El cambio de la sociedad del crecimiento industrial hacia una sociedad que sustente la vida está sucediendo, según la activista norteamericana Joanna Macy, en tres dimensiones interconectadas. La primera es la que tiene como meta parar el daño a la tierra, a las culturas y a los seres vivos, y podemos relacionarla con el trabajo de denuncia, incidencia política o movilización. La segunda es el trabajo de construcción de prácticas y relaciones cotidianas ajenas a las dinámicas capitalistas y patriarcales: nuevas economías, nuevos afectos, nuevas prioridades. Y la tercera dimensión del cambio es la que lo atraviesa todo y la que quizá nos cuesta más percibir desde nuestra mentalidad hiperracional: el cambio de cosmovisión, de valores. Lo que vemos al mirar. Sin cambiar también estos aspectos más profundos, el resto de los cambios están incompletos, pierden radicalidad.
Esto es lo que reflexionábamos hace algunos números al hablar de capitalismo energético: no solo se trata de limitar los combustibles fósiles y de emitir menos gases de efecto invernadero (parar el daño); tampoco se arregla todo diseñando nuevas tecnologías como comunidades energéticas renovables (nuevas prácticas); hay también que preguntarse para qué vida queremos esa energía (nueva cultura). Lo mismo puede aplicarse a la alimentación y a cualquier ámbito.
Porque es cierto que existe una hegemonía cultural en nuestra sociedad, un muro contra el que la soberanía alimentaria (y todas las soberanías) se estrellan constantemente, que blinda los puntos débiles del sistema capitalista. Hemos crecido respirándola, la hemos asimilado y ahora tenemos que transformarla. En este número se recogen propuestas y argumentos para inspirar ese cambio de paradigma que hemos llamado cambio cultural.
La «campesinidad», que explica Janaina Strozake a partir de la vivencia y la lucha del Movimiento Sin Tierra de Brasil, puede reconectarnos con valores campesinos que fueron universales y que en nuestros territorios fueron desplazados por la revolución industrial y por la idea moderna de progreso. Vemos rasgos de esta campesinidad, por ejemplo, en infinidad de fiestas y rituales populares como las mascaradas, que plasmaron una forma de ver y relacionarnos con el tiempo, con el entorno y con el resto de los seres vivos, que pervivió durante siglos. Como dice Omar Giraldo en su artículo, «los saberes de los pueblos rurales son, en gran medida, estéticos. (…) Siguen el principio de que lo bueno, lo que es apropiado para el lugar y para el cuerpo, puede saberse a través de la intensidad de las percepciones del tacto, la vista, el oído, el gusto, el olfato». Una afirmación que enlaza con los pensamientos de la ganadera protagonista de la novela Distòcia, de la cual hemos traducido un breve fragmento. ¿No deberíamos recuperar nuestra animalidad y dejar de darle tanto protagonismo a la razón?
Este tema es el más inabarcable de los que hemos tratado, pero lo hemos acotado con nuestras propias coordenadas: relación con la naturaleza, alimentación, ruralidad, feminismos. Se habla también de la cocina. La forma de relacionarnos con los alimentos implica una relación con el territorio, implica observarlo y entenderlo, algo fundamental para cientos de generaciones pasadas: adaptarse a él. Hablamos de patriarcado, de espiritualidad, de redes afectivas.
El muro de la hegemonía cultural no entiende de campo o ciudad. La dureza de la narración de Coke y Alejandra sobre su huida de un sistema que odiaban, convencidas de qué valores querían practicar y compartir, muestra cuán complicado es el momento de metamorfosis que vivimos y que la imposibilidad de encontrar la pureza no puede significar rendirse. Estamos resquebrajando ese muro y debemos ocupar las grietas, un terreno extremadamente fértil para reproducir esta lucha en sus tres dimensiones.