Leticia Toledo Martín
Justo hace un año comenzamos la Escuela Agroecológica de Cuevas del Becerro, impulsada por la Asociación Extiércol, que lleva trabajando por la soberanía alimentaria en su pueblo más de dos décadas.
Me invitaron a compartir la parte práctica, la de la huerta, la de ensuciarse las manos y ponerles materialidad a los módulos temáticos. Se conformó un grupo de diecisiete personas procedente de varios pueblos de la Serranía de Ronda y Málaga fundamentalmente. En su diversidad, la gran maravilla fue una línea de edad que iba desde los 21 a los 82 años, con intereses, conocimientos y habilidades diversas y únicas que fuimos descubriendo en el mismo proceso de aprendizaje. Y sí, digo descubriendo porque, aunque queramos tomar la posición de maestras y de aprendices, nunca el conocimiento va en un solo sentido. Para mí fue tan interesante la formación por enseñarme a enseñar, recordarme cómo he aprendido yo, quién y cómo me enseñaron, cuáles fueron los tesoros que me legaron y lo importante de transmitirlos, de no quedarme con nada porque tengo el deber y también la necesidad de compartirlos. Hay un legado de conocimientos que solo pueden transmitirse junto al que está con la azada, con quien guarda la semilla, con la que cocina el alimento recién cosechado y junto a quien pasamos ratos en silencio, escardando, observando y oliendo la tierra.
Yo he tenido varios maestros y maestras en lo que a agricultura se refiere. Durante mucho tiempo miré hacia los libros, la universidad y las personas que me transmitían palabras, conocimientos teóricos, argumentos y teorías para todo. Me encantaba tanta reflexión, tanto de qué hablar y tantísima información en los miles de libros que quería leer. Era infinito mi interés.
Cuando empecé a trabajar la tierra me di cuenta de que tanta cosa que había leído ahora no me servía de mucho, que no sabía cómo poner una planta y luego regar por su pie y que le llegara el agua. Que plantar no era cosechar. Que las semillas son un regalo que ni se compra ni se vende, que hay que compartirlas, sembrarlas y multiplicarlas, y que es muy difícil y requiere de mucho cuidado. Que la tierra es mucho más que un recipiente donde nacen plantas, que es el organismo vivo más grande con el que trabajo y estoy indudablemente relacionada con ella, que la tengo que mirar, sentir, cuidar, sentir, cuidar. Y que estas cosas que no están en los libros solo las saben las personas que están y han estado en contacto con la base de la vida: las que han alimentado al mundo.
Sí, paré de leer y me puse a escuchar y a hacer. Sin embargo, mi forma de escuchar ha cambiado en estos casi veinte años de trabajo de campo. Mis maestras y maestros quizás ya no sean la gente más ecológica ni la más formada en técnicas agrarias o en producción animal. Son las personas que me rodean, la gente que lleva viviendo toda la vida manteniendo y cultivando territorio, que se mueve por los caminos y se sabe hasta la última planta de espárrago que hay silvestre o las tagarninas que hay que dejar para el año que viene. Las que saben que, si no cuidamos las lindes, los animales grandes y pequeños, y a la gente que caza y recolecta, tampoco tendremos territorio para alimentarnos, que la biodiversidad es intrínseca a la vida. La gente que decide quedarse aquí y a la que le gusta comer de lo que se cría aquí, la que valora el tiempo y el trabajo, pero también el descanso, la buena mesa y la buena vecindad. La que cuida y se cuida y me cuida.
Leticia Toledo Martín
Hortelana