Entrevista a Nicolás Olea, catedrático de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada
Gustavo Duch
Me encuentro con Nicolás Olea en el IX Congreso Internacional de Agroecología, celebrado el pasado mes de enero en Sevilla. Nicolás es un referente por sus numerosos trabajos de investigación sobre el sistema alimentario en todas sus fases, desde la producción al envasado, y ha intervenido en la sesión inaugural para hablar de sus efectos en la salud.
Como él me recuerda, sus alertas saltaron hace varías décadas al evaluar la elevada presencia de pesticidas organoclorados (de carácter persistente, porque se acumulan en los organismos sin apenas degradarse) en la población de Almería, debido a su exposición ambiental, al vivir a tocar de los invernaderos. «Ya te puedes imaginar las cifras que se encontraban al analizar los datos de la población trabajadora en ellos. No olvidemos que el uso de los organoclorados ya estaba muy restringido desde los años setenta. ¡Pero es que yo mismo tengo al menos uno de ellos en la sangre, el más conocido, el DDT!», señala Nicolás, que recuerda que, cuando era niño, al DDT se le llamaba los polvos de las papas. Para esa generación de los años cincuenta, época en que la revolución verde despega en el Estado español, el empleo de pesticidas se incorporó inconscientemente y sin resistencias de la mano de una cultura agrícola industrial que se convirtió en la hegemónica.
Por esa obsesión con la ‘innovación’, perdemos el sentido de la prudencia.
Pesticidas
«¿En los últimos años, el uso de pesticidas está más controlado?», le pregunto. «España es el mayor consumidor en la UE de pesticidas, que se utilizan en todos los cultivos, incluyendo la producción convencional de frutas y verduras. Alcanzamos cifras de cerca de 80 millones de kg de pesticidas/año. Un ejemplo: recientemente hemos analizado la orina de 606 niñas y 933 niños, de entre 7 y 11 años de edad, y hemos encontrado que a mayor concentración de estos productos, mayor probabilidad de aparición temprana de la pubertad».
Así que queda claro, como expresa con gravedad Nicolás, que «no podemos bajar la guardia». Donde cuenta que está creciendo mucho su uso es en las fases poscosecha. «El rey de los pesticidas actual en España son los fungicidas que se echan para evitar las pérdidas de lo recogido, que pueden representar muchos millones de euros. En mi casa, cuando era pequeño, las naranjas que se quedaban tres días sin comer se ponían verdes y luego cenicientas hasta perderse. Ahora no se pudren, se van secando hasta convertirse en una nuez». Con esto advierte que es importante que no solo miremos al campo, sino a todas las fases de la cadena alimentaria en las que se tratan y contaminan los alimentos. Y, con su facilidad de palabra, con una taza de café con leche en la mano, añade más ejemplos: «hemos podido corroborar que la leche materna de mujeres jóvenes andaluzas incluye residuos químicos, no solo pesticidas, sino también metales como el aluminio y el antimonio. En el caso del aluminio, se constata que está asociado al consumo de café y… sus cápsulas. En el caso del antimonio, está relacionado con el consumo de aceite… por su envasado en plástico».
Disruptores endocrinos
Por cómo deriva la conversación, la mayor preocupación actual para Nicolás se centra en el campo de los llamados disruptores endocrinos, un sinfín de compuestos derivados del petróleo que nos rodean por todas partes. «Por esa obsesión con la ‘innovación’, perdemos el sentido de la prudencia», denuncia. Y nos pone un ejemplo donde enlaza otra vez con los procesos agrícolas: «Hoy la mayor fuente de este tipo de contaminación son los lodos de las depuradoras, que se echan al campo como fertilizantes pero que van cargados de microplásticos, procedentes por ejemplo de toda la ropa —poliéster— que ponemos en la lavadora, los cosméticos, etc.».
Sea como sea, a través de plásticos, pesticidas, aditivos alimentarios, productos de cosmética, textiles… a nuestro organismo entran estas sustancias que saben hackear el delicado sistema hormonal con una gran lista de consecuencias, algunas bien conocidas y relacionadas con la salud de la mujer joven. Otras menos conocidas: «¿Te has fijado que ya no hay embarazos de penalti? Pues tiene que ver, en gran medida, con la calidad seminal, que ha descendido enormemente». Nicolás explica que la hipótesis que se maneja es que la exposición a disruptores endocrinos en la madre embarazada puede no tener efectos adversos en ella misma pero afectar al desarrollo embrionario de un varón en los primeros 30 días de su formación, lo que perjudica la calidad de su semen de por vida. «¡Si la OMS, todo hombres, hubiera sabido eso! —dice con ironía—. ¿Se habrían tomado más en serio el problema que cuando esta exposición se limitaba a la salud de la mujer? Y es que el representante de la especie humana, piensa en el hombre de Vitrubio, siempre ha sido el hombre y se han olvidado de la otra mitad de la humanidad».
Lo que aún no sabemos
Todas nosotras constatamos la aparición de nuevas epidemias, de enfermedades cada vez más habituales, y me aventuro a preguntarle a Nicolás al respecto: ¿nos queda mucho por saber? Me cuenta que, según el informe presentado por Barbara Demeneix y Rémy Slama al Parlamento Europeo, se intuye una relación clara entre los disruptores endocrinos que alteran las hormonas tiroideas —claves en el funcionamiento y control del cerebro— y síndromes cada vez más habituales, como la hiperactividad, el déficit de atención o el descenso del coeficiente intelectual de la población (que ha experimentado una caída de tres puntos en Europa en veinte años). «¿Qué diremos cuando se afirme que detrás de estos problemas, y otros como el espectro autista, la ansiedad, la depresión…, tenemos una causa de contaminación ambiental? Algo está pasando cuando la quinta medicina más vendida en España es la hormona tiroidea. No sabemos lo grave que es hackear esta hormona tan estratégica y fundamental en todo el funcionamiento del ser vivo. No en vano, el estado se gasta mucho dinero para evitar el nacimiento de niños con déficit de esta hormona, pues provoca graves retrasos físicos y mentales, una enfermedad que se llama hipotiroidismo congénito o cretinismo y que da lugar al término cretino. Pues es con esta vulnerabilidad con la que estamos jugando».
La preocupación por estas sustancias disruptoras es cada vez mayor. Según Nicolás, la propia EFSA (Autoridad de Seguridad Alimentaria Europea) ha pedido reducir ¡100.000 veces! uno de los componentes más conocidos del plástico, el Bisfenol-A. «Y ya no solo por su efecto a más altas dosis sobre las hormonas, al que me he referido antes, sino también por efectos en el sistema inmune a dosis mucho más bajas. Es la gran sospecha de todas las enfermedades relacionadas con este sistema, que van desde la disminución de la efectividad de las vacunas —asunto tan preocupante en estos momentos— a la respuesta inmune deficitaria».
Las muertes del duralex
Mientras mantenemos la charla, Nicolás me advierte de riesgos que a muchas de nosotras nos pasan desapercibidos. Por ejemplo, los platos de cartón “ecológicos” que usamos, confiando en que con ellos evitamos los problemas del plástico, para mantener su impermeabilidad, están recubiertos con una mano de químicos perfluorados (como el teflón de las sartenes), cuyas consecuencias negativas para el ambiente y la salud humana son conocidas. «Le pregunté a un funcionario por qué no se sustituían por los clásicos platos de duralex, de un material inerte, puro y duradero como el vidrio, y me dijo que por su peligrosidad. Pero ¿cuántas noticias hay de un niño muerto por un corte de duralex en la yugular?».
Las dietas saludables
Se prefiere tomar decisiones basadas en informes proporcionados por la propia industria implicada.
Antes de cerrar la conversación con Nicolás y su sabiduría, le traslado mi preocupación sobre las nuevas imposiciones, ahora en el sector de la salud, de todo tipo de dietas y los intereses económicos que existen tras ellas. «Si hay algo meritorio en el campo de la agroecología, es haber conseguido trasladar a todos los foros de discusión que las dietas saludables tienen que ir de la mano de la producción sostenible. Hasta en las revistas médicas, como la prestigiosa The Lancet, los conceptos de alimentación saludable y de producción alimentaria sostenible se manejan a la par. Es más, se entiende que la transformación del sistema alimentario, tan demandada, es el mejor instrumento para mejorar la salud humana y remediar las grandes amenazas ambientales. No puede ser que para que comamos brócolis, muy sanos, en agosto, tengamos que cultivarlos con regadío en un desierto». Para él hay que evitar caer de nuevo en una uniformización de la dieta sin tener en cuenta el territorio. Y apunta este riesgo con el caso de las dietas sin carne: «No es verdad que en la dieta mediterránea no se consumía carne, se consumía carne cada día, pero muy poca. Se hacía un cocido, se guardaba el hueso, se guardaba el pollo y el sabor de las verduras de los días siguientes venía de esta carne. Más que dictaminar dietas (la mediterránea, la de Harvard…) o imponer cantidades de nutrientes, lo que se tiene que hacer es recuperar la sabiduría de la preparación de los alimentos a partir de las producciones sostenibles locales, muy diferentes en cada lugar del mundo».
Nicolás señala que, mientras se aboga por «dietas saludables», llama mucho la atención la falta de medidas centradas en las cuestiones clave. España, por ejemplo, no ha aceptado el semáforo alimentario, una etiqueta roja, amarilla o verde, que permite distinguir fácilmente la calidad nutricional de cada alimento. «Claro, la industria alimentaria tiene mucho que perder. El poder de la industria, yo mismo lo detecto en mi trabajo. Nuestros informes que alertan de la toxicidad de los alimentos de la producción alimentaria convencional no representan ningún problema, no les importamos, no tenemos trascendencia, no les provocamos ninguna inquietud. ¿Por qué? Porque se utiliza muy poco la información científica que se genera por grupos independientes, de financiación competitiva, y se prefiere tomar decisiones basadas en informes proporcionados por la propia industria implicada. Hemos denunciado esta situación en foros europeos y españoles, pero parece que nuestra capacidad de promover el cambio es muy limitada y choca con la inercia de la propia administración para liderar el cambio. Es muy decepcionante que tanta ciencia de calidad, con todos los costes públicos que representa, no tenga prácticamente repercusión política».
Gustavo Duch
Revista SABC