Marta Rivera Ferre
Ya conocemos el dicho: «No hay que mezclar churras con merinas». Pues tampoco podemos equiparar modelos alimentarios que, en su origen, responden a lógicas diferentes y, por tanto, no son comparables.
Las personas que trabajamos en el ámbito de la agroecología y la soberanía alimentaria a menudo nos encontramos en debates estériles en los que se nos plantean cuestiones como: «¿Puede la agroecología alimentar a toda la población mundial? Porque claro, la agroecología es menos productiva…» o nos dicen: «La agroecología es una vuelta atrás, porque está en contra del progreso, de las tecnologías, del desarrollo…». Se nos presentan dilemas que, si los pensamos con detenimiento, comprobamos que son falsos.
Estudiantes de agroecología en Cuevas del Becerro (Málaga). Fotos: David Guillén
Modelos que no hablan el mismo idioma
El sistema alimentario actual responde a una lógica mercantil en la que el alimento se considera una mercancía que se ha de vender al mejor postor; hay que buscar los mejores mercados, allá dondequiera que estén. Esto nos lleva a pensar en producir mucho, no para satisfacer necesidades, sino para vender más. Desarrollamos para ello un modelo productivista, especializado en pocos productos, aprovechando la «ventaja comparada» de cada territorio, y así se genera toda una maquinaria y un paquete de indicadores que responden a esta lógica: medimos cuánto producimos de un solo producto, cuantos kilos por hectárea de cereal, o cuantos litros de leche por vaca. Las políticas, por supuesto, responden a esta lógica y a esta supuesta «necesidad del mercado». Los agroecosistemas son fábricas; las explotaciones, industrias; y los productores, empresarios. La naturaleza, que sirve de soporte para la producción, tiene un valor instrumental. Se trata, por tanto, de un modelo industrial, intensivo y globalizado. Todo este discurso se traduce en la práctica en la consolidación de un paquete institucional formado por diferentes normativas que favorecen a cierto tipo de actores, orientado hacia la industrialización e internacionalización de la agricultura. Con este enfoque, la pequeña producción es ineficiente y simplemente cumple una función bucólica que permite mantener esa conexión cultural con lo rural y algunos rasgos simbólicos que permitirían mantener la identidad de los propios productores.
El modelo agroecológico responde a una lógica absolutamente diferente y que viene de mucho más atrás. Considera la alimentación como un derecho humano y un bien común, se sostiene en la agricultura de base campesina ―que es, por definición, de pequeña escala―, para desarrollar a partir de ahí sistemas que alimenten a la población del territorio en sintonía con la naturaleza. Su foco está en lo local, desarrolla las capacidades endógenas de las comunidades y los territorios a partir de sus saberes y en diálogo con otros conocimientos, como el conocimiento científico. Su objetivo es la reproducción de las condiciones sociales y ecológicas que permitan la viabilidad de la actividad productiva y garantizar el acceso a alimentos sanos y nutritivos a todas las personas. Quienes producen son campesinos y campesinas, con todo lo que ello implica en lo identitario, en la autonomía, en las interdependencias y en la relación con la naturaleza y sus ciclos. El agroecosistema se entiende como naturaleza que ha coevolucionado con el ser humano para la producción de alimentos y la reproducción de la vida, por tanto, la gestión de la finca requiere respetar esa naturaleza y emular sus ciclos. Sin la naturaleza, la producción no sería posible y la relación con la misma, con el entorno y los paisajes relacionados, es de mutualismo.
No tiene sentido preguntarse si el modelo agroecológico puede alimentar a la población mundial, cuando este es el motivo de su propia existencia.
En este modelo agroecológico, el paquete institucional y los recursos asociados se centrarían en garantizar las condiciones que hacen posible la pervivencia de la agricultura de base campesina, el acceso a la tierra, a las semillas y al agua, facilitando espacios de encuentro entre las personas productoras y consumidoras, asegurando los servicios que hacen posible una vida digna en los pueblos. El foco se pondría en las pequeñas granjas, que son el agente fundamental que garantiza la producción de alimentos.
Una vez descritos ambos modelos, no tiene sentido preguntarse si el modelo agroecológico puede alimentar a la población mundial, cuando este es el motivo de su propia existencia.
La trampa de la productividad y la viabilidad
Los indicadores desarrollados para medir la productividad del modelo industrial no sirven para analizar la productividad del modelo agroecológico, porque la misma definición de productividad es diferente en cada uno de ellos. El modelo industrial se centra en indicadores del tipo kg/ha, que no describe cuánta gente se puede alimentar, sino cuánto de una mercancía se puede producir. Para la agroecología, los indicadores serían, por ejemplo, número de personas alimentadas por hectárea o la biodiversidad funcional y la agrobiodiversidad asociadas a la producción de alimentos. Estas métricas muestran que las fincas agroecológicas son más productivas y eficientes para garantizar el derecho humano a la alimentación. De hecho, la apuesta institucional de las últimas décadas por el modelo industrial nos muestra que efectivamente este modelo no es capaz de alimentar a todas las personas que habitan este planeta. El hambre sigue siendo una de las grandes lacras de la humanidad. Lo sorprendente, en este caso, es que el modelo industrial se siga planteando esta pregunta cuando al mismo sistema le es absolutamente indiferente el destino de su producción, siempre que la paguen bien. Es como si el propio modelo no se quisiera enfrentar a la base de su propia existencia, a su razón de ser y, entonces, se hace preguntas que serían propias de los orígenes de la agricultura, de una función social a la que el modelo industrial dio la espalda… Es una realidad que no quiere ver o no quiere mostrar.
Algo similar ocurre cuando se afirma que los proyectos agroecológicos no son viables. Aquí, de nuevo, lo que queremos comparar no es comparable y no nos sirven los mismos indicadores, dado que la propia definición de viabilidad es diferente para cada modelo. En el caso de la producción industrializada, en el que la producción y comercialización de alimentos han sido plenamente integradas en la lógica capitalista y cuyo objetivo fundamental es la acumulación de capital, hablamos de viabilidad económica. Para medirla, se ha diseñado un sistema de indicadores exclusivamente monetarios que analiza el comercio de mercancías industriales, pero deja fuera de la contabilidad los costes sociales y ambientales de dicho modelo. La manera en la que entiende los tiempos, las tareas y el trabajo asociados nada tiene que ver con cómo los entiende la producción campesina. ¿Cómo puede, entonces, compararse?
La viabilidad de la pequeña producción con este sistema de medida es absolutamente imposible. Es el propio paquete institucional el que la hace inviable usando unos indicadores que, por ejemplo, no incluyen en la definición del precio de esos alimentos los costes (o beneficios) reales asociados a la producción alimentaria, ni muestran los trabajos y tareas invisibilizadas que sustentan la producción, aparte de que analizan de una forma excesivamente simple la complejidad de las explotaciones.
En el caso de la agroecología, que comparte con la agricultura campesina el objetivo de reproducir las condiciones sociales, económicas y ambientales que garantizan la continuidad de la actividad, además de la viabilidad económica, se tiene en cuenta la viabilidad ambiental, social, política y cultural. Se necesitan, entonces, indicadores mucho más complejos, que hagan visibles las relaciones dentro y fuera de la finca, que incorporen dimensiones como la autoorganización, la interdependencia, las redes de conocimiento o apoyo mutuo, la satisfacción con el trabajo, las relaciones justas, los valores simbólicos de la producción, o los beneficios ambientales de la producción campesina. Si diseñáramos todo el paquete institucional de manera que reflejara todas las dimensiones que caracterizan la producción agroecológica, de base campesina, entonces la producción industrial no sería viable.
Desafiar la mercantilización de la alimentación
Estas aclaraciones son importantes, pues nos permiten advertir que las soluciones hegemónicas que proponen las administraciones y las grandes empresas responden a preguntas que buscan satisfacer y acoplarse una vez más a las supuestas demandas del mercado. Insistir en producir más, rendir más y ser más eficientes no nos lleva a ningún lugar nuevo, y mucho menos a uno que garantice el derecho humano a la alimentación y a poder vivir de la tierra y con la tierra.
Para acertar con las soluciones, antes de nada, hay que hacerse las preguntas adecuadas y ahí es donde aparecen la agroecología y la soberanía alimentaria, desafiando la idea de que la alimentación es una mercancía.