Rosa Binimelis
Manifestación de Ende Gelände tras el bloqueo del puerto de Hamburgo, punto de transbordo de materias primas fósiles como el petróleo y el carbón. Agosto de 2022. Foto: © Channoh Peepovicz (CC BY-NC-SA 2.0)
La actual crisis multidimensional nos genera una sensación colectiva de impotencia; pero, al mismo tiempo, la convicción y la esperanza de que hay que pasar —o volver— a la acción. ¿Cómo tejemos las alianzas necesarias para hacerlo posible? En este artículo planteamos algunos retos y experiencias.
En las últimas décadas, el paradigma neoliberal ha normalizado la privatización de los servicios públicos y la mercantilización de los bienes comunes, la especulación con los derechos básicos (como la alimentación o el agua) y la individualización de las responsabilidades colectivas, como la garantía del derecho a la alimentación; a una alimentación sana y apropiada. Mientras tanto, el paquete tecnológico (y mental) de la modernización agraria ha hecho que la alimentación evolucione desde un recurso esencialmente local, básico para la supervivencia, hacia una mercancía que entra dentro de la cadena de suministros global, ha desplazado al pequeño campesinado, así como también a la pequeña elaboración y el comercio local, y ha multiplicado los impactos derivados de la producción agroindustrial.
Este modelo agroindustrial de producción también ha generado grandes desigualdades en las zonas rurales. Mientras las grandes llanuras de regadío se transforman en polígonos agrícolas, en el resto de los territorios rurales se produce un abandono de la tierra y un despoblamiento progresivo hacia las grandes ciudades o capitales de comarca por falta de oportunidades y difícil acceso a los servicios públicos, entre otros factores. Quienes producen mucho cobran poco porque están bajo las directrices del mercado internacional, siempre a la baja, y quienes están al margen tienen más dificultades que nunca para hacer viables las fincas. En los últimos 20 años la renta agraria no ha aumentado, mientras que el costo de la vida y los costos de producción están en escalada. No es de extrañar, pues, que actualmente la población ocupada en agricultura sea de menos del 1,5 % de la población activa en lugares como Catalunya. Según el censo agrario de 2020 recientemente publicado, en los últimos 10 años, en Catalunya han desaparecido más de 5.800 proyectos agrícolas (unos 10 a la semana) y el 41 % de las explotaciones son de personas de más de 65 años.
Un estudio publicado recientemente[1] afirma que en el Estado español más de seis millones de personas sufren pobreza alimentaria; es decir, un 13,3 % de hogares no tienen una dieta adecuada, en cantidad y calidad, por falta de recursos. El informe también recoge que el 10,7 % de la población recibe algún tipo de ayuda, bien sea de redes familiares, comunitarias, administraciones (como las becas comedor o tarjetas monedero) o de entidades sociales.
Nos encontramos en una encrucijada: aunque vislumbramos y claramente compartimos la urgencia de la situación, sabemos que no contamos con el músculo para implementar la transformación necesaria que ponga realmente la vida en el centro del sistema alimentario. Necesitamos que el campesinado esté en el núcleo, pero al mismo tiempo somos conscientes de que es un colectivo cada vez más reducido, altamente envejecido y a menudo poco entendido en un contexto mayoritariamente urbanocéntrico. ¿Por dónde empezamos?
Acción de Ende Gelände. Bloqueo de las obras de la terminal de gas natural licuado en Wilhelmshaven (Alemania, agosto de 2022).
Fotos: © Fabian Steffens CC BY-NC-SA 2.0
Respuesta sistémica
En primer lugar, hay tener en cuenta que los impactos que padecemos no son anomalías del sistema, sino que forman parte de la misma dinámica capitalista. Tienen raíces estructurales en un sistema socioeconómico que pretende crecer indefinidamente en un planeta con límites físicos ya traspasados y que, además, reparte de forma injusta las consecuencias mientras permite la especulación con derechos básicos como la alimentación. Por tanto, tenemos que organizarnos y movilizarnos también sistémicamente.
Un punto fundamental es centrarnos en crear sistemas de abastecimiento colectivo que cubran las necesidades básicas de la población.
Sabemos que existen muchas iniciativas nuevas y proyectos consolidados que tienen como objetivo transformar el sistema alimentario, pero nos encontramos en período de marea baja y con una falta de capacidad de coordinación que no nos permite construirnos como sujeto político organizado. Gran parte del poder social de las empresas transnacionales consiste precisamente en transformar la sociedad para su propio beneficio, normalizando e invisibilizando los impactos del sistema agroindustrial y destruyendo las vías de responsabilización colectiva, comunitaria o pública de las necesidades sociales. De hecho, los mismos estados acompañan este proceso de desplazamiento de poder hacia actores privados y supraestatales, con fondos públicos destinados a salvar o sostener determinados sectores económicos (con el ejemplo paradigmático de las macrogranjas y la industria porcina) y no a recuperar estructuras de provisión y distribución que garanticen el derecho a la alimentación. Así, un primer punto fundamental es centrarnos en crear —y demandar— sistemas de abastecimiento colectivo que cubran las necesidades básicas de la población.
En este sentido, es importante recordar que desde hace décadas se están produciendo okupaciones de tierras, como en el caso ya histórico de Gallecs (Catalunya) que intentan rescatarlas de la especulación, pero también okupaciones de pueblos deshabitados como Fraguas (Guadalajara), ahora con un caso judicial abierto, Lakabe (Navarra) o muchos otros. También cabe destacar proyectos de bancos de tierras agroecológicas como el que promueve la Red Terrae o la Asociación Terra Franca, inspirada en el proyecto francés Terre de liens, nacido en 2003 de la convergencia de varios movimientos que vinculan la educación popular, la agricultura orgánica y biodinámica, las finanzas éticas, la economía solidaria y el desarrollo rural, que considera el acceso a la tierra como un problema social. También existe una red importante de proyectos de recuperación de semillas y la cultura que representan, coordinados en la Red estatal de Semillas «Resembrando e Intercambiando», muchos de ellos asociados en el pasado a luchas que incluían acciones directas contra los transgénicos, por ejemplo.
Bienes comunes, infraestructuras compartidas, corresponsabilidad
Aunque, a menudo, cuando pensamos en bienes comunitarios, pensamos en el acceso a la tierra o en los bosques comunales, la lucha por las infraestructuras agrarias compartidas es fundamental, y se están consiguiendo logros importantes. No hay que olvidar que muchas de estas infraestructuras como mataderos, molinos, hornos, pozos o la construcción de canalizaciones, en el pasado, fueron compartidas. En la actualidad, destaca la proliferación de obradores compartidos, unas instalaciones que se están mostrando esenciales para favorecer la viabilidad de pequeños proyectos agroecológicos. Intentando ir más allá, surgen iniciativas que buscan promover redes de logística cooperativas con criterios agroecológicos y de economía social.[2] Es el caso de Alterbanc, una red entre el campesinado agroecológico y redes de ayuda mutua para garantizar conjuntamente la alimentación de familias en situación de vulnerabilidad. Lejos quedan, no obstante, ejemplos como el de la Unión de Trabajadores de la Tierra en Argentina, que agrupa a 22.000 familias campesinas agroecológicas, y que está al frente del Mercado Central de Buenos Aires, el principal mercado de abastos del país y uno de los más importantes de América Latina.
La agroindustria hace un esfuerzo permanente para mantener bajo control las alternativas.
Por otra parte, nos enfrentamos al reto de construir un relato compartido para despedazar el imaginario impuesto por las grandes corporaciones. Hay muchos ejemplos de experiencias que avanzan en una lucha de David contra Goliat, pero no ignoramos que la agroindustria hace un esfuerzo permanente para mantener bajo control las alternativas. Una de las tácticas habituales es la de la cooptación del relato y la proliferación de palabras como verde, ecológico o de proximidad para reducir su fuerza transformadora en un puro concepto de márquetin. Necesitamos apoyo mutuo y tejer redes más sólidas con movimientos sociales urbanos y rurales para escalar, pero también para poder construir proyectos de producción y consumo viables ecológica, económica y socialmente. Tomemos consciencia de que hace falta reequilibrar el urbanocentrismo y dejar de utilizar los territorios rurales como una matriz de recursos desde donde satisfacer las demandas de las ciudades. Prioricemos las redes locales y la territorialización de los sistemas agrarios locales y corresponsabilicémonos, sobre todo las ciudades, en la tarea central de producir alimentos: articulando circuitos cortos de comercialización, mancomunando recursos de producción, distribución y consumo, reapropiándonos del patrimonio y conservándolo, y fortaleciendo las economías comunitarias. Sigamos creando infraestructuras agrarias que revaloricen la cultura y la vida agraria y rural para recuperar colectivamente del poder de decidir sobre la alimentación.
Al mismo tiempo, no podemos ignorar la progresiva precarización de la vida. ¿Cómo hacemos posible una agroecología popular y establecemos vínculos entre diferentes luchas de forma transversal?
Reactivar las luchas
Existen cada vez más comunidades que están intentando crear también vínculos de apoyo mutuo y que abarcan diferentes aspectos de la vida. Así, cada vez hay una red más sólida de comunidades, en gran medida vinculadas a la okupación rural o, más recientemente, también a las cooperativas de viviendas en cesión de uso y comunidades intencionales rurales o periurbanas. Además, existen numerosas redes locales que están ampliándose con nuevos agentes y miradas para abordar de forma conjunta cómo cubrir sus necesidades partiendo de recursos y conocimientos locales. Destacan proyectos como, por ejemplo, Territori de vincles (Territorio de vínculos), en la Vall del Corb en Catalunya, «que agrupa iniciativas para impulsar el repoblamiento rural, la adaptación al cambio climático y la creación de nuevas oportunidades de vida entendidas de forma amplia: vivienda, trabajo, comunidad y paisaje». También la recién creada Fundación Emprius, que busca promover los comunales en el espacio rural mediante la cesión de viviendas a cooperativas, la producción agrícola colaborativa y las herramientas de producción compartidas. En espacios que conectan lo urbano con lo rural, encontramos proyectos como Construint Malilla, en València, que se define como un sindicato de barrio y que aúna luchas por la vivienda digna, la recuperación de espacios en desuso como centro social del barrio con una red de alimentos, entre muchos otros.
En este camino de vincular luchas y crear un relato compartido frente a la precariedad destacan movimientos sociales que promueven las acciones directas como estrategia para ganar visibilidad, pero también para ir ganando terreno. En este sentido, es importante ser conscientes de que necesitamos planificar la transformación y de que hay demandas que tienen más posibilidades de alcanzarse a corto plazo, por lo tanto, pueden también allanar el camino para otras más profundas. Tal y como afirman Bregolat y Lallana en un reciente artículo en El Salto hacen falta «demandas ampliamente comprendidas y compartidas por mayorías sociales, que en momentos determinados de crisis pueden dar el paso a involucrarse en la movilización de masas. Será a través de las experiencias concretas de lucha donde se construya el sujeto político con unas mínimas posibilidades de enfrentarse a las dinámicas capitalistas que nos han traído a la situación actual». Es la estrategia de las compañeras zapatistas, en sus conocidas 13 demandas. Y también es esta la estrategia seguida por movimientos como Enough is enough o ACORN en el Reino Unido, que agrupan organizaciones comunitarias y sindicatos y promueven acciones directas para conseguir una serie de demandas como el trabajo digno y el incremento del salario mínimo, el acceso a una vivienda apropiada, medidas contra la pobreza energética y por la nacionalización de las compañías energéticas, más impuestos a las personas más ricas así como a los beneficios de las grandes empresas y para luchar contra pobreza alimentaria con medidas.
¿Seremos capaces de ponernos de acuerdo en unas demandas clave y de carácter urgente que nos permitan crear las alianzas necesarias? Teniendo en cuenta el alto grado de profundidad y la amplitud de los cambios necesarios, nos hará falta actuar con toda la contundencia e inteligencia colectiva.
Rosa Binimelis
Arran de Terra
[1] Moragues-Faus, Ana y Magaña-González, Claudia R. (2022). Alimentando un futuro sostenible: Estudio sobre la inseguridad alimentaria en hogares españoles antes y durante la COVID-19. Informe del proyecto “Alimentando un futuro sostenible”, Universidad de Barcelona, financiado por la Fundación Daniel y Nina Carasso. Barcelona.
[2] Existen proyectos ya con cierto grado de consolidación como Madrid Km0, Ekoalde, Vallaecolid o Rutes Compartides, entre otros, así como proyectos como Einateca, que pretende apoyar a la creación de herramientas colectivas para las redes alimentarias locales de Catalunya y proyectos de distribución agroeocológica.