Adrián O. Lozano
No tengo un recuerdo nítido del campo y me pregunto por qué. Donde ahora vivo hay islas, conjuntos de árboles, la mayoría son robles, y otros autóctonos, que parecen crecer, como un ejército pacífico que triunfase contra todo mal. Son como vestigios que flotaran tras el naufragio.
Paisajes de la sierra de Gata. Fotos: Adrián O. Lozano
Cuando tenía 13 o 14 años, mis padres, originarios de Don Benito, una ciudad pequeña de las Vegas Altas del Guadiana, decidieron invertir la herencia del abuelo materno, quien fue barbero y vaquero, en la sierra más noroccidental de Extremadura: sierra de Gata, tierra fronteriza con sierra de la Estrelha, en Portugal, y la meseta salmantina. Proyectaban, aún en pleno desempeño de sus funciones profesionales, envejecer ahí, cerrar este proceso que comúnmente nombramos vida.
Estar ahí, en esa supuesta lejanía, parece ser hoy un privilegio. Por sencillamente estar, sentado junto a un roble, ese árbol noble, como decía el abuelo. Y me acuerdo, cómo no, de nuestro eterno poeta:
¡Oh, laurel divino, de alma inaccesible, siempre silencioso, lleno de nobleza!
En Palabra de Lorca, encuentro más sentidos por donde empezar:
Toda mi infancia es pueblo. Pastores, campos, cielo, soledad. Sencillez en suma. Yo me sorprendo mucho cuando creen que esas cosas que hay en mis obras son atrevimientos míos, audacias de poeta. No. Son detalles auténticos, que a mucha gente le parecen raros porque es raro también acercarse a la vida con esta actitud tan simple y tan poco practicada: ver y oír… Luego, al escribir, recuerdo uno de estos diálogos y surge la expresión popular auténtica. Tengo un gran archivo en los recuerdos de mi niñez; de oír hablar a la gente.
Es la memoria poética y a ella me atengo.
La palabra escrita y dicha es el vehículo a través del cual comprendemos e identificamos la realidad —o la multiplicidad de realidades— de nuestro mundo. O, a la manera de Álvaro Pombo: «La palabra es el centro de nuestra inteligencia y de nuestra convivencia». Las palabras sirven para vivir, pues con ellas no solo comunicamos, sino que construimos nuestros pensamientos y conformamos nuestra mirada. En definitiva, y parafraseando al poeta Octavio Paz, entendemos y abrazamos la palabra como un puente mediante el cual tratamos de salvar la distancia que nos separa de la realidad exterior.
Simone Weil escribió: «Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro». Pia Pera, filósofa y escritora italiana, en Confesiones de una aprendiz, escribe: «Cultivar representa el primer paso hacia una forma de vida. […] Se convierte en algo cuyo origen conocemos, algo que sabremos reproducir en caso de necesidad». Me esfuerzo en poner a conversar los libros y sus autoras. Trato de plantear preguntas. Creo, de nuevo, en el lenguaje.
Vuelvo a la tierra y el sol sigue imborrable. Hay cierta luz que en septiembre parece cambiar radicalmente. Pareciera decir o transmitir algún presagio. Es obvio: la luz es trascendencia. Y junto a ella el sonido lleno y a la vez ligero, amable, complejo del campo. Me vienen unos versos de la poeta Wisława Szymborska: «Cuando anuncio la palabra silencio, / lo destruyo». Qué bonita paradoja, pienso.
«El silencio es el meollo de todo arte genuino, el camino de la abstracción, lo mínimo, la simplicidad», recupero este fragmento de Todo lo que crece, el ensayo de memorias lleno de jardines que escribe Clara Obligado, autora argentina exiliada en España y convecina de La Vera, nuestra sierra hermana. Sigo citando a la autora: «Los que están lejos o estamos lejos, tenemos que inventar nuestros ritos de despedida». Pienso en los que no están. Los que no pueden ser vistos ni escuchados. «El silencio es el nido de la voz», escribe el poeta argentino Lisandro Gallardón.
Y ante el silencio llegan preguntas: ¿quién nos cuenta y qué dice de nosotras?, ¿qué respondemos desde este «lugar lejano» al que pretenden condenarnos? En realidad, ¿de qué está lejos el campo, de qué se pierde un pueblo? O, como también se pregunta y proclama, en su mirada íntima y familiar al mundo rural, María Sánchez, veterinaria de campo y autora, entre otros libros, del ensayo Tierra de mujeres: «¿Quién es el que cuenta la historia sobre nuestros márgenes? ¿Quiénes son los que escriben sobre nuestro medio rural?». ¿Qué ocurre cuando a las personas se les arrebata toda su identidad, cuando se les quitan sus formas de vida, sus lazos y la lengua?
En Todo lo que crece encuentro más: «¿Con qué palabra puedo decir: me despierto todas las mañanas preocupada por los incendios? No hay un léxico para los desastres ecológicos, la angustia que nos provocan no tiene palabras». Y concluye: «Poner nombre es, también, una estrategia de supervivencia».
*
Me acuerdo de un fragmento de la novela Luciérnagas, de Ana María Matute, que parece hablarnos: «Todas esas palabras, todas esas voces sin oírse se conocen en el balanceo de las altas ramas, en la profundidad de las raíces que buscan el corazón del mundo. Escribir es para mí recuperar una y otra vez aquel día en que creí que podía oírse crecer la hierba».
¿Te acuerdas, Leocadia, de la poesía que le saqué al pueblo?, le preguntaba Chus Lampreave a Marisa Paredes en la película de Almodóvar La flor de mi secreto. Recitaba así frente al paisaje manchego:
Qué hermosa está la mañana, Leo.
La luz del sol centellea,
las flores dan sus perfumes,
sus rumores, la arboleda.
Me pregunto cuántas veces coincide la verdad con la belleza y cuántas otras no, y por qué. El viento me responde azotando las ramas y trayéndolas al texto. En contraposición con la raíz, se balancean, son flexibles. «Todo es verdad bajo los árboles», apunto este verso de Antonio Gamoneda y me pregunto: «¿Es el árbol una unidad o un conjunto? ¿Hay algo en él que elija ser la rama, la raíz, luego la flor?». Y entonces pienso egoístamente también en nosotras: «¿A qué nos aferramos para definirnos? ¿No es ese intento otra forma de ficción?».
O quizá es todo mucho más sencillo, como nos hacía creer Ocaña. De nombre José, la Pasionaria de las mariquitas, pintor de Cantillana, respondía así a Jesús Quintero cuando en El loco de la Colina le preguntaba: «¿En algún momento tú has pensado, por las cosas que te han dicho en la infancia, que eras un error de la naturaleza?»:
Cuando yo me acepté, dije: chico, eres un elegido de los dioses… Y, entonces, me acuerdo de García Lorca, de Leonardo da Vinci, de Miguel Ángel, de Walt Whitman… ¡De esa gente genial! Y cuando me voy al campo y me pongo a coger flores… ¡Por Dios!, ¿cómo voy a ser un error de la naturaleza? Yo como los pajarillos: a cantar y bailar.
*
Inmediatamente la noche se proclama y pide asir el silencio del mundo. Vuelvo a buscar en la literatura y me pregunto qué se le ha podido pasar por alto a la poesía. Qué ecos o racimos de lo universal ya están caducos y por qué, aunque sea una empresa condenada al fracaso, es necesario volver a nombrar, volver a intentarlo. Pienso que la simbiosis más esencial es la del poema con la tierra y su transformación. Quien escribe poesía adquiere una actitud de alerta. Es alguien que acecha, calla, contempla el paisaje y se renueva. La contemplación es el espacio de la lucidez. Y cito estos versos tan épicos de Manuel Rivas: «De hablar, hablaré con la tierra, / solo hablaré con ella».
«La literatura está sembrada con estas imágenes que comprendemos intuitivamente. Cuando escribimos no nos hace falta explicar […] Algo resuena en nuestro interior», concluye Clara Obligado.
*
Regresando de alguna forma al hilo del texto, para poder avanzar, enumero: la añoranza del olor húmedo de la casa vacía, ir y volver, volver a irse, regresar o quedarse, las abuelas desgranando, moliendo y narrando. El abuelo, ajeno a estos tiempos, sin comprender casi nada, o quizá casi todo, borrando demonios, queriendo querer.
Me pregunto cuál es el límite de la memoria, de la mirada, del cuerpo, del campo, del exilio, de los vínculos que construimos y tejemos. Y me acompaña, de nuevo, María Sánchez, para bajar a tierra: «¿Cómo sentirse orgullosa de las raíces si desde que tienes consciencia te han enseñado que la única opción posible para prosperar es la de marcharse? ¿Cómo resignificar la palabra cultura en el medio rural si nunca hemos considerado que el medio rural de por sí lo sea? ¿Cómo aprender a mirar en las fisuras?».
Pienso de qué formas puede salvaguardarse la ternura. Lo tierno de quienes criaron, el cuidado, la sencillez, esa plenitud. Pienso en la gente que habita el pueblo, en los que sí están, las que sostienen la vida en él, los que lo intentan. Pienso también en los rebaños y reparo en su etimología oscura y diversa: de vara, de maestro, de feligrés. Pienso en los que querrían volver, o incluso en los que podrían o desearían llegar por primera vez.
También pienso en la posibilidad de seguir conservando y salvaguardando la cultura, esta cultura, la del campo, la de la tierra, la del espacio diverso y nunca vacío de nuestras ruralidades. Busco ansioso un poema en Cuaderno de campo, donde la autora cordobesa escribe:
Algo así tiene que ser el hogar.
Rebuscar con los dedos las raíces
Convertir la voz en ternura.
Pienso en ese hogar y en buscar allí donde anidaron las demás, porque las respuestas —estas voces por fin nuestras— parecen estar presentes, como un milagro, entre la poesía y las historias, entre pasado y presente, entre lo cotidiano.
Cierro esta oportunidad de comunicación, de la que estoy tan agradecido, atreviéndome a recitaros en castúo, esa lengua primera, ese terruño materno, de ese origen y presente, Extremadura. [El poema se llama La nacencia, de El Miajón de los Castúos (rapsodias extremeñas), de Luis Chamizo (Guareña, 1888-1944)]:
Bruñó los recios nubarrones pardosla luz del sol que s’agachó en un cerro, y las artas cogollas de los árbolesd’un coló de naranjas se tiñeron.A bocanás el aire nos traía los ruídos d’alla lejosy el toque d’oración de las campanas de l’iglesia del pueblo.Ibamos dambos juntos, en la burra, por el camino nuevo,mi mujé mu malita, suspirando y gimiendo.Bandás de gorriatos montesinos volaban, chirrïando por el cielo,y volaban pal sol qu’en los canchales daba relumbres d’espejuelos.Los grillos y las ranas cantaban a lo lejos,y cantaban tamién los colorines sobre las jaras y los brezos,y roändo, roändo, de las sierras llegaba el dolondón de los cencerros.¡Qué tarde más bonita!¡Qu’anochecer más güeno!¡Qué tarde más alegre si juéramos contentos![…]