Gustavo Duch
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El espacio que da refugio al proyecto. Foto: Malaerba
Os presentamos el proyecto Malaerba, que Alba Cebrián y Ferran Mestre llevan adelante en Benlloc (Castelló). Igual que hicieron con los bancales de olivos y almendros del abuelo de Ferran, su objetivo es establecer acuerdos de custodia con el vecindario para cuidarles la tierra y evitar que se acaben convirtiendo en eriales o en huertos solares.
Malaerba al rescate
Alba y Ferran viven en la casa que fue del abuelo, frente al cementerio del pueblo de Benlloc, en esas calles que al rato dejan de estar pavimentadas y se convierten en caminos que suben a las montañas del interior de Castelló. Lomas y barrancos cubiertos de olivos y almendros, excepto algunos algarrobos que fueron indultados durante la expansión de los dos cultivos mayoritarios. También, afeando el paisaje, un buen número de granjas porcinas cerradas después de algún boom y su correspondiente pinchazo.
Preguntarles por la casa, sentados junto al patio en el que picotean gallinas y patos bajo frutales, entre los que destacan dos granados cargados de fruta, es la mejor manera de entender la motivación de este proyecto de recuperación de tierras. «La preocupación por el abandono de las tierras y el alejamiento del mundo rural me toca de muy cerca», dice Ferran, que explica a continuación que fue la generación de sus padres la que abandonó la tierra y el pueblo. A esta casa solo venían en verano y los domingos a comer paella con la familia, momentos importantes en la memoria de su infancia. Ahora, junto con Alba, ha recuperado la vivienda, la tradición agrícola familiar y la paella de los domingos. En el caso de ella, parte de su familia es de Andalucía, parte de Almassora, pero también vivió ese abandono de la agricultura: «Después de vivir en diferentes ciudades de Europa, como muchas personas de mi generación, hartas de estudiar y de trabajos precarios, decidí buscar lo que mis abuelos me habían regalado cada verano. Ahora lo tengo».
La comarca de La Plana Alta, donde se sitúa Malaerba, conserva cientos de olivos milenarios en sus fincas. La experiencia de recuperar la tierra del abuelo de Ferran les hizo encontrar, hace dos años, el propósito del proyecto: recuperar otros campos abandonados, no solo por su valor patrimonial, también por reivindicar un modelo productivo basado en el cuidado y el amor a la tierra, dejando de lado la obsesión por la productividad y centrado en alimentar economías locales. «Porque lo que ocurre —nos cuentan— es que hay que encontrar la manera de generar alguna alternativa para esta tierra o estos árboles se arrancarán para adornar jardines de lujo».
Alba recogiendo algarrobas. Foto: Malaerba
Ferran cuidando los olivos. Foto: Malaerba
La vida sucedía en el bancal
En estos años, Malaerba ya tutela casi una decena de fincas cedidas en el propio municipio de Benlloc y en otros tres pueblos colindantes. Y lo hace a partir de diferentes modelos de acuerdo con sus propietarios que, o viven en la ciudad o son muy mayores para el trabajo agrícola. Alba explica, como ejemplo, uno de estos casos cargados de simbolismo. «Una amiga me habló de que su padre estaba pensando qué hacer con la finca. Es médico y vive en la ciudad a la que marchó reñido con el pueblo y con la tierra. No sabía qué hacer, incluso estaba dispuesto a atender ofertas para los huertos solares que amenazan el territorio. Cuando fuimos a hablar con él, antes de cedérnoslas, nos preguntó: ¿Cómo vais a vivir de algo que está muerto? Pues ahora que se cumple un año, está tan contento con el proyecto que ha decidido comprar las tierras de su hermano, también heredadas y abandonadas, para cederlas a Malaerba».
A cambio de las cesiones, Ferran y Alba entregan garrafas de su aceite o, si los campos son muy productivos, también acuerdan un porcentaje de la cosecha. En cualquier caso, tienen claro que el objetivo de estas cesiones va mucho más allá. En el caso que nos acaban de contar, «algo lo removió por dentro, que quizá responde a una reconciliación o reparación con su memoria, con su infancia», comparte Ferran, emocionado. «No podemos olvidar que, en la relación con la tierra, lo emocional es clave», añade Alba, también con una voz apasionada. «No hace mucho participamos en un encuentro donde la nieta de una mujer a la que ahora le llevamos la tierra había recogido en un escrito lo que para su abuela significa esta relación, y lo escribió en catalán, tal como se lo contó la abuela, aunque ella nació en Aragón y no lo habla: “Un bancal no és només agricultura i alimentació, en els bancals s’ha follat, s’ha cagat, t’has barallat…, en definitiva, s’hi ha viscut”. Antes, todo sucedía en los bancales, incluso muchas bodas».
La comercialización del aceite que produce Malaerba también es parte del relato de rescate y recuperación de tierras. En muchos casos, se encargan de la venta directa en mercadillos, pero también se vende en algunas tiendas o se sirve en algunos restaurantes. «Quienes lo venden o lo usan son, de alguna manera, portavoces de la recuperación de fincas y árboles que hay detrás. El nombre del proyecto y del aceite, Malaerba, también forma parte de la explicación, de un proceso que pretende hacer de algo que se considera sin valor, como los eriales, algo que tiene valor, que es positivo», aclara Ferran.
Diversidad frente a uniformidad
Con el mal tiempo de la primavera y el verano pasados, una pregunta es inevitable. ¿Cómo os ha ido? Ferran confirma lo que nos temíamos. Aunque no han sufrido sequía, también en esa zona ha sido un año muy malo para la mayoría de los cultivos por los cambios bruscos de temperatura. «Por suerte, el manejo agroecológico de nuestros olivos no tiene muchos gastos porque no labramos la tierra y, por tanto, gastamos poco combustible. Tampoco tiramos pesticidas químicos que han triplicado los precios. Fertilizamos la tierra con restos de poda, estiércol de caballos o mulas de fincas próximas y con los ‘paseos’ planificados de un rebaño de ovejas y cabras de una de las dos pastoras del pueblo». Alba explica que su manejo se corresponde con lo que ahora se conoce como agricultura regenerativa, centrada en mejorar la salud y fertilidad de la tierra. «En realidad, tampoco es tan diferente a la que practicaban los abuelos —els llauradors—, que labraban de forma suave con animales de tiro, nada que ver con la agresión que empezó a sufrir la tierra con las labranzas profundas que se practicaron al introducirse en el campo, a partir de los años cincuenta, la gran maquinaria movida con combustibles fósiles».
Aun así, con menos gastos que la agricultura convencional, cosechar un 10-20 % menos que en años anteriores, como se prevé, pone en riesgo la viabilidad económica del proyecto. Alba y Ferran son realistas y saben lo que hay. «No hay que engañarse —explica Alba— sabiendo que llegaríamos a esta situación hemos tenido que diversificar con trabajos al margen de la agricultura. Esta fragilidad nos reafirma en la importancia de romper con la dependencia de un único cultivo. Es una buena enseñanza. Este año lo estamos viendo con el buen precio de las algarrobas. Igual que pusimos mucha energía para poner en marcha el proceso de producir y comercializar nuestro propio aceite, nos queda claro que ahora hemos de poner energía en explorar las posibilidades de la algarroba y sus productos transformados». Ferran destaca la visión que tuvo su abuelo al respetar los algarrobos, a los que tenía un gran cariño. «Gracias a eso ahora tenemos árboles centenarios muy productivos y muy resistentes».
Pasar de 0,15 a más de 2 euros, como se pagó el año pasado la algarroba, es un estímulo muy seductor para cambiar de cultivo, pero dicen que esa tentación no va con ellas. Ferran y Alba tienen claro que la respuesta no es saltar de un monocultivo a otro, sino apostar por la diversificación y la motivación de alimentar a la población. Además, nos cuentan que lo que ha elevado el precio de la algarroba no es su uso para el ganado, que es muy residual, o para la producción de harina o sustitutos del cacao, que sería muy interesante; lo que ha elevado su precio es el uso de la semilla, el garrofín, pues tiene propiedades espesantes muy apreciadas por la industria alimentaria de procesados. «De hecho— complementa Ferran —las nuevas variedades que se introducen de algarroba son las que dan mejor garrofín. Pero cuando estos árboles, de aquí a 7 o 10 años, produzcan, ¿aún estará de moda la algarroba? ¿El garrofín aún tendrá el valor que tiene ahora? ¿Tenemos que ir detrás de las modas y los booms o marcar nuestro propio camino?». El posicionamiento de Malaerba parece claro y no se trata de arrancar algarrobos para poner almendros, arrancar almendros para poner olivos o arrancar olivos para volver a poner algarrobos. Lo resume muy bien Alba: «La tierra tiene unos límites, la tierra es el centro de nuestro proyecto».
El oligopolio de la algarroba
Ahora que está en alza el precio de la algarroba, Malaerba expone que los beneficios y el control de esta producción están en manos de los únicos dos molinos existentes especializados en este fruto, que no recogen la cosecha de pequeñas producciones. La mayoría de transformados que podrían hacerse con este producto pasa por trabajar con la harina, así que se encuentran en un callejón sin salida. En el caso de Malaerba, están investigando en diferentes transformados con la algarroba entera o troceada y, junto con otros colectivos de la zona, también están planteando un proyecto para disponer de un molino cooperativo.
Olivos o molinos
Estos territorios del interior de Castelló, y en particular también dos de las fincas ecológicas que gestiona Malaerba, están amenazados por proyectos de macroparques solares y líneas de muy alta tensión: «Una energía que no necesitamos y que es pura especulación, que se aprovecha del poco valor que le damos a la agricultura y de que muchas personas son mayores», dice Ferran, desde la cabeza. Alba, desde el corazón, admite que cuando supo de estos proyectos, durante un tiempo sufrió ecoansiedad. «Nosotras, que precisamente hacemos este tipo de agricultura para revertir la contaminación que ahoga el planeta, tenemos que ver cómo quieren echarnos de aquí y acabar con nuestro trabajo, ¡en nombre del desarrollo sostenible!». Y lanza una maldición: «Ojalá que el colapso llegue a estos proyectos y no se puedan llevar adelante».
¿Cuál debería ser el verdadero papel de las administraciones en estas disputas? Alba, que también es enfermera, hace un paralelismo: «Si una persona sin recursos económicos se ve necesitada y alguien paga por su riñón, esta persona lo vendería porque tiene que comer. Pero hay una regulación que lo prohíbe, porque es algo que va en contra de la vida misma. Pues lo mismo debería plantearse con estas infraestructuras, que también atacan a lo que nos permite vivir, la naturaleza, aunque pueda resultar una solución provisional para algunas personas. Este es el conflicto social que tenemos aquí».
Por eso, Malaerba no solo es un proyecto para recuperar la tierra. Es también una opción para que quienes la tienen en propiedad no tengan que escoger entre molinos o nada. Malaerba, en definitiva, forma parte de un tejido de personas jóvenes de la comarca que construyen alternativas a esta falsa dicotomía. Por ejemplo, en Benlloc se ubica también La Niuada, un proyecto de impulso a iniciativas rurales de economía social y solidaria. Muy cerca, en la Vall d’Alba encontramos Connecta Natura, la asociación que recupera variedades tradicionales de todo tipo de frutales para que vuelvan a ser los protagonistas de estos paisajes: manzanos, higueras, granados… Y, por supuesto, muchas personas jóvenes que han vuelto a sus pueblos y que están decididas a quedarse en ellos.
Precisamente desde esta vertiente de construcción de alternativas, Malaerba no solo está enfocado a la agricultura, «también sentimos que hacemos agitación social, participando en espacios culturales, por ejemplo, o en el SPG de Castelló. Necesitamos sentirnos conectados con los otros proyectos del territorio, con otras redes y colectivos, y formar parte del discurso de la soberanía alimentaria».
En la casa del abuelo se sienten bien. «Tenemos internet porque queremos formar parte de la contemporaneidad, somos jóvenes, pero también podemos escuchar el silencio y cada noche disfrutar de las estrellas… Aunque alcanzar esta calidad de vida basada en la sencillez —se ríen— nos da mucho trabajo».
Gustavo Duch
Revista SABC