Consecuencias para los sistemas alimentarios en África
José Ferreira Matos
Los conflictos internos internacionalizados que se extienden por la mayor parte de los países del África subsahariana no son guerras ni civiles ni étnicas, sino neoimperialistas. Sirven para controlar recursos como el gas, el oro, los diamantes o la goma arábiga, pero, también el trigo, el maíz y la soja. Para que exista comercio internacional de alimentos, ¿es necesario que los países africanos pasen hambre y que vivan permanentemente en guerra?
Como señala Walden Bello en Food Wars (Virus Editorial, 2012), la agricultura africana es un caso de estudio de cómo los principios económicos doctrinarios vigentes desde finales de la década de 1970 pueden destruir la base productiva de todo un continente. Coincidiendo con la descolonización, en los años 1960, África no solo era autosuficiente, sino que, de hecho, era un exportador neto de alimentos, con una media de 1,3 millones de toneladas al año entre 1966 y 1970, entre los cuales cabe destacar el trigo y la harina de trigo, cebada, maíz, azúcar, naranjas, plátanos, cacahuetes y aceite de cacahuete, almendras de palma y aceite de almendras de palma, café y cacao. Las causas de la profunda crisis que vive la agricultura africana desde los años 1980 responden a múltiples factores, el principal es la eliminación progresiva de los controles gubernamentales y de los mecanismos de apoyo, consecuencia de los programas de ajuste estructural a los que fueron sometidos la mayoría de los países africanos a cambio de la ayuda del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial para el pago de su deuda externa. Son muchos los ejemplos, como el caso de Somalia en 1991, que permiten entender cómo estas políticas impuestas acabaron provocando el colapso del estado en favor de los intereses del capitalismo global.
Disturbios del FMI
Las crisis alimentarias de 2007-2008 y 2010-2011 generaron una amplia variedad de investigaciones sobre la relación entre el aumento de los precios de los alimentos a nivel mundial y el aumento de la violencia política bajo la forma de las denominadas «revueltas del hambre» (‘food riots’), que suelen ocurrir en los países pobres. El riesgo de conflicto civil, es decir, interno a las propias sociedades, aumenta siempre que se incrementan los precios internacionales de los alimentos, algo externo a las sociedades. De este modo, las revueltas provocadas por la subida de los precios de los alimentos —sobre todo, en los países de África— no son episodios intrínsecamente africanos, sino un ejemplo más de lo que significa depender de los intereses del capitalismo global, en concreto de la volatilidad del mercado de futuros de Chicago.
Precisamente, en las oleadas de protestas que vivieron algunos países como Argentina, Egipto, Costa Rica o Sudáfrica a lo largo de las décadas de 1980 y 1990, el sintagma «revueltas del hambre» fue reacondicionado al término «disturbios del FMI» (‘IMF riots’). Era la forma de expresar que la escasez de alimentos causada por la falta de cosechas, pese a que no era responsabilidad total del FMI, sí que era el resultado de las políticas que había implementado esta institución. Como explica un informe publicado por el propio Grupo de Evaluación Independiente (IEG, por sus siglas en inglés) del Banco Mundial, en 2007, coincidiendo con la primera crisis alimentaria mundial del siglo xxi, en la mayoría de los países donde se implementaron dichas reformas, como Kenia, Senegal o Camerún, el vacío del Estado lo ocuparon otros actores nacionales, regionales o transnacionales, como fuerzas militares extranjeras o diversas sucursales y sucedáneos del Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIS) o Al Qaeda.
Así pues, con el reconocimiento del vaciamiento del Estado o de su debilitación, se abrió una etapa de ciclos de guerra en el África subsahariana, especialmente en el Sahel, esa franja que cruza transversalmente todo el continente africano desde el Atlántico hasta el mar Rojo. Fue, precisamente, durante las décadas de 1980 y 1990, con los programas de liberalización económica del FMI y el Banco Mundial, cuando surgió el «señor de la guerra», una figura pionera en la creación de vínculos con el mercado global y el uso de empresas extranjeras como medio para imponer la autoridad local y expoliar los recursos y tierras africanas.
Los Estados fallidos son una consecuencia del propio fracaso de la estrategia neoliberal en África. Un fracaso que se reitera en iniciativas recientes, como la Alianza para la Revolución Verde en África (ACRA, por sus siglas en inglés), patrocinada por la Fundación Bill & Melinda Gates, cuyos esfuerzos, bajo la Alianza para la Transformación Agrícola Inclusiva en África (PIATA, por sus siglas en inglés), a lo largo de los últimos 15 años en 11 países africanos, parecen no haber alcanzado el tan esperado aumento de la producción agrícola y, consecuentemente, aumentar los ingresos de los agricultores. En medio de tanta Revolución Verde, parece no haber cabida para lo más básico: una reforma agraria en beneficio de la población campesina y de la soberanía alimentaria.
Volver a casa para retomar la actividad agrícola
Antes, todo el centro de Malí, el delta interior del río Níger, que hoy es un territorio inseguro, era una tierra de abundancia, fértil, con agua y con mucho ganado. Hoy, sus pueblos, que se encuentran en medio de dos fuegos, son saqueados o incendiados y en ocasiones acusados de formar parte del bando contrario. Los grupos armados han robado gran parte del ganado y de las cosechas. La gente del campo lo ha perdido todo y ahora son personas desplazadas que no saben cuándo podrán volver a sus tierras, a producir, a tener paz. Cuando estás obligado a dejar la tierra se pierde todo. ¡No puedes desplazarte con la tierra! Se pierde la dignidad, el honor.
Otro problema grave de esta crisis es la gestión de la escuela. Debido a la situación, el estado no envía ni funcionarios ni maestros para la educación ni para la salud, lo que provoca que desde hace un tiempo no haya un sistema educativo. Es toda una generación de niños y niñas que no tendrán la posibilidad de tener una formación. Asimismo, las mujeres embarazadas tienen muchos problemas para acceder a una asistencia sanitaria mínima y no se pueden desplazar a zonas más seguras. Esto supone un riesgo que pone en peligro sus vidas.
Sin embargo, hay resiliencia y fuerza para hacer frente a esta situación. Somos gente preparada para reconstituirse y volver a casa para retomar la actividad agrícola.
Ibrahim Coulibaly, campesino e integrante de la Coordinación Nacional de Organizaciones Campesinas de Malí
Conflictos del presente
Con toda esta suerte de antecedentes, la mayor parte de los países de África —como Malí, Burkina Faso, Níger, Chad, Camerún, República Centroafricana, Sudán, Somalia y Kenia— se encontraban, en julio de 2021, en alguna de las fases más críticas de inseguridad alimentaria y, además, sufrían algún tipo de conflicto armado interno, relacionado con las actividades de milicias yihadistas del Estado Islámico (ISIS) y Al Qaeda. Pero también contaban con una importante presencia militar extranjera, asociada, por una parte, a la presencia de milicias, pero también a la abundancia de deseados recursos naturales y la competencia global entre grandes potencias. El reconocimiento explícito de la funcionalidad de África en el mercado geopolítico entre potencias lo dio la embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas en octubre de 2022, cuando acusó a los mercenarios rusos del Grupo Wagner (PMC Wagner) de explotar los recursos naturales en la República Centroafricana, Malí, Sudán y otras partes de África para ayudar a financiar la guerra de Rusia en Ucrania.
En un informe del 2015 sobre la prospectiva de la seguridad alimentaria global hasta 2025, la Comunidad de Inteligencia de EE. UU. advirtió que las subidas de precios de los alimentos en 2007-2008 y 2010-2011 habían llevado a que algunos gobiernos intentaran reducir su dependencia del mercado mundial de alimentos, creando restricciones comerciales, persiguiendo objetivos de autosuficiencia e implementando programas sociales y reformas agrarias. El mismo informe concluía que, aun así, aumentarían las formas menores de conflicto y tensión, como los enfrentamientos a pequeña escala entre agricultores y pastores, y acciones de grupos terroristas, paramilitares u organizaciones criminales internacionales que pretenden aumentar su control sobre las fuentes de alimentos. Pero si estos grupos u organizaciones pretenden controlar la producción alimentaria, ese mismo control conduce a la desestabilización del territorio, visible en los movimientos de desplazados y refugiados forzosos, la mayoría de ellos, campesinos que han perdido la capacidad de cultivar sus tierras.
Guerras desinstitucionalizadas
Precisamente, para proteger sus medios de vida y su seguridad alimentaria, es normal que la población coopere —de forma más o menos voluntaria o coercitiva— con los grupos armados. Sería el caso de los pastores del este de Níger, así como de otras partes del Sahel, que, frente a la escasez de recursos, los depredadores del Estado y la violencia de diversos grupos paramilitares, llegan a acuerdos con los grupos armados yihadistas para acceder a las zonas de pastoreo. De igual modo, en Malí, los pastores se han unido a los grupos yihadistas, no tanto por ideología, sino por décadas de marginación política por parte de las instituciones del Estado.[1] La forma en que los grupos armados afrontan la producción de alimentos es un indicador significativo de su relación con las comunidades locales: si el saqueo refleja un desconocimiento de la seguridad de los medios de vida de la población, colaborar para garantizar la producción de alimentos puede interpretarse como un interés del grupo armado por establecer una relación duradera con las comunidades.
Lo que todas las guerras históricas en África tienen en común, tanto las guerras de liberación o de unificación o secesión del siglo pasado como las actuales, es que son guerras para controlar o construir el Estado nación, en la medida en que son la manifestación de la dificultad de conciliar espacios institucionalizados (Estado) y espacios imaginarios (nación), razón por la cual las guerras no son enfrentamientos entre Estados para defender sus naciones, sino entre comunidades imaginadas que se enfrentan a un determinado poder —la mayoría de las veces centralizado— para reivindicar un Estado. En el caso de las guerras actuales, se habla de guerras civiles internacionalizadas porque las fuerzas en conflicto —tanto las que representan lo que queda del Estado como las rebeldes que lo desafían— dependen de potencias extranjeras para el suministro de armas, apoyo logístico y financiero.
En estas guerras no hay frentes de batalla, ni campañas, ni bases, ni uniformes, ni honores militares exhibidos públicamente, ni respeto por los límites territoriales de los Estados; no hay estrategias ni tácticas establecidas. Son guerras «desinstitucionalizadas» en las que las víctimas son, en su mayoría, civiles, generalmente pertenecientes a familias rurales pobres. Son conflictos cuyo objetivo es penetrar en los hogares, las familias y en todo el tejido de las relaciones sociales, generando desmoralización y parálisis. Y son guerras prolongadas porque la condición del Estado, y la relación de este con sus comunidades y pueblos constituyentes, no se ha resuelto con la descolonización. No en vano, se les llama conflictos intraestatales internacionalizados, porque los supuestos estados débiles o fallidos —donde esas guerras tienen lugar— no aparecieron por casualidad, sino que emergieron del colonialismo.
Futuro pluscuamperfecto
La FAO estima que, hasta 2025, el 20 % del aumento de la producción agrícola, en torno a 450 millones de toneladas adicionales de producción de cereales y semillas oleaginosas, provendrá de la utilización y expansión de nuevas tierras de cultivo. La mayor parte de esta expansión tendrá lugar en América Latina y, obviamente, en el África subsahariana. Para justificar y abrirse paso al uso de estas tierras para fines agrícolas, los discursos actuales se escudan, una vez más, en argumentos técnicos. Es el caso de la iniciativa «1000 Aldeas Digitales», patrocinada por la FAO, que pone las soluciones en el uso de innovaciones tecnológicas. O de proyectos financiados por la Unión Europea y EE. UU. que abanderan la «resiliencia» y la investigación en los cultivos menores, aquellos que no se venden generalmente en el mercado mundial de alimentos y que se consumen localmente. Se trata de un cambio significativo en relación con lo que Frederic C. Benham, uno de los principales referentes neoliberales de la década de 1950, defendió en la conferencia de la Sociedad Mont Pèlerin celebrada en Beauvallon, Francia, en 1951:[2] el principal camino hacia el progreso económico de los países subdesarrollados se basaría en el incremento de su producción por trabajador en la agricultura y en la especialización de la producción tradicional destinada a la exportación.
Pero este aparente cambio es solo un espejismo. Como los grupos armados paramilitares, yihadistas o comandos de operaciones especiales de antiguas y recientes potencias coloniales, el Banco Mundial seguirá determinando y condicionando las estrategias alimentarias de África mediante la inversión privada en la productividad agrícola, transferencia de tecnología y asistencia financiera. Todas estas medidas pasan, invariablemente, por la erosión, descentralización o incluso la desaparición del Estado. En este sentido debe entenderse no solo la alerta lanzada a principios de abril de 2022 por el FMI y el Banco Mundial,[3] que instaba a tomar una decisión sobre el destino de 23 países africanos que, dado su elevado nivel de endeudamiento, están literalmente al borde de la bancarrota; sino, principalmente, la propuesta formulada en julio de 2022 por el economista jefe de la FAO, Máximo Torero, que afirmaba que el FMI podría tener un papel determinante en el programa de la agencia de la ONU —Food Import Financing Facility (FIFF, por sus siglas en inglés)—, destinado a ayudar a los países más pobres a comprar alimentos. Como era de esperar, de nuevo se trata de planteamientos que defienden que la seguridad alimentaria depende más del comercio internacional que de la autosuficiencia.
[1] Benjaminsen, T.A., Ba, B. (2018): Why do pastoralists in Mali join jihadist groups? A political ecological explanation. The Journal of Peasant Studies. Volume 46. Número 1 (2019).
[2] Mirowski, P., Plehwe, D. (2009): The Road from Mont Pèlerin. The Making of the Neoliberal Thought Collective. Harvard University Press (2009).
[3] Fondo Monetario Internacional (2022): Climate Change and Chronic Food Insecurity in Sub-Saharan Africa (septiembre de 2022).
José Ferreira Matos