Una aproximación desde los territorios mayenses de Chiapas
Begoña Ribera
«(…) que no somos una suma de individuos dispersos por el mundo, sino una viva armonía de colores y de voces, un constante latido de deseos y pensamientos que se nacen, se crecen y se fecundan amorosamente en un solo corazón y voluntad, tejido de esperanza. A esta existencia y forma de pensar armónica y colectiva la llamamos comunalidad».
(Declaración 2 Congreso Nacional Indígena, 2001, Nurio, Michoacán).
Chiapas. La vida en torno al maíz. Foto: Cucho Ramírez Sagredo
Chiapas. Paisajes en ruta. Foto: Cucho Ramírez Sagredo
Como afirmó aquel Congreso en Michoacán hace más de dos décadas, no es el agregado de individualidades lo que define a estos pueblos. Su inmanencia sigue expresándose en el hecho de sentipensarse de forma comunal y actuar en consecuencia. Ello proviene, en parte, del cuidado de sus territorios ancestrales y el anhelo de una vida plena y armónica.
Sitúo este espacio-texto en los territorios de Chiapas en donde mayormente desenvolví vida y aprendizajes sobre el sentido comunal de los pueblos originarios. Son en su mayoría reflexiones que surgen de la interacción colectiva, del diálogo y la palabra como experiencias transformadoras para encaminar futuros otros.
Siguiendo a mi corazón en sus primeros pasos con las y los mayas tseltales y tsotsiles de Chiapas resuena la pregunta: «¡¿y tú?!, ¡¿de qué pueblo eres?!». Ante tal interrogante, inmediatamente buscaba o dibujaba un mapa y señalaba primero Europa, después la región de la que provengo. Una respuesta que dejaba inconforme al interlocutor: «pero ¿de qué pueblo eres?». Y el silencio daba cuenta de mi desarraigo. Mi cartográfica respuesta no era suficiente. Yo me identificaba adentro de una demarcación político-administrativa, como nos enseñaron en las escuelas, pensando que con ello sería suficiente. Pero rápido seguían nuevas preguntas, aquellas que me ayudarían a elaborar una respuesta cabal: ¿Cómo es que viven? ¿Qué comen? ¿Qué siembran? ¿Cuál es su lengua? ¿Cómo festejan? ¿Cómo le hacen cuando hay problemas? Y la más compleja de responder: ¿Cómo tratan a los indígenas allá? Una retahíla de cuestionamientos para hacer (nos) intuir la profundidad del ser y sentirse pueblos para quienes habitan estos territorios.
Todas las personas reflejamos de alguna manera el lugar del cual venimos. Lo nombremos comunidad, pueblo, barrio o las calles y veredas en dónde crecimos, como sea, pertenecemos a algún espacio afectivo. Son lugares que nos procuran identidad, que albergan nuestra genealogía, historias transitadas, memorias enlazadas al entorno al cual pertenecemos, que no es lo mismo que este nos pertenezca, como escuché a una campesina al decir que la tierra no es de nadie, que es un bien sagrado que había sido heredado desde muy atrás, desde «antes antes», cuando las ancestras y los ancestros o jMejTatik (nuestras madres-padres) lo donaron. Y como tal era menester preservar para heredar a los hijos e hijas.
Desde Chiapas, una filosofía corazonada [1]
Para los pueblos indios de Mesoamérica, del cual el maya tseltal es parte, las dimensiones espiritual y natural son de gran relevancia. Según estos pueblos mayenses, para poder comprender la cultura hay que sentirla, no únicamente nombrarla, mucho menos conceptualizarla. Tiene que «atravesar el cuerpo», se dice, entendido ancestralmente como territorio-cuerpo que representa el universo que se habita. Un cuerpo y cosmos a la vez en el que, según los antiguos códices, [2] las extremidades inferiores corresponderían a la tierra, el ombligo al centro del mundo, los ojos y la boca a las cuevas y la sangre a sus ríos.
En este territorio-cuerpo vívido, el corazón-O’tan, un potente centro energético que alberga más allá de las emociones, habría estado presente desde que las primeras deidades crearan a los humanos, primero de barro, después de madera y finalmente de maíz. De ahí la autoafirmación como hombres y mujeres hechos de maíz que expone la continuidad de la milpa o k’altik como sistema de cultivo ancestral y ejemplo agroecológico. Su riqueza en biodiversidad y elementos comestibles, medicinales, inclusive ornamentales, alimenta los cuerpos, colectivos también, al tiempo que la identidad campesina e indígena. Poner atención a lo que comemos y, en consecuencia, a cómo ha sido cultivado (por ejemplo, sin agroquímicos, que queman la tierra, se dice, y merman su fertilidad) es parte del cuidado territorial, ya que en este cosmos-cuerpo-naturaleza los seres humanos no estamos desprendidos de la tierra y hacerle mal significaría hacérnoslo a nosotros mismos.
El territorio o Lum K’inal como espacio de interacciones vincula experiencia y práctica cotidiana. Es donde tiene lugar el desarrollo espiritual y emocional desde el nacimiento de la persona y con el resto del pueblo o comunidad. El conocimiento es tarea común, se genera sin instruir, dejando que las personas aprendan por sí mismas. Así, desde la niñez y en todas las etapas de la vida, el aprendizaje es autónomo y para la resolución de problemáticas familiares o comunitarias. Esta responsabilidad, que tiene base en la pedagogía del observar y practicar, tiene en cuenta la relación profunda tierra-vida y la empatía que conlleva asimilar la territorialidad; eso es, la sensación de vínculo profundo con la parte simbólica y no solo material del territorio. Por lo que se afirma que «no se enseña, sino que se aprende» de manera continuada. [3]
La comunidad asimilada a pueblo o poblado forma parte de esta corporeidad que se mantiene viva porque también vivo tiene su corazón. Este se duele cuando la armonía se rompe, cuando ve fragmentado su sentido comunal por un poder mal ejercido o que no guarda la forma de autoridad tradicional entendida como servicio en gratuidad y para el colectivo o cuando existe violencia hacia las mujeres y los niños y las niñas; también se duele cuando la comunidad se divide, se confrontan las personas y el yo individual se coloca por encima de los intereses comunitarios. Es entonces cuando el pueblo se organiza para su restitución, para regresar al sentido común y que el corazón vuelva a su casa y ahí esté tranquilo y en paz o Nakal O’tanil. Para ello se echan a andar acciones en las diferentes dimensiones de la vida (individual, familiar y colectiva) en las que los rituales, ceremonias y festividades tienen un papel importante por su carácter convivial.
Los pequeños asentamientos, rancherías y ejidos, todos ellos espacios relacionales, son parte del entorno y, por ende, del Lum K’inal. Este se refiere a todo lo que nos rodea, incluyendo lugares sagrados como los cerros, los ríos, el ojo de agua, las plantas, los árboles, los animales o las cuevas. La cosmovivencia a través del diálogo en forma de petición u ofrenda con las deidades que en ellos habitan es imprescindible para seguir en relación con el mundo de lo sagrado. Alcanzar la plenitud de lo que representa una vida buena o Lekil Kuxlejal [4] comprende este «nosotros ampliado» y un modo de ser-estar-pensar-actuar o Stalel Kuxlejaltik naturolátrico.
Territorializar para lo común
Habitar y sentir los entornos no tiene nada que ver con la geografía convencional, por demás, colonial, obsesionada con mapear y construir indicadores para sus ordenamientos territoriales capitalistas. Cual recipientes o contenedores, sus herramientas no contemplan la complejidad social, espiritual y simbólico-afectiva de los territorios, ni mucho menos la reivindicación de lo que representa la cultura y su revitalización para seguir siendo pueblos, para seguir haciendo comunidad en la contemporaneidad.
Como se vio, para que la armonía tenga lugar no basta con decirlo o desearlo; hay que traducirlo en autoorganización por medio del trabajo colectivo, en una estructura de servicio comunitario o cargos, de gobierno autónomo y con base en el reconocimiento de la cultura, de la lengua, de las narraciones y todo el conocimiento que existe fruto de la estrecha vinculación con el Ch’ul Lum K’inal (territorio sagrado) en donde todo tiene vida porque todo tiene su corazón.
La vida en estos territorios se teje de manera integrada. No es posible «ser» sino «se es en», «desde» y «con» el espacio que se habita. Esta relación es fundamental y ello puede verse en el trabajo de la milpa [5] o en los rituales para la siembra que involucran pedir permiso a la sagrada madre tierra o Ch’ul jMe’tic. La tierra para alimentarse, los territorios que nutren su identidad e historicidad y los bienes naturales y bienes comunes son imprescindibles para seguir siendo pueblos, para preservar su comunalidad.
Territorio es también espacio sociopolítico para resolver de forma participativa las necesidades de las comunidades por medio de su asamblea. La armonía, indispensable para el Buen Vivir de los pueblos y sus territorios, se expresa también como Jun Pajal O’tanil (‘tener un solo corazón o tener emparejado el corazón con’) que requiere de la toma de acuerdos, de la coincidencia de los sentipensamientos o chapbil k’op. Aunque esta ya no sea la misma, según protestan los más ancianos porque fue cooptada por los partidos políticos y la democracia liberal (individualizante), todavía es considerada un espacio importante que vela por la comunidad, que se encarga de proveer armonía.
No obstante, es preciso reconocer que existe una enorme heterogeneidad y dinamismo, incluso en el interior de quienes comparten una misma lengua originaria o una misma región. Del mismo modo, no podemos pensar en las comunidades como espacios cerrados, sino que están en constante interacción, para bien y para mal con otras culturas. Esta gran complejidad, asumida como parte de la vida comunal, no quita de aspectos importantísimos como los sistemas normativos propios (institucionalidad propia) y el diálogo constante y la negociación, precisamente por esta diversidad.
Finalmente, puede decirse que existe un sinnúmero de experiencias que territorializan, que construyen territorio por medio de procesos organizativos, algunos históricos, en forma de movimientos campesinos, indígenas, de mujeres, por la defensa de la tierra y el territorio, por una economía social y solidaria emancipadora, por una educación que parte y regresa a la comunidad, por el derecho a la libre determinación y a la autonomía territorial, por la construcción de gobiernos autónomos y por la impartición de una justicia desde los propios parámetros culturales, por mencionar algunos. En ellos emergen ciertos valores arraigados a la práctica del comunitarismo, en dónde lo que se coloca al centro es ese ‘nosotros’, no exento de contradicciones sistémicas como las de la violencia machista.
Algunas pistas para la colectividad
La sostenibilidad de la vida expresada en los términos de la armonía maya tseltal representa en sí una propuesta epistémica y de transformación, una herramienta de lucha que tiene al territorio como uno de sus elementos centrales. Es un camino, una apuesta, dicen las y los tseltales. Una cartografía propia que permite mirar las tensiones, los problemas, pero también las posibles sendas a seguir. Más allá de una conceptualización, en estos lugares, es toda una praxis para la vida que nos invita a repensar qué es hoy lo que nos conjunta, lo que nos es común en estos espacios fragmentados y convulsos.
El gran desafío, para muchas de nosotras y nosotros que crecimos en la occidentalidad y por años caminamos la labor de imaginar mundos dignos, es cómo construir y asumir la colectividad en nuestros lugares; cómo procurarnos una vida digna ante la apisonadora neoliberal capitalista, racista y patriarcal que nos quiere aislados, carentes y en competencia. Este escrito ha querido aproximar algunos elementos de realidad ante la orfandad de propuestas colectivas en la que muchas de nosotras nos encontramos.
Las fotos pertenecen a los documentales K’altik Zapatista (2017) y Remedio Mexico (2020) de InquietaDoc.com
[1] Siguiendo el trabajo del filósofo Carlos Lenkersdorf sobre lenguas y cosmovisiones mayas.
[2] El libro sagrado de los mayas o Popol Vuh.
[3] En lengua tseltal lo que conocemos como conocimiento se nombraría nophel, que significa ‘acercarse’.
[4] Este Buen Vivir no es exclusivo de esta cosmovisión, sino que también lo es de otras propuestas por el cuidado de la vida con las que comparte la larga resistencia indígena como las andinas Sumak Kawsay Kichwa en Ecuador o Suma Qamaña Aymara en Bolivia
[5] Sistema biodiverso que incluye, además de maíz, fríjol y calabaza, otras verduras (cultivadas o no), plantas medicinales, árboles forestales y frutales, así como cultivos que proporcionan utensilios de cocina u otros usos para las festividades. Alrededor de la milpa se organiza la vida, el trabajo, el alimento, la creatividad, la conservación del conocimiento y la ritualidad que conecta el todo, en esa relación cósmica que ya se apunta.