Conversatorio
Como se dice en León, nos juntamos en calecho a conversar con cuatro personas que viven en comunidades rurales particulares donde, de una u otra forma, se practican nuevas formas de convivencia y relaciones. Queremos conocer su día a día, sus retos y sus motivaciones.
Alba Muñiz
Yo habito en El Calabacino (municipio de Alájar, Huelva), un conjunto de aldeas diseminadas en la sierra Morena, cerca de Portugal. Se despobló en los cincuenta y volvió a repoblarse a principios de los ochenta. Llevo aquí nueve años, soy relativamente nueva. Vivimos un centenar de personas, con muchos niños. Concibo El Calabacino como una familia grande, de muchas familias. Cada cual vive en su espacio y a partir de ahí vamos haciendo.
Mauge Cañada
Formo parte de Arterra, un grupo de unas 40 personas que convivimos en un antiguo colegio de 8 000 metros construidos y que desde hace 10 años estamos rehabilitando en Artieda (Navarra). La soberanía alimentaria es un pilar y tenemos unas 6 ha de terreno propias, cedidas y de comunal, con huerta, frutales, animales… Tenemos la oficina de la red europea de ecoaldeas en Arterra y esto nos permite estar conectadas con proyectos muy diversos.
Matías Ruiz
Soy de las Alpujarras. Junto con mi compañera, llevo el proyecto agroecológico Casa Farfara, con el que nos ganamos la vida. Vinimos a Almócita (Almería) porque hace unos años el alcalde nos ofreció un espacio para participar en la comunidad. Nos pareció muy interesante el movimiento de transición que se está dando en el pueblo, donde somos unas 150 personas viviendo y muchas en cola que quieren venir, pero no hay viviendas disponibles
Jesús M. Albarrán
Habito una pedanía de la montaña de León, Ariego de Arriba, en la comarca de Omaña, donde llevo 9 años siendo alcalde pedáneo. Somos 15 habitantes censados y algunos más no censados. Estamos intentando que funcione el concejo y mantener la gestión comunal de unas 250 ha de bosque y pasto y del agua, aunque el concejo es mucho más, también manejar los conflictos por las diferentes visiones que tenemos.
El consumo, el individualismo, la dominación sobre la naturaleza…, llegamos ahí con lo que se conoce como «modernidad»; pero, si vamos para atrás, encontramos una forma diferente de mirar y de habitar. ¿Por qué se desprecia mirar atrás? ¿Por qué cuesta admitir que hay mucho de lo antiguo que reivindicar?
Jesús: Creo que es importante reivindicar la premodernidad. La modernidad, que se presentó como lo equivalente al progreso, arrasó con las formas de vida tradicionales y ha añadido una complejidad brutal a las necesidades humanas. Los pueblos ya no son sociedades homogéneas, donde todos van a una y es mucho más complicado tomar decisiones en colectivo y sobre lo colectivo, a no ser que delegues en políticos. Nosotros intentamos no pervertir esa tradición de la que venimos, resistir en ella pero adaptarla. No se trata de replicar de manera nostálgica lo de otro tiempo y contexto, sino hacerlo porque tiene valores y modos de vida que aportar a esa sociedad que queremos. No hay que ir tan lejos para construir una manera de entender diferente.
Matías: A mí, a la hora de pensar en el pasado, me gusta más ir a lo práctico que a lo filosófico. Me acuerdo de cuando yo era chico en la Alpujarra, las casas estaban llenas y teníamos comida para todo un año: higos, almendras, el atroje con trigo y maíz, el horno donde se amasaba el pan, la tinaja con el aceite, la cuba con el vino, las patatas, la cuadra debajo de la casa, con los animales, conejos, gallinas… Yo creo que la modernidad, o como lo queramos llamar, se ha llevado esa autonomía, ahora somos tremendamente dependientes. Pero, hoy por hoy, si hubiese una crisis alimentaria, aquí la gente pasaría hambre. Creo que la gente neorural que llega a los pueblos trae las ideas de la ciudad, que, como yo la entiendo, es un gran estómago que consume y consume. Hay una desconexión brutal de la tierra.
Mauge: Hay saberes y maneras de entender la vida y el mundo que es importante rescatar e integrar, como esto que nombra Matías, saber vivir y gestionar desde lo pequeño. En los pueblos permanece todavía. Yo llevo tantos años siendo neorural que ya debería ser rural, pero no me atrevo a decirlo. Ahora bien, para mí hay veces que lo tradicional es un peso cultural tremendo. En parte, la vida estaba configurada en ese equilibrio también porque no había otras posibilidades. Hoy sí las hay y, por la cultura en la que estamos, elegimos esas formas dependientes y depredadoras. Yo me considero idealista, quiero encontrar otra forma de vivir y en Arterra nos vemos más como laboratorio de futuro en el medio rural que como apasionada bandera de lo tradicional. Del pasado no solo pesa el machismo, sino algunas de las relaciones con la tierra, como la dominación de los sistemas naturales. Hay más cosas que hay que reformular: la gobernanza, la integración, las necesidades… No me sitúo ni en lo antiguo ni en lo moderno, sino en romper las esclavitudes de lo moderno, como que la gente llegue al campo y quiera tener todo lo que tiene en la ciudad. O que vengan a «relajarse». Mejor que no vengan, porque aquí no paramos nunca. Que vayan a un balneario.
Alba: Estoy muy de acuerdo con tener la conciencia abierta a adaptar lo tradicional y con la necesidad de transformar o integrar ciertos conceptos. Según lo que yo vivo en lo cotidiano, me parece importante esa reivindicación de vivir en la tierra para conectar con la esencia del ser humano. Esta forma de neoruralismo consumista me despierta la necesidad de entender cómo nuestros antiguos podían ver la conexión directa con la tierra, con los ciclos, con la autogestión…, sabían cuándo tocaba cada cosa. Viviendo en el monte puedo observar la dependencia y la necesidad imperante de volver a poner las manos en la tierra, volver a poner en práctica estas ideas y conciliar los conocimientos: las prácticas que nos hacían ser humanos, la mirada colectiva. Aun viviendo en el campo hemos mamado el individualismo y retomar esa mirada colectiva me parece un gran reto y una misión.
Esas dificultades de pensar en colectivo, ¿pensáis que son diferentes en comunidades de afines que de no afines? ¿Es el municipalismo una herramienta interesante para vosotras en este sentido?
Mauge: Nosotras vivimos las dos situaciones, espacio de afinidad en casa y de no afinidad en el pueblo. En nuestro caso llegamos muchas neorurales de golpe y eso impactó en la comunidad autóctona, Artieda, un pueblo con unos 160 habitantes. Curiosamente, ahora cuatro personas de Arterra estamos en el gobierno municipal y esto generó mucho revuelo, pero entendemos que este papel responde a intentar alargar la comunidad y responsabilizarnos del espacio en el que estamos. Esto ha hecho que se rompiera la dinámica de que siempre gobernaran dos familias. Choca nuestro planteamiento de que todo lo que surge lo hablamos y nos comunicamos. Está siendo interesante pero intenso, por eso agradecemos tener la comunidad de afines en casa.
Matías: Aquí en la Alpujarra hay un dicho: «No importa quedarme tuerto si el vecino se queda ciego», y esa realidad existe. En Almócita, de todas formas, creo que se están haciendo las cosas bastante bien, es un pueblo que acoge a todo el que viene. Y creo que en esto tiene mucho que ver cómo se ha enfocado el proyecto de transición desde el propio ayuntamiento. En ese sentido, una de las iniciativas es el Foro de Almócita, un foro vecinal en el que suele participar todo el pueblo y donde se exponen los problemas. Luego hay otro foro que a mí me parece el más importante: las mujeres se juntan todas las mañanas en la plaza a tomar el té, y ese es el mentidero más auténtico de todas las Alpujarras. Es más, si hay algún conflicto que se quiere evitar, lo ideal es pasarlo por ese foro, que no tiene programa ni está institucionalizado. Y a partir de ahí se hace municipalismo y se hace pueblo.
Alba: Yo vivo en un espacio con cinco familias y en lo cotidiano sí vivimos de modo comunitario, tenemos huertas comunes, gallinas, actividades, animales, vamos aprendiendo. Pero el modelo del Calabacino tiene la particularidad de que hay mucha diversidad de perfiles. Los motivos que nos han traído a vivir a la montaña son diferentes. Hay personas más conectadas con la naturaleza y otras que vienen del mundo del arte o de la música. Por eso ha habido mucha independencia, aunque siempre con gestión común, que ha tomado más fuerza hace unos 8 años, a partir de un incidente que hizo que se generara cohesión en la aldea y empezáramos a trabajar en la sociocracia. Comenzamos a tener también situaciones de intergeneracionalidad: hay nuevas generaciones nacidas aquí que a su vez tienen hijos y todo esto genera retos. Además, los primeros que llegaron ya tienen más de sesenta y hay grupos de ayuda para ir al pueblo, cargar el burro… La aldea del Calabacino está a 15 minutos caminando, solo se accede a pie y eso provocaba una separación con el pueblo. No fue hasta hace relativamente poco cuando empezó la integración. Ahora que estamos recuperando las conducciones antiguas que hacían que el agua llegara a todas las huertas y al uso doméstico, hemos conectado mucho con la gente del pueblo de Alájar, hay otra relación que ha necesitado tiempo, desde principios de los ochenta hasta ahora. Y también hay vecinos que participan en el ayuntamiento.
Jesús: Aquí mantenemos, por suerte, un grupo de afinidad a partir del cual intentamos que nadie se quede atrás, ni al margen, ni se sienta derrotado. Los comunales funcionan porque se gestionan temas importantes como los pastos, la leña, el agua, pero también la preocupación de cómo hacerlo bien y transmitirlo a los más jóvenes; eso intentamos cuidarlo mucho. A diferencia de lo que cuentan Matías y Mauge, el municipalismo a veces lo hemos entendido como una amenaza porque mantenemos una distancia y una independencia del ayuntamiento. Aquí los ayuntamientos vinieron mucho después de los concejos y las juntas vecinales, entonces aquí son otra cosa, es un nivel superior de administración y la gestión municipal la hemos visto siempre con recelo.
Otros fragmentos de la conversación
«¿Dónde están las ciudades? Las ciudades están en el campo, en un campo avasallado, desgarrado, oprimido por una ciudad. La ciudad es campo y volverá a serlo. Hemos creado una ficción de una vida urbana alejada del campo y ahí se genera esa desigualdad. El campo es todo, aunque lleve una capa de asfalto encima», Mauge.
«Yo participo en Ecologistas en Acción y tenemos la costumbre de ir a recoger latas todos los sábados. Yo nunca voy. Creo que lo que hay que hacer es decir que no se compren, y así no habría que recogerlas», Matías.
La «comodidad» es otro paradigma en el que estamos situadas las sociedades modernas. Pero ¿no será que la vida hay que vivirla en su «dureza»?
Mauge: Hay una parte de la dureza de vivir en el campo que a veces no se nombra, lo que supone en lo corporal. Pones el cuerpo todo el día. En la ciudad el cuerpo simplemente te sigue. Nosotros en el trabajo con la tierra no estamos muy mecanizados, así que ponemos el cuerpo en la huerta, en los animales, en la crianza, en cuidar a los mayores… todo esto es el cuerpo. Y hace falta ser comunidad para no dejarse el cuerpo. Para mí, esto es algo que la vida rural necesita transmitir al resto, a ese mundo urbano que deshabita los cuerpos y la capacidad de hacer y sentir a través de ellos.
Jesús: A lo mejor es que lo importante no es que la vida sea cómoda o dura, sino que sea plena. Retomando lo que decía Mauge, claro, es que en el campo solo tenían las manos. En comunidades pequeñas, inviernos duros, montaña…, la única forma de salir adelante era en colectivo, así se constituyó la colectividad y el comunal, basados en la confianza y en el conocimiento. No había otra. En cambio, la sociedad de mercado está basada en el individualismo, que es lo que nos está condicionando. La sociedad capitalista genera desconfianza de manera natural, del diferente, del vecino, de los que llegan nuevos… En el pueblo era todo lo contrario, puertas abiertas, tender la mano a quien no conoces, la costumbre de levantarse y ver si están funcionando las chimeneas, esos detalles, esa preocupación por el prójimo. Tenemos que resistir en estos valores y contraponerlos constantemente.
Alba: Me ha gustado mucho lo que decía Mauge, en el campo la vida te atraviesa en el sentido bonito de poder habitarnos. En el proceso de deshumanización en el que estamos, ya no nos enteramos de que hace frío porque simplemente enchufamos la calefacción. No tienes que salir a por leña y que esté lloviendo y mojarte. Esto es algo que reivindicar, transmitir esa belleza de conectarse. Yo me lo tomo como una misión con mis hijos; por ejemplo, cuando llueve a chuzos y tienen que bajar a la escuela media hora caminando por el monte; siempre llegan llenos de barro, pero sienten cómo está el día, lo que necesitamos. No es montar en el coche y aparecer en otro edificio, sino recorrer un camino con tu propio cuerpo y saber que ese camino tiene un propósito. Llegas de otra manera. Yo intento acompañarlo habitando desde esa conciencia de saber que estamos aquí porque es importante.
Eduardo: Analizando el momento político, económico y agrario a nivel mundial, creo que la alimentación del futuro va a ser una alimentación mixta. Habrá una producción local más cercana con gente que se resiste a abandonar ese modelo más social y familiar, pero habrá también un modelo de alimentación del capital financiero. Los fondos de inversión están entrando en la producción agroganadera y eso no hay manera de pararlo más que con todos los apoyos institucionales. Obviamente, mis deseos son que el 100 % fuera familiar, cercana y, en mi caso, tendríamos que adaptarnos y sería complejo. Y me pregunto si en esa situación habrá comunidades que con la producción cercana puedan abastecer a su pueblo. Ahora seguro que no, pero dentro de 20 o 40 años, con una transformación, con un cambio paulatino, con gente poblando el rural para trabajar la tierra… ¿Sería posible? Habría que cambiar las estructuras de producción, las formas de comercialización… Esto es complejo, no es fácil, pero sí sería lo deseable.
¿Cómo convivís en el día a día? ¿Cómo se manejan las diversidades y la interculturalidad?
Mauge: Nosotros como grupo tenemos orígenes diversos, aunque la mayoría somos blancos y europeos, pero hay personas con capacidades diferentes. Hay determinados aprendizajes que se dan al vivir con personas con necesidades muy específicas que te contrastan todo el tiempo con la idea de «normalidad», te retan a nivel personal y como comunidad. En el pueblo hay un tema muy presente: las mujeres de origen latinoamericano que vienen a cuidar. Están en un lugar muy marginal, participan muy poco. Este perfil lo veo en muchos pueblos y están muy invisibilizadas. Hay ciertos racismos que explorar y confrontar, y también que asumir. En nuestro valle la extrema derecha no tiene mucho impacto, pero algunos de sus elementos pueden estar presentes, y esto no solo se manifiesta con la presencia de diferentes, sino en el mantenimiento de privilegios, incluso habiendo una legislación de comunales hay sesgos. Existe acaparamiento de privilegios, como en cualquier parte, pero en el campo es más directo, también es un cuerpo a cuerpo. En el medio rural ahora mismo confluyen muchas transformaciones y avances, pero no hay un relato de futuro esperanzador y eso es un caldo de cultivo donde cierto tipo de ideologías prosperan.
Matías: En esta comarca los sesgos se ven más desde la política: si ella es de un partido, yo voy con el otro. Se suele hacer la guerra de esa manera. Los conflictos son profundos, muchos tienen que ver aún con la guerra civil. Pero en Almócita la convivencia es muy estrecha. Se intentó hacer un cohousing y no funcionó, pero fue porque el verdadero cohousing es el pueblo. Basta con retomar las costumbres solidarias de antes, que se hacían por necesidad, pero se hacían. Aquí si una vecina necesita algo, si hay que llevarla a Almería, hay un grupo de WhatsApp y nos echamos una mano entre todas. Todo esto es lo que hizo que me gustara mucho la idea de participar en este modelo de transición. Creo que para el futuro va a ser imprescindible este modelo: o nos organizamos en comunidades o nada.
Alba: En El Calabacino hay orígenes diversos, pero muchas personas del norte de Europa y algunas de Sudamérica. Son personas que viajando han llegado aquí por decisión propia. En la aldea hay bastante integración y escucha y no hay problemas, aunque sí hay una especie de lucha de poder de las personas más antiguas cuando escasean los recursos más vitales, como el agua en verano, pero conseguimos hablar y llegar a un acuerdo. En el pueblo, en zonas de serranía, sí se ve lo nuevo como raro y se ha necesitado mucho tiempo para abrirse. Ha habido un camino para que los niños sean todos iguales en la escuela y para que nos sentemos a merendar con la asociación de mujeres y traigamos propuestas. Una vez que se abren, abren con corazón, aunque siempre hay ese ocultismo. Tienes que sentarte mucho rato para que te transmitan cómo se hacen las cosas.
Jesús: La gestión comunal da trabajo, pero da satisfacción. Y parte de esa satisfacción son las relaciones. Hay prácticas que van un poco más allá y permiten que nos conozcamos, que tengamos valores que compartir y seamos partícipes de la dirección que lleva el pueblo. Sociológicamente está la gente que ha hecho su vida entera en el pueblo, los que viven en la ciudad y vienen de vez en cuando, los nuevos (algunos refugiados climáticos), los que no vienen nunca, pero tienen propiedades… Todo esto lo hace complejo, pero le añade interés. Los que estamos ahí buscamos los consensos y trabajamos para que todo el mundo se sienta parte.
Mauge: Para mí lo más importante sigue siendo que el medio rural nos permite, a pesar de todos los límites, tener mucha más fuerza para decidir cómo queremos vivir. Esa relación tan directa con la propia realidad, sin tantas intermediaciones y filtros, te proporciona ese espacio de posibilidad ilimitado. Aprender a crecer con los límites del planeta es el desafío, pero en el campo podemos hablar de una creatividad ilimitada, de encontrar ilimitadas formas de llevar esto a cabo. Cualquier futuro va a pasar por la tierra y por reaprender de los saberes antiguos transformados por elementos actuales. El futuro es nuestro cuando los cogemos con las manos.
Revista SABC