O de cómo salir afectivamente del laberinto de la crisis ambiental

Omar Felipe Giraldo

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Mascaradas de invierno en El Antruido de Riaño (León). Foto: Miguel Sánchez González

Uno de los obstáculos más grandes para enfrentar la crisis ambiental es el modo de representar el problema. Los enunciados sobre «lo que es» o «lo que pasa» en el contexto de esta crisis, imponen ciertas soluciones, al tiempo que excluyen e ignoran otras alternativas que podrían darle un curso completamente distinto al tratamiento de aquello que se pretende resolver. Como se sabe en la medicina, el diagnóstico determina el remedio. Si una patología se problematiza inadecuadamente, inadecuada será también la cura.

Pensar y sentir la crisis ambiental

En el caso de la devastación ecológica que amenaza nuestra supervivencia y la de muchos seres en el planeta, el discurso ambiental hegemónico construye el problema de forma tecnológica y económica, y, de ese modo, guía las soluciones en el ámbito de las creencias del progreso científico-técnico y la acumulación de capital.

Son muchas las cosas que podríamos cuestionar sobre las medidas inviables, inútiles y contraproducentes que resultan de una problematización, a mi juicio, errada para salir de la crisis y evitar (si es que eso aún es posible) el colapso. Pero el propósito de este escrito es subrayar al menos una de las exclusiones sin la cual es estéril abordar el fenómeno: la dimensión afectiva, sensible y estética de nuestro estar en el mundo. Es lo que con Ingrid Toro hemos denominado la afectividad ambiental. Con este término queremos dar cuenta de aquel giro urgente en la forma de sentir-pensar que busca transformar nuestras percepciones y creencias perceptivas (componente estético), que está ligado a un tipo de saber (componente epistémico), a una forma de comprender nuestro puesto en el cosmos (componente ontológico) y que conlleva comportamientos acoplados a los ciclos de la vida (componente ético).

 
   Los determinantes de esta crisis, más que tecnológicos o económicos, están anidados en nuestro cuerpo: en la manera en como sentimos, hablamos, percibimos, conocemos.   
 

Se trata, entonces, de una mirada no reduccionista del problema, que parte de la convicción de que los determinantes de esta crisis, más que tecnológicos o económicos, están anidados en nuestro cuerpo: en la manera en como sentimos, hablamos, percibimos, conocemos. Todo ello suscita una manera de actuar, de emocionar, de significar, que a su vez crea los modelos tecnológicos y económicos de esta modernidad ecocida, y que, por tanto, está en el corazón de la crisis de nuestro tiempo.

Las preguntas que surgen en el contexto de esta otra forma de problematizar son cómo hacemos para salir de los bucles de desafección que nos condenan al suicidio colectivo y qué elementos serán los requeridos para entrar en esa afectividad ambiental imprescindible para orientar la habitación en esta tierra sobreabundante y generosa. No existen soluciones mágicas y cada pueblo, cada territorio, cada geografía tendrá que buscar y encontrar sus recursos: construir sus propios artefactos de significación, sus propias artes, sus propios conocimientos. Sin embargo, de lo que sí estoy seguro es que los saberes ambientales de los pueblos vernáculos son una herramienta insoslayable para este empeño en el que si fallamos se nos va la vida.

El paisaje explica cómo habitar

Para sustentar esta tesis, es importante primero recordar que los saberes de los pueblos rurales son, en gran medida, estéticos. ¿Qué quiere decir esto? Que son saberes corporizados; embebidos en los sentidos, en las percepciones, en los afectos. Siguen el principio de que lo bueno, lo que está apropiado para el lugar y para el cuerpo, puede saberse a través de la intensidad de las percepciones del tacto, la vista, el oído, el gusto, el olfato. Que el cuerpo sabe, pero para saber es necesario primero conectarse, participar, entrar en un diálogo con los seres de la tierra. Los campesinos y campesinas han aprendido, por ejemplo, que lo que está bien para sus parcelas reside en la estética (la palabra estesis proviene de la sensibilidad): un tipo de conocimiento en el que se sabe que las plantas y los animales están bien, porque se percibe y se siente que están bien; y, al contrario, es posible detectar que algo está marchando por mal rumbo, si así lo perciben los propios sentidos.

Asimismo, porque mediante las posibilidades del cuerpo se hace una lectura del paisaje. Observando, escuchando, sintiendo, los campesinos, pescadores, pastores nómadas y pueblos indígenas, emprenden una comunicación afectiva con esos otros seres sensibles de la tierra más que humanos, en búsqueda de sus enseñanzas para sostener la vida familiar y comunitaria. En ese diálogo sutil e intenso, el paisaje parlante orienta la acción humana. Durante milenios, a través de la oralidad y la experiencia directa, los pueblos han confiado en la sensibilidad para dialogar con la naturaleza, interpretar los gestos de la ecología territorial y convertirlos en saberes ambientales pragmáticos. Así, para los pueblos vernáculos, todavía hoy el territorio es un agente que nunca es mudo; al contrario: la tierra es expresiva y, por tanto, lo que debe hacerse es avivar los sentidos para comprender la lengua de la naturaleza que nos habla con sus propios gestos: un color que viene con el cambio de estación, un viento que anuncia la lluvia, una revelación provista por los pájaros, un olor que previene la enfermedad.

Es de ese modo como los pueblos, a lo largo de historia coevolutiva, han aprendido, no sin desaciertos y desatinos, a armonizarse con los ciclos de la vida, a acoplarse, a entonarse (encontrar un buen tono, como en la música), para saber coexistir en este mundo colmado de otros seres sensibles. Interpretando las expresiones de la tierra, trayéndola al pensamiento a través del vehículo del lenguaje, es como los pueblos han entendido cómo crear composiciones técnicas compatibles con las composiciones territoriales tejidas por los encuentros y desencuentros de otras especies. En las agriculturas,[1] por ejemplo, han creado un arte de habitar la tierra que encuentra las múltiples formas de componer arreglos estéticos en el lugar habitado tutelados por sus propios sentidos. Así, han transformado el paisaje, creando geografías (escrituras sobre el cutis de la tierra) guiadas por la belleza, el orden de los patrones naturales y el conjunto de relaciones ecosistémicas, que se hacen significativas y singulares a cada cultura y lugar, para reproducir la vida humana y no humana.

 
   Durante milenios, a través de la oralidad y la experiencia directa, los pueblos han confiado en la sensibilidad para dialogar con la naturaleza.   
 

Hoy esos saberes resultan fundamentales porque, a pesar de la vorágine del progreso y el avasallamiento colonial y capitalista, siguen siendo contemporáneos. Es acá donde toca cambiar la receta y, en lugar de percibir a los pueblos vernáculos como necesitados de lo que la vida moderna tiene para ofrecerles, virar la mirada para entender que en sus cosmovisiones hay una herramienta muy importante para salir de esta crisis. No solo porque ahí reside la clave para construir procesos mutuamente enriquecedores con la tierra: la agroecología, la construcción vernácula, los saberes ecológicos, las prácticas medicinales (donde estos saberes siguen vitales, a menudo se encuentra la mayor megadiversidad biológica del planeta); sino también porque la estética de los saberes ambientales nos orienta sobre cómo hacer realidad esa afectividad ambiental tan urgente y tan esquiva.

La estética de cada civilización

Y es en este punto en el quiero llamar la atención. La estética así entendida es una condición ineludible para reacoplar el orden humano al orden de la vida. Según podemos aprender de los saberes estéticos de los pueblos, la transformación perceptiva es un asunto fundamental en la transformación civilizatoria, debido a la importancia de reaprender a intuir, a través de nuestros propios sentidos, qué acciones permiten la composición de las relaciones vitales en los territorios y qué otras dan como resultado una descomposición de las mismas. Será muy difícil —diría yo casi imposible— reconciliarnos con la tierra viva, si no sabemos recuperar esa sensación de lo que está bien para el lugar porque así nos lo indica nuestro cuerpo, nuestros afectos, nuestros sentimientos, nuestra sensorialidad.

Durante el largo camino coevolutivo, nuestros antecesores aprendieron a habitar acoplando sus sentidos con el ambiente y, gracias a ello, sabían qué es lo adecuado y qué no para el territorio habitado. Nuestra modernidad tóxica, que no sabe sino enrarecer la vida, hizo que perdiéramos la habilidad corporal de dejarnos guiar por nuestras capacidades empáticas y sensoriales y empezamos, en cambio, a orientarnos por los códigos abstractos del valor económico y el progreso científico-técnico. De ahí la inmensa necesidad de cambiar la posición en la que participan nuestras percepciones en el mundo: afinar la intensidad de los sentidos para conectar con las redes de la vida.

Se trata de desarrollar la atención, la escucha admirativa y la observación profunda; entrenar nuestro poder empático; reavivar nuestras capacidades corporales, para resonar con los acomodos de la ecología territorial; y saber qué tipo de actos son los más adecuados. Si reaprendemos a percibir los patrones y regularidades del lugar, los ciclos y sus tiempos, los cambios durante el año o el fluir de las aguas, podremos ser orientados para comprender qué es aquello que debemos hacer y qué no hacer. Este despertar de los sentidos es una liberación de la jaula antropocéntrica en la que estamos apresados sin saberlo y una epifanía ante este huracán de muerte que no hace sino acelerar cada día su paso.

¿En dónde más sino en el lenguaje de la tierra misma está la clave para dejar de ocuparla y aprender a habitarla? Sin embargo, hoy ya no conocemos su lenguaje; mientras ella nos habla, a cada instante, con su particular expresividad estética, nosotros nos cruzamos de brazos y no la entendemos. No sabemos su lenguaje que es el lenguaje de la sensibilidad. Y para alfabetizarnos en ese lenguaje, necesitamos reavivar nuestros sentidos, nuestra empatía, nuestra emotividad. Y nada como un entorno apropiado que lo haga posible. El afinamiento de los sentidos en consonancia con la tierra, se hace más fácil si habitamos en una atmósfera adecuada para cambiar la posición en la que participan nuestras percepciones. Por eso, es indispensable reverdecer y sembrar diversidad al tiempo que vamos incrementando nuestro contacto con los ciclos de la vida, confrontando los deseos impuestos y abandonando esos modos economicistas y utilitaristas de hablar sobre la vida.

La afectividad ambiental es entonces una transformación perceptiva guiada por un saber empático que conlleva una comprensión distinta de nuestra copertenencia en aquello que nos excede. Un cambio civilizatorio en el que la ética ambiental se inscribe en nuestras corporalidades como un correlato de otro modo de comprender nuestra posición en el universo. Apelar a una ética de tal tipo nos llama a cultivar nuestra empatía ambiental, a simpatizar con los lugares habitados y a generar una capacidad colectiva de actuar en sintonía con la tierra, en vez de seguir agudizando el problema usando la misma estructura de afectos y pensamientos que lo creó.

Pero estamos lejos aún de entenderlo. Seguimos obsesionados con las recetas vendidas por el discurso ambiental hegemónico. No hemos comprendido aún que sin des-subjetivarnos, sin modificar ese poder que yace en nuestros plexos nerviosos, en nuestra piel, en nuestro corazón, en nuestra lengua, no haremos otra cosa que dirigirnos, de manera directa y a máxima velocidad, al precipicio. Nosotros pensamos en una salida distinta al laberinto: crear una política de la vida y ante la vida basada en una afectividad ambiental que sepa prestar atención y comunicarse con la lengua de la tierra mediante la propia experiencia sensible.


[1] La palabra agricultura está conformada por dos derivaciones latinas: agri, que expresa ‘arte de cultivar el campo’, y cultura, del verbo colere, cuya raíz originaria quiere decir ‘cultivar’ y ‘habitar’, de manera que el significado profundo de la palabra agri-cultura es ‘el arte de cultivar y habitar la tierra’.

Omar Felipe Giraldo

Profesor de la Escuela Nacional de Estudios Superiores, Unidad Mérida, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

  PARA SABER MÁS

   Enlaces de acceso a sus últimos libros en PDF

Multitudes agroecológicas: http://bit.ly/3YwFzMQ

Afectividad ambiental: http://bit.ly/3lnx7kR

Ecología política de la agricultura: http://bit.ly/3DTiWKE

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