Lucía Argüelles
Campo de alcachofas en la comarca del Maresme (Barcelona). Foto: Lucía Argüelles
Las malas hierbas son como el lobo de los cuentos: siempre malas. El concepto que tenemos de ellas viene marcado por el relato común sobre el sistema agroalimentario, dominado por el progreso, la homogeneidad y el control sobre la ecología. En este artículo reclamo la necesidad de nuevas fábulas que reconozcan el papel de los animales, las plantas y los objetos inanimados, y fomenten otras maneras de relacionarse con ellos. En ciencias sociales esto se conoce como poshumanismo.
Las malas hierbas, la maleza o las plantas adventicias (o simplemente la hierba en el lenguaje usado en el campo) se caracterizan por ser no deseadas o estar fuera de lugar. A menudo, se equiparan de forma errónea con las plantas invasoras y siempre se ven como competidoras fervientes por nutrientes y agua, pues es cierto que sus capacidades reproductivas y de adaptación son inigualables. En positivo, se les han reconocido propiedades en el terreno culinario y medicinal, y se han valorado por su capacidad de atraer fauna auxiliar y mejorar la fertilidad de tierras de cultivo.
Al margen de debatir sus beneficios o maldades, el análisis de estas especies desde una perspectiva poshumanista explica su gran impacto en la vida social humana. Gestionar la maleza es probablemente una de las tareas a las que más tiempo ha dedicado la humanidad. Y no solo en el pasado. La mecanización y los herbicidas químicos han reducido ese tiempo, pero no la complejidad de la gestión de la vegetación no deseada. Millones de euros y de recursos (drones, aviones, técnicos, controles en aeropuertos, etc.) se invierten anualmente en el mundo para evitar que las plantas invasoras crucen fronteras. La visión poshumanista diverge de la idea de agencia humana como única y dirige la mirada hacia la agencia de relaciones entre múltiples actores, humanos y no humanos. En la agricultura, la hierba es un elemento importante que va ligado a temas clave como la biodiversidad, el trabajo, la economía o la erosión del suelo. La hierba y sus relaciones con el campesinado, con los pesticidas, con los insectos… tienen agencia, es decir, tienen la capacidad de cambiar cosas y de crear mundo.
Pensar relaciones diferentes
Así, se puede entender la hierba como una pieza clave en el desarrollo del sistema agroalimentario industrializado. Por un lado, lo dificulta, dado que va en contra de sus cuatro pilares: homogeneidad, predictibilidad, calculabilidad y control. Pero, por otro lado, la hierba también ha facilitado en gran medida el desarrollo de este paradigma, dado que su eliminación sostiene y justifica el uso masivo de químicos, alimentando el conglomerado agroindustrial. Precisamente para hacer los cultivos resistentes a los herbicidas de amplio espectro (glifosato) se desarrollaron los primeros organismos genéticamente modificados. Y, más recientemente, la capacidad de la hierba de adaptarse y hacerse resistente a estos herbicidas (y que les ha valido el sobrenombre de superweeds o supermaleza) ha hecho que la agricultura industrializada cuestione el empleo masivo de agrotóxicos y abra una pequeña ventana al cambio aunque solo sea por razones de coste-beneficio.
Los nuevos marcos regulatorios, como la prohibición del glifosato en muchas ciudades, o el programa Farm2Fork que pretende reducir al 50 % el uso de pesticidas en la Unión Europea en 2030, así como algunos cambios biofísicos, como la mencionada resistencia de organismos a los pesticidas, están limitando el uso de métodos químicos. Para adaptarse a estos cambios, será fundamental que cambiemos las relaciones que tenemos con las plagas y la hierba. Este cambio de mirada, precisamente, ya se hizo con el control biológico (o lucha integrada) y tuvo un gran impacto en la manera en que se piensa en plagas e insectos. Se pasó de una idea de control y erradicación a una idea de trabajo conjunto con la fauna auxiliar. Esto redujo considerablemente el uso de insecticidas, o al menos eso se dice, dado que las cifras de uso de pesticidas siguen siendo muy opacas.
No se trata (solo) de no usar herbicidas, sino de entender las hierbas de otra manera y de aprender a convivir con ellas en la medida de lo posible.
Se sabe que para generar relaciones diferentes hay que pensar antes en relaciones diferentes. Y, si hablamos de convivencia, necesitamos nuevos marcos para entender cómo hacerlo. No se trata (solo) de no usar herbicidas, se trata de entender las hierbas de otra manera y de aprender a convivir con ellas en la medida de lo posible.
Plantropoceno frente a antropoceno
Otro relato inspirador es el Planthropocene (o plantropoceno) de Natasha Myers (2018) como propuesta para contrarrestar la idea de antropoceno, que sitúa al ser humano como culpable y también como único salvador del desastre ecológico. Myers sugiere que para crear mundos vivibles hay que fomentar y reforzar las relaciones con las plantas, y nos recuerda que este planeta es habitable y respirable por animales como nosotros gracias a la fotosíntesis. Nos invita a que nos fijemos en la capacidad de otros seres vivos para generar mundos vivibles. Se refiere a las plantas y también a las bacterias, los gusanos o los microorganismos que se encargan de las relaciones y de las construcciones más invisibles pero también más fundamentales que componen el mundo. Por supuesto, las personas que trabajan la tierra saben mucho de estas relaciones, pese a que el modus operandi de la agricultura industrializada y química es romperlas e invisibilizarlas.
Natasha ha escrito un decálogo de pasos para movernos hacia ese plantropoceno. Uno de ellos es olvidarnos de los jardines del Edén como lugares inmaculados y sobregestionados por el ser humano, y dejar que crezcan las plantas donde quieran, no tenerles miedo. La expansión de las plantas llamadas invasoras está ligada a los efectos del colonialismo y del capitalismo, ambos despojan a los habitantes de sus tierras y generan tierras sobreexplotadas. Dejando sin relación cuerpos y tierra se generan ecosistemas donde las plantas espontáneas prosperan. Por tanto:
«Ninguna planta es mala, las plantas espontáneas crecen en la tierra que está destrozada, abandonada por los efectos del capitalismo y la alienación con la tierra y la naturaleza. Las malas hierbas nacen en espacios de desposesión, arrancados de sus moradores históricos. Antes de envenenar la tierra con glifosato, debemos preguntarnos qué hacen las plantas en este lugar».
Natasha Myers (2018) «How to grow livable worlds: Ten not-so-easy steps», The World to Come, Kerry Oliver Smith, University of Florida, p. 53-63.
Cambiar las prácticas
La agroecología es también un relato que ha cambiado la manera de pensar las relaciones entre seres humanos, otros seres vivos y ecosistemas en general. Como ciencia, se basa en fomentar las relaciones sinérgicas entre actores (microorganismos, cultivos, insectos, hierba) que favorecen la salud del suelo, del agua, del aire y de las personas y el territorio. La agroecología como movimiento se ha formado y sostenido para defender una determinada manera de entender esas relaciones, transformándolas en una fuente de saber y poder que alimenta las luchas sociales.
En la práctica, ¿qué pasará si se reduce el uso masivo de herbicidas? ¿Crecerá la maleza de manera descontrolada y convertirá la tierra en una selva? ¿Nos esclavizarán y nos obligarán a ocuparnos de ellas de manera constante en jardines, ciudades y huertos? Puede que simplemente haga que nos acerquemos a ellas de otra manera, que nos compinchemos, que usemos herramientas que requieran más atención, más reflexión, más tiempo… y que ese tiempo con la vegetación excesiva sirva para darnos cuenta de que lo que es bueno para las hierbas es bueno para nosotros. Por ejemplo, suelos limpios, agua, insectos polinizadores. ¿Se adaptará el sistema agroalimentario a este cambio al ver sus ventajas en la salud de las personas, la biodiversidad y los suelos?
En el trabajo de campo que llevé a cabo en el Maresme (Catalunya) observé que a medida que se reducía el uso de pesticidas (por regulación y por resistencias), y en concreto después de la prohibición del fumigante bromuro de metilo en 2004, los agricultores y las agricultoras empezaban a observar muchas más relaciones que el bromuro de metilo simplificaba. Se dieron cuenta de que, con menos fumigante, las plantas y el suelo estaban mejor, que los insectos les ayudaban y que su principal problema no es la hierba, sino un sistema económico que los aprieta para que no convivan con ellas. Ahora que usan menos pesticidas, están más pendientes de la hierba, pero son más conscientes de su posición en el ensamblaje humano y no humano que forma la agricultura.
En este ensamblaje, si prestamos atención, hay muchos casos que rompen las lógicas unidireccionales y simplificadoras del sistema industrial. Por ejemplo, la hierba Cyperus rotundus o juncia a duras penas se ve afectada por los métodos químicos porque se reproduce de manera rizomática bajo el suelo. Su resistencia visibiliza que la relación entre herbicida y hierba sobrepasa la tesis de que los herbicidas matan la mala hierba. Por eso se empieza, por reescribir las fábulas que nos alimentan.
La agroecología y la agricultura regenerativa, basadas en conocimientos de nuestras antepasadas campesinas, son ejemplos de prácticas y de maneras de pensar que también rompen con el relato productivista dominante. ¡Sigamos trabajándolas!
Lucía Argüelles
Investigadora en ecología política y vinculada al proyecto agroecológico Aurora del Camp