Omar Bongers
La contaminación del agua y la escasez derivada del cambio climático dificultan las perspectivas de las generaciones actuales y las futuras. Si entendemos el agua como bien común y como un activo ecosocial, y los ríos como las venas que irrigan y sostienen la vida allá por donde pasan, la mirada sobre la agricultura española cambia considerablemente. Y nos conduce a la necesidad de revisar su diseño para adaptarse a una nueva realidad climática e hídrica con criterios ambientales y sociales; es decir, con perspectiva de soberanía alimentaria.
Tarea colectiva de limpia y monda de acequias tradicionales en la Comunidad de Regantes Fuentes de Letur, Albacete. Foto: Javier Rodríguez Ros
HidroCalipsis
Sabemos que la agricultura demanda entre un 70-99 % del agua dulce disponible, dependiendo de la región. El consumo humano de agua se encuentra entre un 7 y un 12 % del agua que utilizamos, incluyendo los más de 47 millones de habitantes permanentes, los 71,6 millones de turistas (datos del INE de 2022), así como la gran mayoría del agua de las piscinas públicas y privadas.
Esta enorme proporción de agua dedicada a la agricultura tiene una explicación. En tan solo 9 años hemos pasado de exportar alimentos por un valor de 35.000 millones de euros en 2012 a superar los 60.000 millones en 2021 (cifras del Ministerio de Agricultura), en su mayoría materias primas sin procesar y de poco valor añadido. Somos una gran potencia agrícola, «el huerto y la frutería de Europa», pero, pensando en el agua, ¿no nos parecemos más a una «zona de sacrificio»?
Si abordamos la dimensión social, económica y ambiental de la gestión del agua en el Estado español, encontramos diversos ejemplos que aclaran de qué estamos hablando. Agotamos y secamos nuestro territorio para producir aceite en cultivo superintensivo (que pide mucha agua) que se exporta a granel a Italia para ser envasado allí y obtener jugosos beneficios al venderlo en todo el mundo como olio di oliva; Almería se desertifica aún más mientras se salinizan sus acuíferos por la sobreexplotación que supone que en el norte de Europa se haya instaurado una dieta mediterránea que no corresponde con su realidad geofísica ni su cultura gastronómica; en Huelva comprobamos como las extracciones ilegales de agua se utilizan para irrigar las berries (fresa, frambuesa, arándano y grosella) que teñirán de rojo los fruteros de los países europeos; en Aragón se riegan miles de hectáreas de maíz transgénico para alimentar los cerdos que viajarán despiezados a China para su consumo; cultivamos alfalfa para deshidratarla y venderla prensada a Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, que engordan con ella los animales que se comerán en las fiestas del cordero; miles de litros de vino procedentes de la vitivinicultura de regadío en Castilla-La Mancha se convierten en alcohol etílico de uso industrial para que no baje demasiado el precio del vino, mientras las Tablas de Daimiel, un Parque Nacional, ha pasado a ser un pardo erial que solo incita a la huida; y la riqueza del Tajo, compartida con Portugal, es desviada, mediante un trasvase para desembocar en la agroindustria murciana, otra actividad exportadora, mientras las fotos de peces muertos en el Mar Menor muestran los límites de este modelo.
Actuar frente a la tormenta perfecta
Según el DRAE, un agricultor/a es aquella persona que se dedica a cultivar o labrar la tierra. No dice que sus ingresos dependan totalmente de esta actividad agrícola o que sea un hobby, no diferencia a quien tiene tres hectáreas en regadío de aquel inversor con 150 hectáreas de aguacate repartidas entre la Axarquía malagueña, la Costa Tropical granadina y Huelva o de quien cultiva hortalizas que venderá a menos de 30 km de donde fueron cultivadas, en mercados ecológicos y a precios que nada tienen que envidiar a los de las grandes superficies.
Sin tierras fértiles, sin campesinado, sin agua…, ¿cómo salimos de esta?
Cuando hablamos de regantes ocurre algo similar, todo cabe. Los terratenientes han sido a la tierra, lo que los aguatenientes son a los derechos de agua y a la explotación de las aguas públicas, sean subterráneas, procedentes de un embalse o de un río. Aguas que no se emplean para dar de comer, sino para producir mercancías que se venderán en mercados extranjeros. Un ejemplo lo tenemos en Doñana, donde, como declaró recientemente ante la prensa el catedrático de Geografía Humana de la Universidad de Sevilla Leandro del Moral, «el 87 % del agua la utilizan un 10 % de propietarios».
Durante al menos tres décadas, Europa ha estado subvencionando a los agricultores, el 75 %, como mínimo, de los gastos incurridos para implementar las ‘modernizaciones’ de regadíos por gravedad, también denominados por inundación o riego a manta. El argumento esgrimido ha sido que estos sistemas tradicionales son menos eficientes, pues tienen pérdidas (o retornos a los ríos y acuíferos, según se mire) del 50 % por infiltración hacia el suelo. Mientras, los riegos presurizados, como la aspersión o los riegos localizados por goteo, hacen gala de un uso más estricto del agua. Pero, como explican cientos de estudios, ocurre la paradoja de Jevons: cuanto más eficientes somos en el uso de un recurso, mayor es el consumo que se hace de este recurso. Estamos regando por encima de nuestras posibilidades y, lo que es más importante, a costa del agua de las futuras generaciones. Ante el despilfarro de agua y la mala «inversión» que hacemos de ella, ahora que llueve menos y se evapora el agua con mayor facilidad por el aumento de las temperaturas, tenemos la tormenta perfecta. Nos encontramos ante una encrucijada. Por un lado, el escenario de la agricultura agroexportadora y extractivista liderada por fondos de inversión en un turbocapitalismo que beneficia cada vez a menos personas y, por el otro, la oportunidad de empezar a planificar con criterios ecosociales el uso de la escasa tierra fértil y del agua, en un contexto en que su disponibilidad será menguante. He aquí el dilema. Sin tierras fértiles, sin campesinado, sin agua…, ¿cómo salimos de esta?
Es un imperativo hacer de la crisis del agua el detonante para rediseñar las políticas alimentarias.
Las administraciones no cuestionan la estrategia agroexportadora, al contrario, su actitud es hacer lo posible por salvarla. Es un imperativo hacer de la crisis del agua el detonante para rediseñar las políticas alimentarias, para adaptarnos a una nueva realidad, a la par que reconvertimos paulatinamente el modelo agroexportador a una agricultura que, primero, alimente a la población local y de cercanía y que permita multiplicar el número de personas que viven dignamente de la agricultura manteniendo el mundo rural vivo.
Una estrategia de soberanía alimentaria
Frente a la cultura de «propiedad» del agua, típica del capitalismo neoliberal, podemos diseñar propuestas bajo el paradigma del agua como un bien común, necesario tanto para garantizar el derecho al agua como el derecho a la alimentación. Es decir, las políticas del agua, como las de la tierra o las semillas, deben estar conducidas por principios de soberanía alimentaria.
¿Por dónde empezamos? En realidad, algunas medidas ya deberían haberse adoptado, como la eliminación de los regadíos ilegales.
En la situación actual, de extrema gravedad climática, de extrema desigualdad entre modelos productivos y de abandono de las zonas rurales, una de las políticas que deben aplicarse es el reparto ecosocial del agua, priorizando la que se emplea en la agricultura y la ganadería de aquellos proyectos y fincas que producen nuestros alimentos y viven en el territorio cuidando de la tierra.
Hasta la fecha no hay (o no conozco) propuestas concretas de cómo proceder con esta redistribución del agua para la agricultura. Pero parece lógico y urgente que, de una forma participativa, empezáramos a plantear indicadores para llevar a cabo este reparto ecosocial. Por ejemplo, uno de ellos podría ser el tamaño de las fincas y el número de unidades familiares beneficiadas con el agua, para así poder garantizar que el uso de cada gota permite al máximo número de personas a vivir dignamente en el medio rural. Se trataría de elaborar una ratio entre agua y población fijada en el territorio, que podría estar relacionada también con los rendimientos económicos; es decir, una ratio para favorecer aquellos usos de agua que trasladen los beneficios a las economías familiares y locales.
Se trata de intervenir y decidir como sociedad qué hacemos con el agua, y no dejarlo en manos de gestores corruptos o a esta suerte neoliberal actual donde acabe siendo un valor más de las bolsas internacionales.
Otro criterio podría ser los tipos de cultivos que se riegan, primando los dedicados a la alimentación humana de proximidad (algo relativo que habría que establecer según el tipo de cultivo), frente a aquellos dedicados al engorde industrial de animales o a la exportación. También habría que tener en cuenta el modelo agronómico que se lleva a cabo en cada finca, ya que sabemos que los modelos agroecológicos garantizan tanto justicia social como la ambiental. Se trata de intervenir y decidir como sociedad qué hacemos con el agua, y no dejarlo en manos de gestores corruptos o a esta suerte neoliberal actual donde acabe siendo un valor más de las bolsas internacionales.
Una vez definidos estos criterios, hay que llevarlos a la práctica. Estos cambios deben realizarse poco a poco y ofrecer las ayudas y el acompañamiento necesarios para unas buenas reconversiones o adaptaciones a nuevas prácticas agrícolas y comerciales consecuentes con la disponibilidad de agua. Ya hay muchas herramientas disponibles, como ayudas de ingreso mínimo vital, de nueva instalación para jóvenes agricultores o para favorecer ventas en circuitos cortos. Y pueden diseñarse otras. La dinamización local agroecológica puede tener aquí un papel clave y generar puestos de trabajo.
Hablamos, pues, de unas transiciones para adaptar la producción alimentaria a la realidad de la naturaleza y no al contrario. Pongo algunos ejemplos. Sustituir los cultivos herbáceos que actualmente se mantienen en regadío, especialmente aquellos dedicados al engorde de animales estabulados, por cultivos herbáceos que se adapten a la pluviometría de la región y estén destinados a la población local (max. 100 km) y a las ganaderías extensivas próximas. En el caso de los cultivos hortícolas de regadío, se primarán aquellos de venta en cercanía. Para la fruticultura, de nuevo será necesario transitar (o volver) a aquella adaptada a las condiciones edafológicas y pluviométricas de cada comarca, recuperando variedades locales que están adaptadas a cada condición; el algarrobo, el olivo, la vid, el melocotonero o el albaricoque de secano son ejemplos de tradición y nos marcan varias líneas de trabajo. En el caso del cereal, hay que adaptarse con rapidez a otras variedades de trigos, cebadas, avenas y centenos con mayor resistencia a la sequía (como algunas variedades antiguas), tomando ejemplo de países que ya han comenzado en esa línea de trabajo, como Siria o Australia.
Nos dirigimos, queramos o no, a la necesidad de revisar el diseño y la dimensión de nuestras agriculturas y ganaderías ibéricas para adaptarnos a una nueva realidad climática e hídrica con criterios ambientales y sociales. La sequía es una advertencia, ¿nos sentimos interpeladas?
Omar Bongers
Agroecólogo y especialista en cultivos tropicales. Miembro de Ecologistas en Acción y de la FNCA
Este artículo cuenta con el apoyo del Centro Mundial de València para la Alimentación Urbana Sostenible (CEMAS)
PARA SABER MÁS
Martínez Fernández, J., Esteve Selma, M. A. y Zuluaga Guerra, P. A. (2021). Agua y sostenibilidad. Hacia una transición hídrica en el Sureste Ibérico. Ecosistemas, 30(3), 2254. Disponible en: https://doi.org/10.7818/ECOS.2254