María Paz Aedo

Lo anuncian en todos los medios: las nuevas tecnologías son las estrellas de la transición hacia sociedades menos contaminantes. El relato global oscila entre el tecnoptimismo corporativo y las fantasías «solar punk», con ciudades electrificadas, industrias prácticamente inocuas, paneles solares y aerogeneradores por doquier, todo pulcro y ultratecnologizado. Lo que no cuentan estos relatos es que todas estas soluciones requieren, a su vez, energía y materiales para producirse.

 

 

En un planeta limitado, sujeto a las leyes de la física, la química y la biología, todo consumo o transformación de elementos en un nivel genera afectaciones en otro, por más que intentemos «enverdecer» la producción y el consumo con medidas como el reciclaje, la economía circular, la electrificación y la automatización de procesos productivos. De hecho, si queremos producir energía y alimentos a escala industrial, necesitamos combustibles, agua y suelo a la misma gran escala. Y así en todos los sectores productivos.

Y es que el llamado «metabolismo económico» (Naredo, 2004) de esta civilización se basa en la demanda sostenida de energía y materiales, para satisfacer tanto las expectativas de consumo —instaladas como ideales de bienestar personal— como las metas de crecimiento —instaladas como indicador de progreso y legitimidad de las sociedades—. Estas tendencias rebasan la capacidad de regeneración de los ecosistemas y territorios, acrecentando la concentración de la riqueza y profundizando la desigualdad en la distribución de los costos y beneficios.

Aunque la gravedad de la situación ha llevado al secretario general de la ONU a hablar de «ebullición global» a fines de julio de 2023, siguen predominando las medidas orientadas al reemplazo de fuentes y desarrollo de nuevas tecnologías, sin tocar las bases del metabolismo económico predominante. Para hacer este tránsito, es preciso revisar no solo nuestras acciones, sino nuestro modo de relacionarnos y habitar el mundo.

 

48 FalsasSoluciones

Ilustración: Marina Montero

 

«Algo inventaremos»

En nuestra civilización, la definición de «ser» en el mundo está asociada a expandir, explorar, ir más lejos, imaginar nuevas posibilidades. Hemos romantizado la búsqueda de la satisfacción en el «afuera» y hemos sostenido la esperanza en que algún día conseguiremos aquello que nos hará felices.

La esperanza así entendida refleja el mito de Pandora. Prometeo, un titán, robó el fuego divino para entregarlo a los seres humanos. Este movimiento «civilizatorio» fue repudiado por los dioses, quienes encadenaron a Prometeo para que fuera devorado por toda la eternidad y enviaron a su hermano, Epimeteo, una mujer como consorte y una caja como presente. Epimeteo recibe a la mujer, Pandora, quien abre la caja. Al hacerlo, esparce por el mundo todas las causas del sufrimiento: la vejez, el hambre, la muerte, el desarraigo, etc. Sin embargo, logra cerrarla antes que escape la esperanza, dejándola atesorada por siempre.

En la modernidad y, más específicamente, en la racionalidad instrumental moderna, esta esperanza es siempre un movimiento hacia el exterior y hacia el futuro, que confía en la posibilidad de descubrir, crear y construir aquello que erradique los males que ella misma genera. Esta esperanza está en la base de las narrativas del crecimiento económico y del desarrollo tecnológico. Confiamos en inventar algo que nos permita erradicar el hambre, la pobreza y más ambiciosamente, detener, revertir o al menos sobrevivir al cambio climático. Algo se nos ocurrirá o algo descubriremos, decimos desde esta lógica, llegando incluso a plantearnos la posibilidad de «superar» nuestra dependencia de los ecosistemas (Isenhour, 2016). Esto es lo que podemos denominar tecnoptimismo.

Esta narrativa nos recuerda a Frankenstein o a los buscadores de El Dorado. Y es que suponer que una tecnología o un objeto va a solucionar la crisis, en un universo dinámico y un planeta limitado, es desconocer que nada es permanente. Todo se transforma: proyecto político, objeto tecnológico, bien de consumo, relación afectiva… Ingenuamente, nuestro modelo civilizatorio oscila entre evitar el fin, reteniendo y acumulando, y acelerarlo, generando obsolescencia. Esta es la base del crecimiento económico sostenido.

Crecimiento económico y falsas soluciones

 
   El relato de una historia única, lineal, hegemónica, utópica o distópica, también es parte de la crisis.   
 

El crecimiento económico, entendido como incremento del producto interior bruto (PIB), es la medida del éxito de un país y la garantía de su legitimidad en la comunidad internacional. Más que un indicador, es un imperativo categórico. Asociado a esta mirada economicista, el tecnoptimismo supone que el desarrollo tecnológico será capaz por sí mismo de encontrar las soluciones a la crisis. Este modo de abordar la crisis reproduce la explotación y subordinación de territorios a los centros de producción y consumo (Aedo y Cabaña, 2022; Pérez et al., 2023).

En este marco, la transición socioecológica queda reducida a falsas soluciones. Falsas, porque promueven cambios de insumos e innovación tecnológica, sin tocar la demanda sostenida de energía y materiales, sin reconocer sus múltiples impactos y sin abordar los problemas de justicia social, ambiental y climática, todo en aras del crecimiento económico sostenido. Desde la carne sintética hasta el hidrógeno verde, las propuestas tecnoptimistas están orientadas a reemplazar «objetos», sin revisar en profundidad los fenómenos que encarnan: la especulación, el sobreconsumo, la mercantilzación, la explotación, la concentración de beneficios y la externalización de costos.

Pero este no es el único camino posible. De hecho, el relato de una historia única, lineal, hegemónica, utópica o distópica, también es parte de la crisis. Es necesario abrir grietas y sembrar semillas en la narrativa predominante que nos permitan reconocer las limitaciones de nuestra idea de ser «humano» (Morizot, 2021) y los riesgos de las soluciones elaboradas con las premisas que, de hecho, nos han llevado a la crisis, con miras a imaginar otras maneras de cohabitar y convivir en y con el mundo.

 

 «Yo» y «los otros»

Uno de los principales sesgos de nuestra percepción es la ilusión de separación. Al reconocernos como una persona, podemos caer en la ilusión de percibirnos como una entidad separada del mundo que nos rodea. De hecho, esto es lo que ocurre cuando somos bebés: antes de cumplir un año, nos damos cuenta de que no somos «uno» con nuestra madre o con quien nos alimenta. Allí aparece un adentro, un yo; y un afuera, los otros, el mundo.

En el pensamiento moderno, atribuimos esta separación a nuestra capacidad de observar, reconocer y reflexionar. Ese sería el fuego de los dioses, regalado por Prometeo. Pero el precio de esta perspectiva es hacernos sentir que no hablamos el idioma de la naturaleza ni del universo. Damos por hecho que el mundo biológico, físico y químico es un «otro» inconsciente, irreflexivo, sujeto a leyes que solo nosotros podemos desvelar. Sintiéndose solo y desarraigado, el sujeto moderno busca recuperar la conexión y sentido a través de su capacidad de leer, modificar, controlar y poseer ese «otro» exterior.

Consecuentemente, la secularización y la ilustración profundizaron la capacidad de conocer el mundo y, al mismo tiempo, la experiencia de separación y no pertenencia a ese mundo desvelado. Ser humano se ha convertido en sinónimo de un individuo que lucha «solo contra el mundo», como refuerzan los guiones de las películas en Hollywood. El mundo «natural» se nos aparece como un conjunto de fenómenos subordinados al yo racional, sin una voz propia que valga la pena considerar más que instrumentalmente. Escuchamos el mundo en términos de sus funciones y no de su propia existencia. A esta categoría se reducen ecosistemas, especies e incluso personas y comunidades racializadas y subordinadas, que no son consideradas un «yo», en los términos de la civilización predominante.

Ciertamente, la modernidad no es el único paradigma que tiende a subordinar a otros por medio de categorías y dicotomías jerarquizantes. El problema, o más bien la gravedad de la crisis actual, es su forma particular de prometer la liberación del sufrimiento causado por la ilusión de separación. Mientras que otros modelos civilizatorios se orientan a la disolución o trascendencia del yo, la modernidad pone toda su fe en el desarrollo tecnológico y el crecimiento sostenido. Buscando satisfacer el yo con experiencias y objetos transitorios, esta civilización ha reducido el bienestar a un subidón de dopamina.

Si hay crisis, hay grietas

En el interior del pensamiento moderno han surgido reflexiones filosóficas y éticas, así como evidencias científicas, que cuestionan estas dicotomías y subordinaciones. Coincidiendo con algunas tradiciones espirituales de Asia y cosmovisiones de pueblos originarios de América, diversas perspectivas reconocen que la separación del mundo es una ilusión de nuestra percepción, y ponen énfasis en el reconocimiento de la complejidad, las implicancias mutuas y las influencias recíprocas presentes. El sufrimiento causado por la ilusión de separación puede liberarse aceptando la inconmensurabilidad del «otro», del mundo y de lo que llamamos «naturaleza»; y, por tanto, abriéndonos la posibilidad de comunicarnos de otras formas, intuitivas y respetuosas, libres de la necesidad de controlar y poseer.

La idea de un sujeto aislado en la particularidad de su «ser» racional, desconoce que todo lo existente existe en relación (Ñanculef, 2016). Como en un tejido, cada componente vivo y no vivo está en relación de interdependencia o «influencia recíproca» con otros (Rozzi, 2015). Es así como los vientos llevan fertilizantes del Sahara a la Amazonía. Las mareas siguen a la luna. Enormes redes subterráneas de hongos como el micelio transportan información química por los bosques, del mismo modo que los neurotransmisores y la microbiota lo hacen en nuestro propio organismo (Morton, 2019). La primavera existe gracias a los polinizadores (Morizot, 2021). Son tantas las relaciones e influencias recíprocas que buena parte de la información se nos escapa. Y eso está bien, no es un problema. Es precisamente gracias a la incomensurabilidad que ninguna hegemonía puede ser total.

Ninguna forma de existencia, ni siquiera un modelo civilizatorio, puede abarcar todas las posibilidades de relación y existencia. Por total y rígida que parezca, toda hegemonía tiene grietas. Así, ni el discurso oficial de la transición energética, ni el tecnoptimismo, ni la propia crisis, son absolutos ni definitivos. En cada interacción existe la posibilidad de la emergencia de algo distinto.

Interdependencias y emancipaciones

 
   ni el discurso oficial de la transición energética, ni el tecnoptimismo, ni la propia crisis, son absolutos ni definitivos.   
 

Teniendo en cuenta estas premisas, podemos observar otras maneras de construir bienestar que no pasan por la apropiación, el control o la reducción de la complejidad y los fenómenos «externos», sino por el fortalecimiento de las relaciones dinámicas e interdependientes, que diluyen las fronteras y aceptan el dinamismo de estas relaciones.

Por ejemplo, la producción agroecológica de alimentos busca generar vínculos «diplomáticos» (Morizot, 2023) entre comensales y alimentadores, humanos y no humanos: colectivos de pequeños insectos, cursos de agua, suelo, clima, ciclos estacionales, productores y consumidores, entre otros. En un marco de respeto y apoyo mutuo, la agroecología intenciona la cooperación entre los saberes, experiencias y trayectorias presentes en la diversidad de personas, los ecosistemas y las especies, para producir y distribuir alimentos. Promueve también circuitos cortos de comercialización, en vez responder a los parámetros de producción y comercialización propios de la agroindustria. Así, se genera un tipo particular de «ensamblaje» entre fenómenos socioecológicos, políticos e históricos; y entre la diversidad de formas de existencia, humanas y no humanas (Ortiz et al., 2021).

El investigador Omar Felipe Giraldo (2018) reconoce en este modo de producción una multitud de procesos emancipatorios, sostenidos por movimientos sociales que encarnan activamente una base del «yo» en su condición entramada y presente, capaz de generar relaciones de abundancia y riqueza para todos los actores, humanos y no humanos, que conforman los sistemas alimentarios. Son procesos observables y habitables, no solo proyecciones o esperanzas hacia el futuro. Fenómenos sostenidos en presentes dinámicos, en los que todas las formas de existencia «comen» y satisfacen sus necesidades metabólicas sin agotarse unas a otras: humanos y no humanos, animales y plantas, aguas y suelos, todo está al servicio de todo. Allí donde todo es nutricio, no hace falta buscar perdurar ni crecer indefinidamente.

 
   La agroecología abre la posibilidad de situarnos y reinsertarnos en la trama vital, despojándonos del yo individualista y ansioso.   
 

Sin perseguir objetos apropiables, sin estandarizar modelos y sin generar dinámicas de desposesión ni acumulación, la agroecología abre la posibilidad de situarnos y reinsertarnos en la trama vital, despojándonos del yo individualista y ansioso, arrojándonos a la transitoriedad y cotidianeidad de las relaciones presentes en el arte y acto de alimentar y ser alimentado, que, precisamente, hace posible nuestra y todas las formas de existencia.

Cada una de estas experiencias responde a un cúmulo de interacciones posibles y específicas, es decir, situadas, entre las personas, las especies y el territorio que comparten. Vistas en conjunto, son grietas donde es posible explorar otros modos de convivencia y valoración; y que hacen parte del entramado de resiliencia socioecológica que, antes y ahora, nos ha sostenido para atravesar las crisis.

María Paz Aedo

Centro de Análisis Socioambiental



 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Aedo, M. y G. Cabaña, 2022. Del ecomodernismo al entramado vital: Narrativas e imaginarios sobre participación en proyectos de energía. Revista Energía y Equidad, 4: 18-24.

Baigorrotegui, G (2019). Transición Energética y Democracia: Chile – Comunidades energéticas: en Latinoamérica. Notas para situar lo abigarrado de prácticas energocomunitarias. País Vasco: Universidad del País Vasco (UPV-EHU) y Agencia Vasca de Cooperación al Desarrollo

Giraldo, O. F. (2018). Ecología política de la agricultura: Agroecología y posdesarrollo. Chiapas: Ecosur.

Isenhour, C. (2016). Unearthing Human Progress? Ecomodernism and Contrasting Definitions of Technological Progress in the Anthropocene. Economic Anthropology, 3(2), 315-328. https://doi.org/10.1002/sea2.12063

Morton, T. (2019). Humanidad: solidaridad con los no humanos. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Morizot, B. (2021). Maneras de estar vivo. La crisis ecológica global y las políticas de lo salvaje. Madrid: Errata naturae.

Naredo, J. M. (2004). Sobre el origen, el uso y el contenido del término sostenible. Cuadernos de investigación urbanística, 41, 7-18.

Ñanculef, J. (2016). Tayiñ mapuche kimün: Epistemología mapuche, sabiduría y conocimientos. Universidad de Chile, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Antropología.

Ortiz-Przychodzka, S., Benavides-Frías, C., Raymond, C. M., Díaz-Reviriego, I., & Hanspach, J. (2021). Rethinking economic practices and values as assemblages of more-than-human relations. Ecological Economics, 211, 106916.

Pérez, A., B. Cañada, M. Pérez y J. Nualart (2023). La mina, la fábrica y la tienda: dinámicas globales de la «transición verde» y sus consecuencias en el «triángulo del litio». Barcelona: Observatori del Deute en la Globalització (ODG). 

Rozzi, R. (2015). Ética biocultural: una ampliación del ámbito socioecológico para transitar desde la homogeneización biocultural hacia la conservación biocultural. En : Bustos, B., M. Prieto y J. Barton, Ecología política en Chile: Naturaleza, propiedad, conocimiento y poder. 89–120. Santiago, Chile: Editorial Universitaria.


 

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