Los ríos configuran parte de la identidad territorial y emocional

M.ª Ángeles Fernández y J. Marcos

David tiene una de las profesiones más bonitas que existen: guía de ríos. Lo cuenta mientras desciende, haciendo rafting, un tramo del Gállego, en la comarca oscense de La Galliguera. Conoce varios ríos de la zona noreste de la península y considera que, sin duda, este es el más bonito. ¿La razón? El gran paisaje.

 

 
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Embalse de Riaño. Foto: Desplazados

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Puente de Santa Eulalia sobre el río Gállego. Foto: Desplazados

Desde la bravura del agua, los Mallos de Riglos, una formación geológica de inmensas paredes y cúpulas redondeadas, parecen tierra sobrenatural, un escenario cinematográfico para guiones de superhéroes y superheroínas. Son la postal contemporánea del Prepirineo, la sombra que vigila un tramo del Gállego que sigue vivo. Son panorámica, horizonte y paisaje.

Aguas abajo, el río acoge a unos tripulantes mucho más añejos. Los nabateros practican, a estas alturas de la vida ya por recuerdo y festividad, el transporte fluvial de la madera, mientras desde las orillas la música y la vecindad los acompaña. Un día al año, por unas horas, forman parte de la postal del Gállego, sobre todo desde que son Bien de Interés Cultural Inmaterial.

 
   Muchas veces la palabra avance, asociada al relato de la construcción de infraestructuras, ha servido para destruir la continuidad y armonía del territorio.   
 

Lejos de los Mallos, la instantánea del Gállego muda de piel; el puente metálico de Santa Eulalia invita a otra mirada. Distinta. Porque todo paisaje es relato, construcción viva. «Para que haya paisaje, no solo hace falta que haya mirada, sino que haya percepción consciente, juicio y, finalmente, descripción», escribe el antropólogo francés Marc Augé en El tiempo en ruinas.

«Río Gállego Vivo». Así reza la pancarta que cuelga desde a saber cuándo sobre este singular puente del siglo xix recientemente reformado. Una treintena de años han luchado las vecinas y los vecinos de esta zona de Huesca para que el río corriera, para que hubiera nabatas y también rafting. Para que el río siguiera siendo río. La construcción de un embalse, que tenía previsto inundar zonas urbanas, amenazó durante mucho tiempo y hasta hace nada con derribar la morfología de La Galliguera a golpe de hormigón.

«La experiencia del descubrimiento progresivo del paisaje se ha convertido en algo cada vez más raro y difícil. La ordenación del territorio, la concentración parcelaria, la multiplicación de las autopistas y la extensión del tejido urbano amplían el horizonte, pero eliminan los recovecos de un paisaje más fragmentado y más íntimo», apunta Augé. Muchas veces la palabra avance, asociada al relato de la construcción de infraestructuras, ha servido para destruir la continuidad y armonía del territorio. Para romper.

Una victoria para que todo siga igual

«El río baja cantando. Ha habido tronada. Nada de gente callada. Hemos sido fuego y rabia. Somos la herencia de los pueblos inundados y una bandera de esperanza». El domingo 7 de mayo, medio millar de personas celebraron en Biscuarrués que la justicia había tumbado el proyecto de embalse sobre el Gállego. Con una vida de lucha a sus espaldas, hablaba Lola Giménez, una de las portavoces de la coordinadora ciudadana. Este paisaje aragonés permanece, al menos de momento. Pero en movimiento, porque el agua corre y sigue modelando el panorama, el clima, la flora y la fauna.

El agua es río, también mar, lago, regato, riachuelo, charco, océano, glaciar, lluvia y nieve, energía, agricultura y diversión; hay agua en cada gota de vida y en cada trago de sed, hay agua en las cumbres y en el subsuelo, en las nubes amenazantes y en los cirros, en la ropa que vestimos y en la basura que descartamos. El agua determina cada paisaje, por presencia, ausencia, abundancia o añoranza. La hechura de los territorios se pinta con trazos azules. El agua surca lo que somos.

«El cristalino río, coronado
de blancas, rojas y purpúreas flores,
impetuoso corre resonando
y sustentando al prado sus colores;
con su cristal a trechos derramado,
un estrellado cielo está formando…»

Así describía Francisco de la Torre en 1631 el Tajo. Resonando. Cristalino. Encajonado por inmensos embalses, extenuado por un trasvase y convertido en la cloaca de la capital, ese Tajo ya no existe, el Tajo hoy es otro Tajo. Lo que fue un río salvaje y bronco Ramón J. Soria lo describe actualmente, en España no es país para ríos, como sucio y contaminado, lleno «de quién sabe cuántos pesticidas, abonos, venenos y basuras urbanas». Aquel río era uno en el siglo xvii; este río ni se le parece en el xxi.

La depreda-acción humana ha puesto los ríos al servicio de su avaricia, ha estrujado caudales para crear eso que llaman desarrollo y que, demasiadas veces, es sinónimo de destrozo. Ese avance ha acondicionado el territorio, desordenando al mismo tiempo los equilibrios biológicos. La agricultura intensiva que define a gran parte de Murcia ahoga al Mar Menor, los pozos ilegales asfixian Doñana, las Tablas de Daimiel se conjugan en pasado, el Delta del Ebro retrocede y los peces que aún resisten por las venas ibéricas ya son otros.

 
   La centralidad emocional del paisaje y la identidad colectiva que forja no se entienden sin esas formas del color azul.   
 

«El tiempo nuevo se impone sobre el tiempo viejo, lo sofoca, lo pisa y sigue», escribió Ana María Matute en El río, donde recordaba el viejo pueblo de Mansilla, allí donde habitaba su infancia, y el nuevo reconstruido como solución a la inundación.

«Casi ningún habitante de Mansilla vio el mar. (…) Ahora, algo parecido al mar llegó hasta ellos. Es frecuente verles quietos, contemplando con gesto ensimismado, casi soñador, esa superficie lisa, de color musgo, que se extiende anchamente a sus ojos: el pantano».

Aquellos nuevos mares interiores, que proliferaron sobre todo en años de la dictadura y cambiaron paisajes y vidas, vidas, muchas de ellas que expulsaron, están hoy mermados. Emergencia climática, sobreexplotación, lucros hidroeléctricos. Los ojos acostumbrados a contemplar balsas inmóviles pestañean ahora ante la tierra resquebrajada que deja el agua en su huida. Otro horizonte en el mismo territorio. Hay que cambiar la postal, buscar nuevos destinos turísticos, forjar una nueva identidad. Si el agua es un derecho humano, ¿acaso el paisaje que configura no es un bien común?

El periodista Andrés Rubio escribe en España fea que el concepto patriótico de pertenencia alienta una conciencia paisajística, «contribuye a que todos los habitantes se beneficien de un ideal comunitario sinónimo de felicidad social». El agua ha acunado civilizaciones, ha acompañado ritos y ha sido toponimia y talladora de territorios. La centralidad emocional del paisaje y la identidad colectiva que forja no se entienden sin esas formas del color azul.

«Pero no es nuestro río, no es aquel que nosotros sabíamos. No es el que corría y se llevaba nuestras voces, aquel que nos hurtó, más de una vez, corriente abajo, el pañuelo o la sandalia. No sé adónde fueron su agua verde y oro, su caz umbrío, sus orillas invadidas de menta. Dicen que está ahí, donde el agua se ha ensanchado, tomando un tinte espeso, del color del miedo, e inundándolo todo. Pero no entiendo estas cosas. En el fondo del pantano vivirá aún aquel río. Y, cerrando los ojos, lo veo intacto como un milagro. Un río de oro que corre hacia algún lugar de donde no se vuelve, como la vida». Palabra de Ana María Matute.

M.ª Ángeles Fernández y J. Marcos

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