiene vivos los flujos de estas aguas y la organización social asociada, siendo sistemas que aún responden a las necesidades.

En el caso del pastoreo, hay quien mantiene pequeños rebaños de ovejas, pero solo en los campos, bien porque sus pastores y pastoras ya son mayores, o porque cambiaron las dinámicas con el lobo: «las ovejas ya no pueden ir al monte, el lobo las agarra y ni nos enteramos». Son únicamente dos los pastores que aún mantienen en Montaria rebaños de cabras y las llevan al monte, dedicándose por entero a esta actividad, no ausente de dificultades. La presencia del lobo es una de ellas. Siempre hubo lobo en la sierra, pero «si hubiese más rebaños, el lobo tendría más para comer». También comentan los obstáculos burocráticos asociados a la actividad ganadera, desde los retrasos en el pago de las indemnizaciones por la pérdida de animales, a las trabas con el tipo de explotación y sus requisitos. Son las subvenciones de la PAC las que terminan determinando la dimensión y manejo de los rebaños, y son en última instancia las que mantienen actualmente la actividad agrícola y pastoril en estos lugares. También juegan un importante papel las personas mayores, que aún jubiladas insisten por gusto en mantenerse activas, cuidando sus campos, sus animales, sus couves-galegas. Comenta uno de los pastores de cabras que su actividad se sostiene con la venta de los cabritos y, a veces, al haber demanda, con los chivos y cabras más viejas, lo que le anima a seguir, a pesar de todo. En su opinión, y en forma de reto: «ahora lo que el monte necesita es gente, gente con coraje para echar las cabras al monte». Un reto que retoma lo agrario como aliento de los territorios rurales y de las posibilidades de los comunes. Porque retoma ese eje vertebrador sobre el que se articulan, o se pueden reactivar, los vínculos con la tierra.

Aurora Santos
Estrume à leira

1 Terrenos de cultivo de pequeña extensión

2 Cultivo de la tierra

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