Pau Llonch
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«Todo el quid de la sociedad burguesa consiste precisamente en que no existe a priori ninguna regulación consciente, social, de la producción».
Karl Marx, Carta a Ludwig Kugelmann, 1868[1]
Vamos al grano. Si la soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a determinar las políticas agrícolas y alimentarias que les afectan, y el derecho de alcanzar un desarrollo sostenible y garantizar la seguridad alimentaria, y, si esto debe concretarse en tener derecho y acceso a la tierra, a los recursos naturales, a alimentarse de forma sana y saludable (como pueblo, y no solo quienes tienen renta suficiente para permitírselo), y a regular la producción y el comercio agrícola, nada de eso se puede lograr sin planificación económica. Necesitamos con urgencia discutir qué puede querer decir —hoy y aquí— lo de planificar si no queremos permanecer secuestrados por lógicas no transformadoras, apologetas de lo micro, abandonadas a los limitadísimos efectos del consumo responsable y de otros trajes nuevos del emperador. Para contribuir a este debate, con el espacio limitado de este artículo, permitidme algunas consideraciones que pueden ser útiles de entrada.
Cortijo en ruinas en la sierra de Grazalema (Málaga). Foto: David Guillén
¿Por qué conviene recuperar la noción de planificación?
Los colosales problemas de justicia distributiva y destrucción ecosistémica que genera el capitalismo no tienen que ver solo con la existencia de clases en el puesto de trabajo y, por tanto, no pueden parchearse con más cooperativas y autónomos abnegados y bienintencionados, sometidos todos a la lógica implacable del mercado y los precios. Es en la circulación de mercancías donde se imponen las condiciones de quien produce más barato y explota más y mejor el trabajo. Al mercado no le importan tus procesos ecológicos y respetuosos con la naturaleza ni tus compras responsables. Si estás intentando sobrevivir, lo sabes mejor que yo: al mercado solo le importan los precios.
Es en la circulación de mercancías donde se imponen las condiciones de quien produce más barato y explota más y mejor el trabajo.
El capitalismo se caracteriza por estar constituido con el mercado como mecanismo de regulación de la distribución del trabajo social y de la reproducción económica. ¿Y esto qué significa? Esta regulación se basa no solo en la propiedad privada de los medios de producción, sino también —y en primer lugar— en la aleatoriedad en la asignación de los recursos; es decir, se trata de un proceso de decisión al azar, no planificado. Y, en segundo lugar, se caracteriza por una contabilidad indirecta, en dinero, del valor de los bienes y servicios mediante la formación de precios. Los trabajos privados necesitan validarse con la venta de productos en el mercado para ser reconocidos como parte del trabajo social.
Esta organización del trabajo a través del mercado hace que la decisión de qué necesitamos como sociedad dependa del movimiento caótico del precio de las mercancías. Está claro que el sector agroalimentario está absolutamente controlado por pocas empresas en toda su cadena de valor: desde las semillas hasta su comercialización. Sin embargo, este hecho no contradice que la forma de proceder de estas empresas esté sujeta a la lógica capitalista de la producción de beneficios a través del mercado y no a la satisfacción de necesidades. Esto implica procesos irracionales desde la perspectiva de las necesidades humanas y ecológicas, como por ejemplo la destrucción de alimentos, bajo diferentes modalidades, para alcanzar los precios que aseguran una rentabilidad a los inversores. En lugar de adecuar la producción a unas necesidades previamente decididas, democrática y periódicamente, cada uno produce lo que se le antoja y el mercado sanciona su actividad a posteriori. Procesos imprescindibles, que satisfacen necesidades también esenciales, mueren constantemente por la lógica de la rentabilidad. Procesos depredadores del medio y del trabajo se imponen sin cesar.
Es difícil expresarlo mejor que Sam Gindin, cuando concluye que el problema no es solo que las empresas autogestionadas y las cooperativas «se enfrenten a un enorme vacío de recursos financieros, administrativos y técnicos y a la falta de relaciones con los proveedores y los mercados. Lo importante es que la competencia lo condiciona todo. Pese a algunas excepciones aisladas, competir en el terreno de juego del capital intentando afirmar valores que no fomentan la competitividad supone tener que elegir repetidamente entre lanzar por la borda aquellos valores o aceptar la derrota frente a la competencia».[2]
Una palabra prohibida, intervención
Sin una intervención despótica en la economía desde la política no hay nada que hacer. Sin una política económica de país, no hay acceso a la tierra ociosa para ponerla a producir, ni hay posibilidad de una ordenación racional de los recursos cada vez más limitados como el agua. Tampoco es posible competir con las grandes empresas de compra y distribución oligopólicas que gobiernan el sector con mano de hierro. Sin planificación económica y un sistema de incentivos ordenado y racional que construya las infraestructuras y los servicios necesarios en el territorio, tampoco habrá relevo generacional en el campo catalán.
Planificar es mucho más que subvencionar. La lógica que relega la función del estado a conceder subvenciones es a menudo perversa: el sector primario que se orienta en los valores de la soberanía alimentaria tiene muchas más dificultades para acceder y ejecutar los procedimientos burocráticos de las subvenciones que ciertas capas sociales urbanas conscientes, orientadas al sector servicios. La llamada Economía Social y Solidaria se ha hipertrofiado en el sector terciario, con recursos públicos que a menudo no llegan a las iniciativas económicas que lo necesitan en el territorio, gracias también a su conexión preferente con la administración pública.
Planificar es mucho más que subvencionar.
Pero este no es el problema principal, porque la protección legal del capital es el mayor de todos los subsidios, como nos explica Katharina Pistor.[3] Los liberales critican los subsidios gubernamentales a determinados sectores por ser intervenciones del mercado, paguitas; pero la protección legal del capital es una forma de apoyo estatal brutal. Quienes tienen más recursos pueden influir en la redacción de las leyes y regulaciones de forma que beneficien a sus intereses. Mientras, nosotros renunciamos voluntariamente, ingenuos, a transformar el estado en un mecanismo democrático que responda a los intereses generales de la mayoría.
Por supuesto, planificar no es fácil. Pero lo hacemos constantemente en nuestras cooperativas, al igual que lo hace Amazon en el corazón de la bestia. Solo se trata de pensar en procesos que reproduzcan este orden a escala de país. La seguridad social de la alimentación, por ejemplo, apunta en la dirección transformadora que necesitamos. Planificar no equivale a una administración total centralizada de la economía. Que el socialismo no pueda ser de mercado no significa que no pueda ser con (cierto) mercado. Habrá ámbitos de necesidades que podrán cubrirse con satisfactores producidos con y por cooperativas. Pero lo que necesitamos para vivir con dignidad, y que no es tan difícil de establecer democráticamente, no puede estar a merced de una lógica irracional como la mercantil.
Esta discusión es urgente, y en ello nos va la vida y un futuro digno cada vez más difícil de imaginar para nuestras hijas.
[1] C. Marx y F. Engels (1974). Obras escogidas, en tres tomos (vol. 2). Editorial Progreso.
[2] Gindin, S. (2016, 3 de octubre). Chasing Utopia. Jacobin. https://jacobin.com/2016/03/workers-control-coops-wright-wolff-alperovitz/
[3] Pistor, K. y Herreros, F. (2022). El código del capital: Cómo la ley crea riqueza y desigualdad. Capitán Swing.