Isabel Vara Sánchez
La visión de mercado que impregna hoy las universidades, a costa de mermar su libertad, queda claro que se va imponiendo. Adaptarse a los imperativos empresariales e institucionales puede ofrecerles algunas supuestas ventajas, como la financiación, pero implica disminuir su capacidad de indagar y plantear preguntas que aporten miradas críticas a problemáticas complejas.
Estudiantes de Ciencias Ambientales pensando sobre agroecología junto a los proyectos de su entorno. Fotos: Isabel Vara Sánchez
Durante las últimas décadas todas hemos visto cómo las universidades iban entrando, tal y como observan las profesoras Maggie Berg y Barbara K. Seeber,[1] en un proceso de “corporativización” en el que el nexo entre la universidad y la empresa es cada vez más estrecho. Las universidades se alejan de su compromiso con el saber, la participación y la acción, con la libertad y el pensamiento crítico, y se someten a la idea de que estudiar debe servir para algo —como si lo mencionado no sirviese para nada— y ese algo es generar trabajadoras eficientes y productivas para un mercado altamente tecnificado. Este pensamiento no solo influye a la hora de encauzar los contenidos docentes, sino también a la propia carrera académica, al someterla a los principios de productividad y rentabilidad que marcan la economía de mercado.
La centralidad del mercado, la obsesión por la eficiencia y la producción, la competitividad y el currículum por competencias (que es un modelo educativo basado en el desplazamiento de los saberes que prioriza la asimilación de un conjunto de capacidades y habilidades funcionales al mercado laboral inserto en la economía capitalista) son ya esferas habituales en la vida universitaria. También lo son las cátedras universidad-empresa que, con poco pudor, anuncian las propias universidades públicas y el mismo gobierno central como colaboraciones que ofrecen a las empresas un acceso directo a los “recursos humanos” e infraestructuras de la universidad para desarrollar formaciones, investigación, desarrollo y transferencia de conocimientos en áreas de interés común. La universidad lo toma como una oportunidad para sí misma que le va a permitir, además, acceder a financiación extra con cierta continuidad (mientras duren los acuerdos), a intercambio de personal (puertas giratorias) y a explotación comercial de los resultados (prestigio y dinero). Estas “ventajas” son congruentes con esa visión de mercado que impregna hoy las universidades, aunque merme su libertad, al adaptarse a los imperativos empresariales e institucionales y permitir que disminuya su capacidad de indagar y plantear preguntas que aporten miradas críticas a problemáticas complejas (en pos de la necesidad, entre otras, de tener resultados publicables que explotar y que reproducen la meritocracia).
La centralidad del mercado o la obsesión por la eficiencia y la producción son ya esferas habituales en la vida universitaria.
Situación insalubre
El mundo universitario así conformado nos lleva a diversos estados insalubres. Por un lado, afecta a la salud mental y física de profesorado, estudiantes e investigadoras. Son conocidos los síntomas físicos y psíquicos relacionados con el estrés (dolores corporales, depresión, ansiedad, trastorno de las emociones, etc.), el aumento de medicación y apoyo psicológico o psiquiátrico en la vida universitaria. El placer y el disfrute del estudio, la resolución de problemas, el diálogo y el acercamiento a realidades amplias y diversas casi se puede considerar anecdótico.
Por otro lado, la salud social se ve afectada en términos de desvinculación, desconexión, realidad sesgada, mirada somera y falta de tiempo para la reflexión profunda. Esta progresiva lejanía tensiona el vínculo universidad-sociedad y refuerza una educación universitaria cada vez más tecnificada y tecnológica. Martha Nussbaum[2], filósofa estadounidense, plantea que el empobrecimiento cultural y la tecnificación de las universidades produce un determinado tipo de ciudadano, alguien que adquiere capacidades específicamente orientadas a la obtención de renta y la estandarización.
En un mundo altamente complejo y con altos niveles de incertidumbre (el calentamiento global, la distribución injusta de los alimentos o los desequilibrios geopolíticos, por ejemplo), diverso en su multietnicidad y multiculturalidad, en las diversidades relacionales y sexuales y en las formas de habitar el mundo, son necesarias personas que reconozcan y valoren la riqueza de estas diferencias, personas que trasciendan el reduccionismo y que integren las diferentes cosmovisiones a la hora de imaginar mundos más vivibles, más empáticos y más democráticos o incluso, más libertarios. La educación crítica y transformadora es altamente defendible y necesaria para poder generar otro tipo de ciudadanía, no al servicio del capital, sino al servicio de la libertad y la humanidad.
La universidad, como una institución social que aún mantiene un papel de garante de autoridad epistémica o sobre el conocimiento y conserva, en diversos grados, su prestigio como valor social se puede convertir —y se convierte— fácilmente en un instrumento de reproducción de la hegemonía y el poder de las clases más privilegiadas, con una mengua preocupante de su capacidad crítica, especialmente cuando se trata de cuestiones relacionadas con la injusticia, la supresión de las diversidades o la violencia hacia la naturaleza. Tal y como Díaz Salazar[3] advierte, «no puede ejercer sus roles de enseñanza e investigación al margen de la estructura de clases y de los grupos de poder y económico, político e ideológico que configuran la estructura socioeconómica de la sociedad». Esta es una condición a la que, en la práctica, apenas se está prestando atención. Si apartamos la mirada de esta cuestión nuclear y la focalizamos en que el problema es que la universidad no está preparando a las personas para su salida al mercado laboral (lo que es visto, según la lógica capitalista, como un problema de disminución de utilidad social de la universidad), lo que observamos es la aplicación de un conjunto de correcciones que se concretan en generar un currículo académico a través de competencias, en estudiar e investigar para las empresas y en otras delicias mercantiles, como la privatización del conocimiento. Solo con asomar un poco la nariz por la puerta universitaria nos encontramos investigadoras cada vez más quemadas, profesorado acrítico inmerso en gestión y burocracia, estudiantes con ansiedad, apatía, desánimo y desconectados del aprendizaje profundo, debido a la omnipresente memorización de los contenidos. Podemos intuir que todo esto son síntomas de la ruptura y la quiebra de las personas que educan y se educan en este sistema en el que se aplica un paradigma de investigación y enseñanza instrumental dirigido a la utilidad funcional y no a acercarse a las verdades que las realidades contienen.
Una universidad que genere ciudadanía crítica transformadora
Si la enseñanza y la investigación universitaria actuales tienden a producir personas humanamente quebradas, tecnificadas y estandarizadas, ¿no sería eso una tragedia? Perder la habilidad de pensar críticamente, de examinarnos a nosotras mismas, de respetar la humanidad y la diversidad de otros, en palabras de Nussbaum, sería catastrófico para la sociedad en general y, en concreto, para la soberanía alimentaria, la transformación de los sistemas alimentarios hacia la agroecología y para el cambio social, tecnológico e institucional que acoge a la agricultura y a la alimentación. Los escenarios de vulnerabilidad e incertidumbre por los que transitamos (también los de las propias personas) necesitan de personas entusiasmadas con un tipo de pensamiento organizado, reflexivo, crítico y propositivo, capaz de imaginar y reconocer a las otras (personas y otros seres vivos).
El conocimiento técnico no es suficiente para comprender realidades complejas y para reconocer las habilidades y la mirada de otras.
En cambio, los planes de estudios en los grados y posgrados de agronomía en las universidades españolas están muy atravesados por cuestiones como la gestión, las técnicas, la fundamentación técnica, la industrialización, el control, los tratamientos, la ingeniería, las mejoras, las instalaciones, la producción o la economía, entre otras del estilo. Apenas hay asignaturas de humanidades en los seis años que dura la formación habilitante. Sin humanidades, ¿cómo se va a humanizar? Ya hemos visto que el conocimiento técnico no es suficiente para comprender realidades complejas y para reconocer el conocimiento, las habilidades y la mirada de otras (las otras campesinas, indígenas, agricultoras, ganaderas, pescadoras, las que comen —especialmente las que comen mal—, ecologistas, antiespecistas, migrantes, queer, etc.). Es más, para lo que pretendemos, que es transformar social, institucional y tecnológicamente el sistema agroalimentario, ni siquiera una visión crítica sin más garantiza gran cosa. Ya nos advertía Paulo Freire[4] de esta ingenuidad cuando decía que una percepción crítica de la realidad “no es suficiente para que los oprimidos se liberen”.
No nos queda otra que comprometernos con reclamar y construir una universidad (y otras escalas educativas) que genere ciudadanía crítica, transformadora, comprometida con los múltiples saberes y haceres, con la participación y la acción; orientar la docencia, la investigación y el desarrollo de una extensión agroecológica hacia el cambio ecosocial y bien articulada con los movimientos sociales y su horizonte de emancipación y con aquellos cuya vida es afectada por los problemas del sistema agroalimentario.
[1] Berg, Maggie y Seeber, Barbara K. (2022): The Slow Professor. Desafiando la cultura de la rapidez en la academia. Universidad de Granada.
[2] Martha Naussbaum desarrolla estas ideas en obras como El cultivo de la humanidad una defensa clásica de la reforma en la educación liberal (2005) y Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades (2010).
[3] Sobre la cuestión de una universidad emacipadora coherente con el cambio ecosocial reflexiona Rafael Díaz Salazar en su artículo ¿Reproducción o contrahegemonía? ¿Puede contribuir la Universidad al cambio ecosocial?, en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 130, 2015, pp. 13-26.
[4] Toda su obra es inspiradora, especialmente Pedagogía del oprimido.